Miguel Delibes

Viejas historias de Castilla la Vieja

I – El pueblo en la cara

Cuando yo sali del pueblo, hace la friolera de cuarenta y ocho anos, me tope con el Aniano, el Cosario, bajo el chopo del Elicio, frente al palomar de la tia Zenona, ya en el camino de Pozal de la Culebra. Y el Aniano se vino a mi y me dijo: «?Donde va el Estudiante?». Y yo le dije: «?Que se yo! Lejos». «?Por tiempo?» dijo el. Y yo le dije: «Ni lo se». Y el me dijo con su servicial docilidad: «Voy a la capital. ?Te se ofrece algo?». Y yo le dije: «Nada, gracias Aniano».

Ya en el ano cinco, al marchar a la ciudad para lo del bachillerato, me avergonzaba ser de pueblo y que los profesores me preguntasen (sin indagar antes si yo era de pueblo o de ciudad): «Isidoro, ?de que pueblo eres tu?». Y tambien me mortificaba que los externos se dieran de codo y cuchichearan entre si: «?Te has fijado que cara de pueblo tiene el Isidoro?» o, simplemente, que prescindieran de mi cuando echaban a pies para disputar una partida de zancos o de pelota china y dijeran despectivamente: «Ese no; ese es de pueblo». Y yo ponia buen cuidado por entonces en evitar decir: «Alla en mi pueblo»…

«El dia que regrese a mi pueblo», pero, a pesar de ello, el Topo, el profesor de Aritmetica y Geometria, me dijo una tarde en que yo no acertaba a demostrar que los angulos de un triangulo valieran dos rectos: «Sientate, llevas el pueblo escrito en la cara». Y, a partir de entonces, el hecho de ser de pueblo se me hacia una desgracia y yo no podia explicar como se cazan gorriones con cepos o colorines con liga, ni que los esparragos, junto al arroyo, brotaran mas recio echandoles porqueria de caballo, porque mis companeros me menospreciaban y se reian de mi. Y toda mi ilusion, por aquel tiempo, estribaba en confundirme con los muchachos de ciudad y carecer de un pueblo que parecia que le marcaba a uno, como a las reses, hasta la muerte. Y cada vez que en vacaciones visitaba el pueblo, me ilusionaba que mis viejos amigos, que seguian matando tordas con el tirachinas y cazando ranas en la charca con un alfiler y un trapo rojo, dijeran con desprecio: «Mira el Isi; va cogiendo andares de senoritingo». Asi, en cuanto pude, me largue de alli, a Bilbao, donde decian que embarcaban mozos gratis para el Canal de Panama y que luego le descontaban a uno el pasaje de la soldada. Pero aquello no me gusto, porque ya por entonces padecia yo del espinazo y me doblaba mal y se me antojaba que no estaba hecho para trabajos tan rudos y, asi de que llegue, me puse primero de guardagujas y despues de portero en la Escuela Normal y mas tarde empece a trabajar las radios Philips que dejaban una punta de pesos sin ensuciarse uno las manos. Pero lo curioso es que alla no me mortificaba tener un pueblo y hasta deseaba que cualquiera me preguntase algo para decirle: «Alla, en mi pueblo, el cerdo lo matan asi, o asao». O bien: «Alla, en mi pueblo, los hombres visten traje de pana rayada y las mujeres sayas negras, largas hasta los pies». O bien: «Alla, en mi pueblo, la tierra y el agua son tan calcareas que los pollos se asfixian dentro del huevo sin llegar a romper el cascaron».

O bien: «Alla, en mi pueblo, si el enjambre se larga, basta arrimarle una escrina agujereada con una rama de carrasco para reintegrarle a la colmena». Y empece a darme cuenta, entonces, de que ser de pueblo era un don de Dios y que ser de ciudad era un poco como ser inclusero y que los tesos y el nido de la ciguena y los chopos y el riachuelo y el soto eran siempre los mismos, mientras las pilas de ladrillo y los bloques de cemento y las montanas de piedra de la ciudad cambiaban cada dia y con los anos no restaba alli un solo testigo del nacimiento de uno, porque mientras el pueblo permanecia, la ciudad se desintegraba por aquello del progreso y las perspectivas de futuro.

