discurriendo por el mismo cauce entre carrizos y espadanas, y en el atajo de la Viuda no eche en falta ni una sola revuelta, y tambien estaban alli, firmes contra el tiempo, los tres almendros del Ponciano, y los tres almendros del Olimpio, y el chopo del Elicio, y el palomar de la tia Zenona, y el Cerro Fortuna, y el soto de los Encapuchados, y la Pimpollada, y las Piedras Negras, y la Lanzadera por donde bajaban en agosto los perdigones a los rastrojos, y la nogala de la tia Bibiana, y los Enamorados, y la Fuente de la Salud, y el Cerro Pintao, y los Siete Sacramentos, y el Otero del Cristo, y la Cruz de la Sisinia, y el majuelo del tio Saturio, donde encamaba el matacan, y la Mesa de los Muertos. Todo estaba tal y como lo deje, con el polvillo de la ultima trilla agarrado aun a los muros de adobe de las casas y a las bardas de los corrales.

Y ya en casa, las Mellizas dormian juntas en la vieja cama de hierro, y ambas tenian ya el cabello blanco, pero la Clara, que solo dormia con un ojo, seguia mirandome con el otro, inexpresivo, pateticamente azul. Y al besarlas en la frente se la desperto a la Clara el otro ojo y se cubrio instintivamente el escote con el embozo y me dijo: «?Quien es usted?». Y yo la sonrei y la dije: «?Es que no me conoces? El Isidoro». Ella me midio de arriba abajo y, al fin, me dijo: «Estas mas viejo». Y yo la dije: «Tu estas mas crecida». Y como si nos hubieremos puesto de acuerdo, los dos rompimos a reir.

Miguel Delibes

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