Matilde Asensi

Tierra Firme

La vida extraordinaria de Martin Ojo de Plata

© Matilde Asensi, 2007

Detalle del mapa de Diego Gutierrez, 1562 (ampliacion anexa al libro)

CAPITULO I

Martin, mi hermano menor, murio luchando bravamente contra los piratas ingleses que, tras canonear nuestra galera durante buena parte de la noche, al alba, echaron garfios por la borda y nos atrajeron hacia su flanco de estribor para robarnos todas las mercaderias que nuestro bajel portaba desde los mercados de Sevilla hasta las colonias de Tierra Firme, [1] en el Nuevo Mundo. Mi pobre hermano solo tenia catorce anos, pero sabia manejar la espada mejor que muchos hidalgos y muchos soldados del rey porque nuestro senor padre, uno de los mas afamados artesanos espaderos de Toledo, habia sido su maestro y le habia ensenado el arte correctamente y como era menester. Por desgracia, con los mismos ojos que miran hoy estas letras mientras las escribo, vi como aquel maldito ingles le asestaba en la cabeza un golpe mortal con una maza de hierro que dio con sus sesos en el suelo.

Los piratas nos habian estado siguiendo desde el ocaso igual que perros hambrientos a la espera de los restos de un festin. Sin embargo, aunque nuestra galera formaba parte de la gran flota anual conocida como Los Galeones, la que tenia por destino Cartagena de Indias, ninguna de las naos militares -la capitana y la almiranta mas otros cinco barcos de guerra, artillados para la defensa de los bajeles mercantes-, ninguna, digo, acudio en nuestro auxilio, desconociendo yo entonces la razon por la cual el general Sancho Pardo, al mando de la flota, nos abandonaba a nuestra suerte de aquella manera tan vil. Como nuestro mercante era viejo y llevaba las bodegas colmadas, navegaba muy despacio y asi, los perros del mar nos dieron caza cuando consideraron mas provechoso y buenamente se les antojo.

Eramos pocas las mujeres que viajabamos a bordo de aquel mercante. Cinco o seis a lo sumo, y todas permaneciamos escondidas en una de las bodegas de carga, tras fardos, toneles y bultos de mercaderias, muertas de miedo y llenas de angustia por el futuro. Al rato de iniciado el asalto, en pleno fragor de la lucha y escuchando desde lejos los disparos de los arcabuces, el ama Dorotea, con grave peligro para nuestras vidas, tironeo de mi hasta llevarme a donde dormia el pasaje y, echando el lienzo que separaba nuestros coyes [2], me dijo:

– ?Vamos, vistete con las ropas de tu hermano!

Yo, aturullada por el peligro y el ruido, me quite la toca y eche mano de una saya de pano que habia sobre un baul.

– ?Con tus ropas no, Catalina! -me grito el ama, arrancandome la prenda.

Dorotea era de pocas luces y menos entendimiento pero el peligro despierta las molleras mas duras y asi, en lo que canta un gallo, el ama me mudo de duena en mozo con una camisa, un jubon de gamuza, una casaca de cuero y unos calzones y, en la cabeza, recogiendome el largo y lacio cabello negro, me encajo el sombrero que mi hermano se habia comprado en el Alcana de Toledo para el dia de mi boda, un chambergo rojo de alas muy anchas y bella presilla. Tal era el celo con que la buena y dulce ama miraba por mi honor y mi honra.

– Ponte las botas -me apremio, mientras me colgaba del cuello el canuto de hojalata con mis documentos. El entrechocar de los aceros y los gritos de los hombres se oian cada vez mas cerca, bajo la segunda cubierta. El ama, con el rosario en la mano, no paraba de rezar y de santiguarse.

Me sente en una de las cajas y me calce las botas de ante de Martin, al que habia perdido de vista cuando el maestre ordeno que todos los hombres se aprestaran a defender la nave con sus armas. Por fortuna, los pies de mi hermano solo eran un poco mas grandes que los mios y, como yo era bastante alta para ser mujer, todo lo suyo me servia.

