Vasili Grossman

Vida y destino

A la memoria de mi madre,

Yekaterina Savelievna Grossman.

PRIMERA PARTE

1

La niebla cubria la tierra. La luz de los faros de los automoviles reverberaba sobre la linea de alta tension que bordeaba la carretera.

No habia llovido, pero al amanecer la humedad habia calado en la tierra y, cuando el semaforo indico prohibido, una vaga mancha rojiza aparecio sobre el asfalto mojado. El aliento del campo de concentracion se percibia a muchos kilometros de distancia: los cables del tendido electrico, las carreteras, las vias ferreas, todo confluia en direccion a el, cada vez con mayor densidad. Era un espacio repleto de lineas rectas; un espacio de rectangulos y paralelogramos que resquebrajaba el cielo otonal, la tierra, la niebla.

Unas sirenas lejanas lanzaron un aullido suave y prolongado.

La carretera discurria junto a la via, y una columna de camiones cargados de sacos de cemento circulo durante un rato casi a la misma velocidad que el interminable tren de mercancias. Los choferes de los camiones, enfundados en sus capotes militares, no miraban los vagones que corrian a su lado, ni las caras borrosas y palidas que viajaban en su interior.

De la niebla emergio el recinto del campo: filas de alambradas tendidas entre postes de hormigon armado. Los barracones alineados formaban calles largas y rectilineas. Aquella uniformidad expresaba el caracter inhumano del campo.

Entre millones de isbas rusas no hay ni habra nunca dos exactamente iguales. Todo lo que vive es irrepetible. Es inconcebible que dos seres humanos, dos arbustos de rosas silvestres sean identicos… La vida se extingue alli donde existe el empeno de borrar las diferencias y las particularidades por la via de la violencia.

La mirada apresurada pero atenta del canoso maquinista seguia el desfile de los postes de hormigon, los altos pilares coronados por reflectores giratorios, las torres de observacion donde se vislumbraba, como a la luz vitrea de una farola, a los centinelas apostados detras de las ametralladoras. El maquinista guino el ojo a su ayudante; la locomotora lanzo una senal de aviso. Aparecio de repente una garita iluminada por una lampara electrica, luego una hilera de automoviles detenidos en el paso a nivel, bloqueados por una barrera a rayas y el disco del semaforo, rojo como el ojo de un toro.

De lejos se oyeron los pitidos de un tren que se acercaba. El maquinista se volvio hacia el ayudante:

– Ese es Zucker, lo reconozco por el fuerte pitido; ha descargado la mercancia y se vuelve de vacio a Munich.

El tren vacio provoco un gran estruendo al cruzarse con aquel otro tren que se dirigia al campo; el aire desgarrado chillo, las luces grises entre los vagones centellearon, y, de repente, el espacio y la luz matutina del otono, despedazada en fragmentos, se unieron en una via que avanzaba regularmente.

El ayudante del maquinista, que habia sacado un espejito del bolsillo, se examino la sucia mejilla. Con un gesto de la mano, el maquinista le pidio que se lo pasara.

– Francamente, Genosse [1] Apfel -le dijo el ayudante, excitado-, de no ser por la maldita desinfeccion de los vagones podriamos haber regresado a la hora de la comida y no a las cuatro de la madrugada, muertos de cansancio. Como si no pudieran hacerlo aqui, en el deposito.

Al viejo le aburrian las sempiternas quejas sobre la desinfeccion.

– Da un buen pitido -dijo-, nos mandan directamente a la plataforma de descarga principal.

2

En el campo de concentracion aleman, Mijail Sidorovich Mostovskoi tuvo oportunidad, por vez primera despues del Segundo Congreso del Komintern, de aplicar su conocimiento de lenguas extranjeras. Antes de la guerra, cuando vivia en Leningrado, habia tenido escasas ocasiones de hablar con extranjeros. Ahora recordaba los anos de emigracion que habia pasado en Londres y en Suiza, donde el y otros camaradas revolucionarios hablaban, discutian, cantaban en muchas lenguas europeas.

Guardi, el sacerdote italiano que ocupaba el catre junto a Mostovskoi, le habia explicado que en el Lager vivian hombres de cincuenta y seis nacionalidades.

Las decenas de miles de habitantes de los barracones del campo compartian el mismo destino, el mismo color de tez, la misma ropa, el mismo paso extenuado, la misma sopa a base de nabo y sucedaneo de sagu que los presos rusos llamaban «ojo de pescado».

Para las autoridades del campo, los prisioneros solo se distinguian por el numero y el color de la franja de tela que llevaban cosida a la chaqueta: roja para los prisioneros politicos, negra para los saboteadores, verde para los ladrones y asesinos.

Aquella muchedumbre plurilingue no se comprendia entre si, pero todos estaban unidos por un destino comun. Especialistas en fisica molecular o en manuscritos antiguos yacian en el mismo camastro junto a campesinos italianos o pastores croatas incapaces de escribir su propio nombre. Un hombre que antes pedia el desayuno a su cocinero y cuya falta de apetito inquietaba al ama de llaves, ahora marchaba al trabajo al lado de aquel otro que toda su vida se habia alimentado a base de bacalao salado. Sus suelas de madera producian el mismo ruido al chocar contra el suelo y ambos miraban a su alrededor con la misma ansiedad para ver si llegaban los Kosttrager, los portadores de los bidones de comida, los «kostrigui» como los llamaban los prisioneros rusos.

Los destinos de los hombres del campo, a pesar de su diversidad, acababan por semejarse. Tanto si su vision del pasado se asociaba a un pequeno jardin situado al borde de una polvorienta carretera italiana, como si estaba ligada al bramido hurano del mar del Norte o a la pantalla de papel anaranjado en la casa de un encargado en las afueras de Bobruisk, para todos los prisioneros, del primero al ultimo, el pasado era maravilloso.

Cuanto mas dura habia sido la vida de un hombre antes del campo, mayor era el fervor con el que mentia. Aquellos embustes no servian a ningun objetivo practico; mas bien representaban un himno a la libertad: un hombre fuera del campo no podia ser desgraciado…

Antes de la guerra aquel campo se denominaba campo para criminales politicos.

El nacionalsocialismo habia creado un nuevo tipo de prisioneros politicos: los criminales que no habian cometido ningun crimen.

Muchos ciudadanos iban a parar al campo por haber contado un chiste de contenido politico o por haber expresado una observacion critica al regimen hitleriano en una conversacion entre amigos. No habian hecho circular octavillas, no habian participado en reuniones clandestinas. Se los acusaba de ser sospechosos de poder hacerlo.

La reclusion de prisioneros de guerra en los campos de concentracion para prisioneros politicos era otra de las innovaciones del fascismo. Alli convivian pilotos ingleses y americanos abatidos sobre territorio aleman,

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