John Katzenbach

El psicoanalista

Traduccion de Laura Paredes

Para mis companeros de pesca:

Ann, Peter, Phil y Leslie

PRIMERA PARTE. UNA CARTA AMENAZADORA

1

El ano en que creyo que iba a morir se paso la mayor parte de su quincuagesimo tercer cumpleanos como la mayoria de los demas dias, oyendo a la gente quejarse de su madre. Madres desconsideradas, madres crueles, madres sexualmente provocativas. Madres fallecidas que seguian vivas en la mente de sus hijos. Madres vivas a las que sus hijos querian matar. El senor Bishop, en particular, y la senorita Levy y el realmente desafortunado Roger Zimmerman, que compartia su piso del Upper West Side y al parecer su vida cotidiana y sus vividos suenos con una mujer de mal genio, manipuladora e hipocondriaca al parecer empenada en arruinar hasta el menor intento de independizarse de su hijo; todos sus pacientes dedicaron sus sesiones a echar pestes contra las mujeres que los habian traido al mundo.

Escucho en silencio terribles impulsos de odio asesino, a los que solo de vez en cuando agregaba algun breve comentario benevolo, evitando interrumpir la colera que fluia a borbotones del divan. Ojala alguno de sus pacientes inspirara hondo, se olvidara por un instante de la ira que sentia y comprendiera lo que en realidad era ira hacia si mismo. sabia por experiencia y formacion que, con el tiempo, tras anos de hablar con amargura en el ambiente peculiarmente distante de la consulta del analista, todos ellos, hasta el pobre, desesperado e incapacitado Roger Zimmerman, llegarian a esa conclusion por si solos.

Sin embargo, la fecha de su cumpleanos, que le recordaba de un modo muy directo su mortalidad, le hizo preguntarse si le quedaria tiempo suficiente para ver a alguno de ellos llegar a ese momento de aceptacion que constituye el eureka del analista. Su propio padre habia muerto poco despues de haber cumplido cincuenta y tres anos, con el corazon debilitado por el estres y anos de fumar sin parar, algo que le rondaba sutil y malevolamente bajo la conciencia. Asi, mientras el antipatico Roger Zimmerman gimoteaba en los ultimos minutos de la ultima sesion del dia, el estaba algo distraido y no le prestaba toda la atencion que hubiera debido. De pronto oyo el tenue triple zumbido del timbre de la sala de espera.

Era la senal establecida de que habia llegado un posible paciente. Antes de su primera sesion, se informaba a cada cliente nuevo de que, al entrar, debia hacer dos llamadas cortas, una tras otra, seguidas de una tercera, mas larga. Eso era para diferenciarlo de cualquier vendedor, lector de contador, vecino o repartidor que pudiera llegar a su puerta.

Sin cambiar de postura, echo un vistazo a su agenda, junto al reloj que tenia en la mesita situada tras la cabeza del paciente, fuera de la vista de este. A las seis de la tarde no habia ninguna anotacion. El reloj marcaba las seis menos doce minutos, y Roger Zimmerman parecio ponerse tenso en el divan.

– Creia que todos los dias yo era el ultimo.

No contesto.

– Nunca ha venido nadie despues de mi, por lo menos que yo recuerde -anadio Zimmerman-. Jamas. ?Ha cambiado las horas sin decirmelo?

Siguio sin responder.

– No me gusta la idea de que venga alguien despues de mi -espeto Zimmerman-. Quiero ser el ultimo.

– ?Por que cree que lo prefiere asi? -le pregunto por fin.

– A su manera, el ultimo es igual que el primero -contesto Zimmerman con una dureza que implicaba que cualquier idiota se daria cuenta de eso.

Asintio. Zimmerman acababa de hacer una observacion fascinante y acertada. Pero como era propio del pobre hombre, la habia hecho en el ultimo momento de la sesion. No al principio, cuando podrian haber mantenido un dialogo fructifero los cincuenta minutos restantes.

– Intente recordar eso manana -sugirio-. Podriamos empezar por ahi. Me temo que hoy se nos ha acabado el tiempo.

– ?Manana? -Zimmerman vacilo antes de levantarse-. Corrijame si me equivoco, pero manana es el ultimo dia antes de que usted empiece esas malditas vacaciones de agosto que toma cada ano. ?De que me servira eso?

Una vez mas permanecio callado y dejo que la pregunta flotara por encima de la cabeza del paciente. Zimmerman resoplo con fuerza.

– Lo mas probable es que quienquiera que este ahi fuera sea mas interesante que yo, ?verdad? -solto con amargura. Luego se incorporo en el divan y miro al analista-. No me gusta cuando algo es distinto. No me gusta nada -dijo con dureza. Le lanzo una mirada rapida y penetrante mientras se levantaba. Sacudio los hombros y dejo que una expresion de contrariedad le cruzara el semblante-. Se supone que siempre sera igual -prosiguio-. Vengo, me tumbo, empiezo a hablar. El ultimo paciente todos los dias. Es como se supone que sera. A nadie le gusta cambiar. -Suspiro, pero esta vez mas con una nota de colera que de resignacion-. Muy bien. Hasta manana, pues. La ultima sesion antes de que se marche a Paris, a Cape Cod, a Marte, o adondequiera que vaya y me deje solo.

Zimmerman se volvio con brusquedad y cruzo furibundo la pequena consulta para salir por la puerta sin mirar atras.

Permanecio un instante en el sillon escuchando el tenue sonido de los pasos del hombre enfadado que se alejaban por el pasillo exterior. Despues se levanto, resintiendose un poco de la edad, que le habia anquilosado las articulaciones y tensado los musculos durante la larga y sedentaria tarde tras el divan, y se dirigio a la entrada, una segunda puerta que daba a su modesta sala de espera.

En ciertos aspectos, esa habitacion con su diseno improbable y curioso, donde habia montado su consulta hacia decadas, era singular, y habia sido la unica razon por la que habia alquilado el piso al ano siguiente de haber terminado el periodo de residencia y el motivo de haber seguido en el mas de un cuarto de siglo.

La consulta tenia tres puertas: una que daba al recibidor, reconvertido en una pequena sala de espera; una segunda que daba directamente al pasillo del edificio, y una tercera que llevaba a la cocina, el salon y el dormitorio del resto del piso. Su consulta era una especie de isla personal con portales a esos otros mundos. Solia considerarla un espacio secundario, un puente entre realidades distintas. Eso le gustaba, porque creia que la separacion de la consulta del exterior contribuia a que su trabajo le resultara mas sencillo.

No tenia ni idea de a cual de sus pacientes se le habria ocurrido volver. Asi, de pronto, no recordaba un solo caso en que alguno lo hubiera hecho en todos sus anos de ejercicio.

Tampoco era capaz de imaginar que paciente sufriria una crisis tal que lo llevara a introducir un cambio tan inesperado en la relacion entre analista y analizado. El se basaba en la rutina; en ella y en la longevidad, con las que el peso de las palabras pronunciadas en la inviolabilidad artificial pero absoluta de la consulta se abriera finalmente paso hacia la via de la comprension. En eso Zimmerman tenia razon. Cambiar iba en contra de todo.

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