como en todas partes, la rutina impone sus mandamientos. Sus salvajes asesinatos rompian de manera anormal el desarrollo de sus vidas anodinas.

La forense miraba a Adamsberg dar vueltas alrededor de los cuerpos.

– ?Que quiere que haga con ellos? -pregunto, con la mano sobre el muslo del negro, dandole palmaditas al desgaire como para consolarlo postumamente-. Dos tipos que trapicheaban en los tugurios, con el pescuezo rebanado, son cosa de los de Estupefacientes.

– Efectivamente, los reclaman a voz en grito.

– ?Y? ?Cual es el problema?

– El problema soy yo. No quiero darselos. Y espero que me ayude a quedarmelos. Piense algo.

– ?Por que? -pregunto la doctora, con la mano todavia sobre el muslo del negro, senalando mediante ese gesto que el hombre seguia, de momento, bajo su arbitraje, en zona franca, y que solo ella decidiria su destino, hacia la Brigada de Estupefacientes o hacia la Brigada Criminal.

– Tienen tierra fresca debajo de las unas.

– Supongo que los estupas tambien tendran sus razones. ?Tienen ellos fichados a estos hombres?

– Ni siquiera. Estos hombres son para mi y punto.

– Ya me habian prevenido contra usted -dijo tranquilamente la forense.

– ?En que sentido?

– En el sentido de que no siempre se entiende su sentido. O sea, conflictos.

– No sera la primera vez, Ariane.

Con la punta del pie, la forense acerco un taburete de ruedas y se sento con las piernas cruzadas. Adamsberg la habia encontrado guapa veintitres anos atras, y seguia siendolo a los sesenta, elegantemente sentada en ese escabel de la morgue.

– Vaya -dijo ella-. Me conoce.

– Si.

– Yo, en cambio, no.

La doctora encendio un cigarrillo y reflexiono unos instantes.

– No -concluyo-, no me suena. Lo siento.

– Fue hace veintitres anos y solo duro unos meses. La recuerdo a usted, recuerdo su apellido, su nombre, y recuerdo que nos tuteabamos.

– ?Hasta ese punto? -dijo sin calidez-. ?Y que teniamos los dos, para tomarnos esas confianzas?

– Una bronca enorme.

– ?Amorosa? Me daria pena no recordarlo.

– Profesional.

– Vaya -respondio la forense frunciendo el ceno.

Adamsberg inclino la cabeza, distraido por los recuerdos que esa voz alta y ese tono cortante evocaban en su memoria. Volvia a ver la ambiguedad que lo habia tentado y desconcertado de joven, el traje severo pero el pelo revuelto, el tono altivo pero las palabras naturales, las poses elaboradas pero los gestos espontaneos. Tanto era asi que uno no sabia si tenia delante a un espiritu superior y distanciado o a una trabajadora empedernida que olvida las apariencias. Incluso ese «Vaya» con el que a menudo iniciaba las frases, sin que se supiera si la replica era despectiva o popular. Ante ella, Adamsberg no era el unico en tomar precauciones. La doctora Ariane Lagarde era la forense mas celebre del pais, nadie podia competir con ella.

– ?Nos tuteabamos? -prosiguio dejando caer la ceniza en el suelo-. Hace veintitres anos, yo ya habia hecho mi camino; en cambio, usted debia de ser solo un simple teniente.

– Apenas un joven cabo.

– Me sorprende usted. No tuteo asi como asi a mis colegas.

– Nos llevabamos bien. Hasta que la enorme bronca culmino, haciendo temblar las paredes de un cafe de Le Havre. Me cerro la puerta en las narices, y no volvimos a vernos. No tuve tiempo de acabarme la cerveza.

Ariane aplasto la colilla con el pie y volvio a acomodarse en el taburete de metal, recobrando la sonrisa, vacilante.

– Esa cerveza -dijo- ?no la habre tirado al suelo, por casualidad?

– Asi es.