– Y, ahora, vamos -me urgio Dorotea, ajustandome habilmente un tahali en cuya vaina habia enfundado una de las tres buenas espadas roperas hechas por mi senor padre, espadas que llevabamos como presentes para mi desconocido esposo, mi suegro y mi senor tio Hernando.

– ?Quiero tambien una daga! -exclame, sofrenandola.

– ?Y que mas desea vuestra merced…? ?Un arcabuz? -se desespero.

– No me importaria -afirme, resuelta. Puede que el habito no haga al monje pero a mi las ropas de mi hermano me estaban cambiando. Durante mis dieciseis anos de vida no habia dejado de escuchar cuales eran mis obligaciones como mujer y como debia comportarme para conseguir un buen marido. Y, la verdad, ya estaba harta-. Quiero una daga para la mano izquierda.

– ?Coja la dama su daga y vayamonos en buena hora! ?El Senor Jesucristo nos asista en esta desgracia! ?Es que no ves que corremos un gran peligro?

Dorotea, agarrandome por el brazo, echo a correr hacia la popa de la nave entre los avios y bastimentos que en gran cantidad sitiaban las camas del pasaje. No sabia hacia donde se dirigia ni que pretendia, pero no puse objeciones porque, de momento, todo estaba resultando muy divertido. ?Ingleses a mi…? Que me los dejaran todos, pense tentando mi espada, que alli estaba yo, Catalina Solis, natural de Toledo, hija huerfana y legitima de Pedro Solis y Jeronima Pascual y, desventuradamente, esposa reciente por poderes de un tal Domingo Rodriguez, hijo de Pedro Rodriguez, socio de mi senor tio Hernando en el establecimiento de latoneria que ambos poseian en una isla del Caribe llamada Margarita.

Usando la primera escalerilla que encontramos en el camino ascendimos directamente hasta la tolda y, justo cuando alcanzabamos el mamparo de la camara del maestre, vi al maldito pirata ingles romper en mil pedazos la cabeza de mi hermano. Me quede petrificada. La absurda diversion del momento habia desaparecido. Pareciome que yo quedaba tan muerta y destrozada como mi pobre Martin. Botas inglesas y espanolas pisoteaban los restos de su sangre, cabellos y sesos sobre la cubierta principal pero, para alejarme del horror, la mano de Dorotea tiro de mi con mayor fuerza.

– ?Vamos, vamos! -me rogo, temblando y llorando. La segui por abandono, pues a fe que el mundo se habia detenido.

Mis recuerdos son, a partir de ese momento, muy vagos. Entramos en la camara y Dorotea rompio los cristales de las portas para tirar por la popa el pequeno escritorio del maestre. Sin duda, conservaba su fuerza de antigua moza labradora. Luego, me hizo el signo de la cruz en la frente, me dio un beso y me dijo algo que no entendi antes de obligarme a saltar desde alla arriba hasta las aguas frescas y azules del oceano. El sol estaba saliendo por el este y ya apuntaba el fuerte calor que, en aquellos perdidos lugares del mundo, no daba descanso alguno ni a humanos ni a bestias.

Yo, entonces, no sabia nadar, asi que, cuando mi cuerpo se hundio profundamente en el mar por la fuerza de la caida, tuve para mi que iba a morir ahogada. Sin embargo, el propio impulso del agua me boto de nuevo hacia arriba, hacia el aire, del que tome una gran bocanada mientras que, por instinto, mis pies y mis brazos hacian todo lo posible por mantenerme erguida. Las armas pesaban, las ropas asfixiaban, el chambergo rojo flotaba a mi lado y, un poco mas alla, la mesa del maestre, con las patas hacia arriba, bogaba con tranquilidad sobre el oleaje. Dorotea gritaba, intentaba indicarme algo pero, entre la distancia, el ruido de la batalla y mis continuas y

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