II – Aniano, el Cosario

El dia que me largue, las Mellizas dormian juntas en la vieja cama de hierro y, al besarlas en la frente, la Clara, que solo dormia con un ojo y me miraba con el otro, azul, pateticamente inmovil, rebullo y los muelles chirriaron, como si tambien quisieran despedirme. A Padre no le dije nada, ni hice por verle, porque me habia advertido: «Si te marchas, hazte la idea de que no me has conocido». Y yo me hice la idea desde el principio y amen. Y despues de toparme con el Aniano, bajo el chopo del Elicio, tome el camino de Pozal de la Culebra, con el hato al hombro y charlando con el Cosario de cosas insustanciales, porque en mi pueblo no se da demasiada importancia a las cosas y si uno se va, ya volvera; si uno enferma, ya sanara; y si no sana, que se muera y que le entierren. Despues de todo, el pueblo permanece y algo queda de uno agarrado a los cuetos, los chopos y los rastrojos. En las ciudades se muere uno del todo; en los pueblos, no; y la carne y los huesos de uno se hacen tierra, y si los trigos y las cebadas, los cuervos y las urracas medran y se reproducen es porque uno les dio su sangre y su calor y nada mas.

El Aniano y yo ibamos por el camino y yo le dije al Aniano: «?Tienes buena hora?». Y el miro para el sol, entrecerrando los ojos, y me dijo: «Aun no dio la media». Yo me irrite un poco: «Para llegar al coche no te fies del sol». dije. Y el me dijo: «Si es por eso no te preocupes. Orestes sabe que voy y el coche no arranca sin el Aniano». Algo me pesaba dentro y deje de hablar. Las alondras apeonaban entre los montones de estiercol, en la tierra del tio Tadeo, buscando los terrones mas gruesos para encaramarse a ellos, y en el recodo volaron muy juntas dos codornices. El Aniano dijo: «Si las agarra el Antonio»; mas el Antonio no podia agarrarlas sino con red, en primavera, porque por una codorniz no malgastaba un cartucho, pero no dije nada porque algo me pesaba dentro y ya empezaba a comprender que ser de pueblo en Castilla era una cosa importante. Y asi que llegamos al atajo de la Viuda, me volvi y vi el llano y el camino polvoriento zigzagueando por el y, a la izquierda, los tres almendros del Ponciano y, a la derecha, los tres almendros del Olimpio, y detras de los rastrojos amarillos, el pueblo, con la chata torre de la iglesia en medio y las casitas de adobe, como polluelos, en derredor. Eran cuatro casas mal contadas pero era un pueblo, y a mano derecha, segun se mira, aun divisaba el chopo del Elicio y el palomar de la tia Zenona y el bando de palomas, muy nutrido, sobrevolando la ultima curva del camino. Tras el pueblo se iniciaban los tesos como moles de ceniza, y al pie del Cerro Fortuna, como protegiendole del matacabras, se alzaba el soto de los Encapuchados donde por San Vito, cuando era nino y Madre vivia, merendabamos los cangrejos que Padre sacaba del arroyo y una tortilla de escabeche. Recuerdo que Padre en aquellas meriendas empinaba la bota mas de la cuenta y Madre decia: «Deja la bota, Isidoro; te puede hacer mal». Y el se enfadaba. Padre siempre se enfadaba con Madre, menos el dia que murio y la vio tendida en el suelo entre cuatro hachones. Aquel dia se arranco a llorar y decia: «No hubo mujer mas buena que ella». Luego se abrazo a las Mellizas y las dijo: «Solo pido al Senor que os parezcais a la difunta». Y las Mellizas, que eran muy ninas, se reian por lo bajo como dos tontas y se decian: «Fijate cuanta gente viene hoy por casa».

Sobre la piedra caliza del recodo se balanceaba una picaza y es lo ultimo que vi del pueblo, porque Aniano, el Cosario, me voceo desde lo alto del teso: «?Vienes o no vienes? Orestes aguarda, pero se cabrea si le retraso».