– Jean-Baptiste -dijo articulando las silabas-. El joven cretino de Jean-Baptiste Adamsberg, que creia saber mas que nadie.

– Es lo que me dijiste antes de romper mi vaso.

– Jean-Baptiste -repitio Ariane con voz mas lenta.

La forense dejo el taburete y fue a poner una mano sobre el hombro de Adamsberg. Parecio a punto de besarlo, pero se apresuro a meter de nuevo la mano en el bolsillo de su bata.

– Me caias bien. Dislocabas el mundo sin ser consciente siquiera. Y, por lo que cuentan del comisario Adamsberg, el tiempo no ha mejorado las cosas. Ahora entiendo: tu eres el, y el eres tu.

– En cierto modo.

Ariane se apoyo en la mesa de diseccion donde descansaba el cuerpo del grandullon blanco, empujando el busto del muerto para estar mas a gusto. Al igual que todos los forenses, Ariane no mostraba el menor respeto hacia los difuntos. En cambio, hurgaba en el enigma de sus cuerpos con insuperable talento, rindiendo asi homenaje, a su manera, a la complejidad inmensa y singular de cada uno. Los trabajos de la doctora Lagarde habian glorificado los cadaveres de vivos corrientes y molientes. Pasar por sus manos le hacia a uno entrar en la Historia. Eso si, lamentablemente, muerto.

– Era un cadaver excepcional -recordo ella-. Lo habian encontrado en su habitacion, con una carta de despedida muy refinada. Un alcalde, implicado en un escandalo y arruinado, que se habia suicidado de un sablazo en el vientre, a la japonesa.

– Hasta las cejas de ginebra para darse valor.

– Lo recuerdo muy bien -prosiguio Ariane con el tono suavizado de quien rememora una bonita historia-. Un suicidio sin incidentes, precedido de una tendencia antigua a la depresion compulsiva. El consejo municipal se sintio aliviado de que el asunto no fuera mas alla, ?recuerdas? Yo habia entregado mi informe, irreprochable. Tu hacias las fotocopias, las encuadernaciones, los recados, sin obedecer demasiado. Nos ibamos a tomar algo por las tardes, en los muelles. Yo rozaba la promocion, tu sonabas en tu estancamiento. En esa epoca, yo echaba granadina en la cerveza, y hacia espuma.

– ?Seguiste inventando mixturas?

– Si -dijo Ariane en tono algo decepcionado-, montones, pero sin grandes logros hasta ahora. ?Te acuerdas de la Violina? Un huevo batido, menta y vino de Malaga.

– Yo nunca quise probar esa cosa.

– Pues deje la Violina. Iba bien para los nervios, pero resultaba demasiado energetica. Probamos muchas mezclas en Le Havre.

– Menos una.

– Vaya.

– La mezcla de los cuerpos. Esa no la probamos.

– No. Yo todavia estaba casada y era abnegada como un perro enfermo. En cambio, formabamos un duo perfecto para los informes que dabamos a la policia.

– Hasta que…

– Hasta que a un joven cretino llamado Jean-Baptiste Adamsberg se le metio entre ceja y ceja que el alcalde de Le Havre habia sido asesinado. Y ?por que? Por diez ratas muertas que habias encontrado en un almacen del puerto.

– Doce, Ariane. Doce ratas desangradas de una cuchillada en el vientre.

– Bueno, pues doce. Dedujiste que un asesino ejercitaba su valor antes de llevar a cabo el ataque definitivo. Y habia otra cosa. Te parecio que la herida era demasiado horizontal. Dijiste que el alcalde deberia de haber sujetado el sable mas inclinado, de abajo arriba. A pesar de que estaba borracho como una cuba.

– Y tiraste mi vaso al suelo.

– Le habia dado un nombre, maldita sea, a esa granadina con cerveza.

– La Granalla. Hiciste que me echaran de Le Havre y entregaste el informe sin mi: suicidio.

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