III – Las nueces, el autillo y el abejaruco

El tendido de luz desciende del paramo al llano y, antes de entrar en el pueblo, pasa por cima de la nogala de la tia Bibiana. De chico, si los cables traian mucha carga, zumbaban como abejorros y, en estos casos, la tia Marcelina afirmaba que la descarga podia matar a un hombre y cuanto mas a un mocoso como yo. Con la llegada de la electricidad, hubo en el pueblo sus mas y sus menos y a la Macaria, la primera vez que le dio un calambre, tuvo que asistirla don Lino, el medico de Pozal de la Culebra, de un acceso de histerismo. Mas tarde el Emiliano, que sabia un poco de electricidad, se quedo de encargado de la compania y lo primero que hizo fue fijar en los postes unas placas de hojalata con una calavera y dos huesos cruzados para avisar del peligro. Pero lo mas curioso es que la tia Bibiana, desde que trazaron el tendido, no volvio a probar una nuez de su nogala porque decia que daban corriente. Y era una pena porque la nogala de la tia Bibiana era la unica del pueblo y rara vez se lograban sus frutos debido al clima. Al decir de don Benjamin, que siempre salia al campo sobre su Hunter ingles seguido de su lebrel de Arabia, semicorbato, con el tarangallo en el collar si era tiempo de veda, las nueces no se lograban en mi pueblo a causa de las heladas tardias. Y era bien cierto. En mi pueblo las estaciones no tienen ninguna formalidad y la primavera y el verano y el otono y el invierno se cruzan y entrecruzan sin la menor consideracion. Y lo mismo puede arreciar el bochorno en febrero que nevar en mayo. Y si la helada viene despues de San Ciriaco, cuando ya los arboles tienen yemas, entonces se ponen como chamuscados y al que le coge ya no le queda sino aguardar al ano que viene. Pero la tia Bibiana era tan terca que aseguraba que la flor de la nogala se chamuscaba por la corriente, pese a que cuando en el pueblo aun nos alumbrabamos con candiles ya existia la helada negra. En todo caso, durante el verano, el autillo se asentaba sobre la nogala y pasaba las noches ladrando lugubremente a la luna. Volaba blandamente y solia posarse en las ramas mas altas y si la luna era grande sus largas orejas se dibujaban a contraluz. Algunas noches los chicos nos apostabamos bajo el arbol y cuando el llegaba le canteabamos y el entonces se despegaba de la nogala como una sombra, sin ruido, pero apenas remontaba lanzaba su «quiu, quiu», penetrante y dolorido como un lamento. Pese a iodo nunca supimos en el pueblo donde anidaba el autillo, siquiera don Benjamin afirmara que solia hacerlo en los nidos que abandonaban las tortolas y las urracas, seguramente en el soto, o donde las chovas, en las oquedades del campanario.

Con el tendido de luz aparecieron tambien en el pueblo los abejarucos. Solian llegar en primavera volando en bandos diseminados y emitiendo un gargarismo cadencioso y dulce. Con frecuencia yo me tumbaba boca arriba junto almorron, solo por el placer de ver sus colores brillantes y su vuelo airoso, como de golondrina. Resistian mucho y cuando se posaban lo hacian en los alambres de la luz y entonces cesaban de cantar, pero, a cambio, el color castano de su dorso, el verde iridiscente de su cola y el amarillo chillon de la pechuga fosforecian bajo el sol con una fuerza que cegaba. Don Justo del Espiritu Santo, el cura parroco, solia decir desde el pulpito que los abejarucos eran hermosos como los arcangeles, o que los arcangeles eran hermosos como los abejarucos, segun le viniera a pelo una cosa o la otra, lo que no quita para que el Antonio, por distraer la inercia de la veda, abatiese uno un dia con la carabina de diez milimetros. Luego se lo dio a disecar a Valentin, el secretario, y se lo envio por Navidades, cuidadosamente envuelto, a la tia Marcelina, a quien, por lo visto, debia algun favor.

IV – La Pimpollada del paramo

Todo eso es de la parte de poniente, camino de Pozal de la Culebra. De la parte del naciente, una vez que se sube por las trochas al Cerro Fortuna, se encuentra uno en el paramo. El paramo es una inmensidad desolada y, el dia que en el cielo hay nubes, la tierra parece el cielo y el cielo la tierra, tan desamueblado e inhospito es. Cuando yo era chaval, el paramo no tenia principio ni fin, ni habia hitos en el, ni jalones de referencia. Era una cosa tan ardua y abierta que solo de mirarle se fatigaban los ojos. Luego, cuando trajeron la luz de Navalejos, se alzaron en el los postes como

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