J. M. G. Le Clezio

El africano

Titulo original: L’Africain

Traduccion: Juana Bignozzi

Todo ser humano es el resultado de un padre y de una madre. Se puede no reconocerlos, no quererlos, se puede dudar de ellos. Pero estan alli, con su cara, sus actitudes, sus modales y sus manias, sus ilusiones, sus esperanzas, la forma de sus manos y de los dedos del pie, el color de sus ojos y de su pelo, su manera de hablar, sus pensamientos, probablemente la edad de su muerte, todo esto ha pasado a nosotros.

Durante mucho tiempo imagine que mi madre era negra. Me habia inventado una historia, un pasado, para huir de la realidad a mi regreso de Africa, a este pais, a esta ciudad donde no conocia a nadie, donde me habia convertido en un extranjero. Mas tarde descubri, cuando mi padre, al jubilarse, volvio a vivir con nosotros en Francia, que el africano era el. Fue dificil de admitirlo. Debi retroceder, recomenzar, tratar de comprender. En recuerdo de todo eso he escrito este pequeno libro.

El cuerpo

Tengo algunas cosas que decir del rostro que recibi al nacer. En primer lugar, que debi aceptarlo. Aceptar que no lo queria habria sido darle una importancia que no tenia cuando era un nino. No lo odiaba, lo ignoraba, lo evitaba. No lo miraba en los espejos. Durante anos crei que nunca lo habia visto. En las fotos, apartaba los ojos, como si otro me hubiera reemplazado.

Mas o menos a los ocho anos vivi en el Africa occidental, en Nigeria, en una region bastante aislada donde, fuera de mi madre y de mi padre, no habia europeos y, para el nino que yo era, toda la humanidad se componia unicamente de ibos y de yorubas. En la cabana en la que viviamos (la palabra cabana tiene algo colonial que hoy puede chocar, pero que describe muy bien la vivienda oficial que el gobierno ingles habia previsto para los medicos militares, una losa de cemento para el suelo, cuatro paredes de piedra sin revestimiento, un techo de chapa ondulada cubierto de hojas, ninguna decoracion, hamacas colgadas de las paredes para servir de camas y, unica concesion al lujo, una ducha conectada por tubos de hierro a un deposito en el techo que calentaba el sol), en esa cabana, pues, no habia espejos, ni cuadros, nada que pudiera recordarnos el mundo en el que habiamos vivido hasta entonces. Un crucifijo que mi padre habia colgado de la pared, pero sin representacion humana. Alli aprendi a olvidar. Creo que la desaparicion de mi cara, y de las caras de todos los que estaban alrededor de mi, data de la entrada en esa casa, en Ogoja.

De esa epoca, para decirlo de manera consecutiva, data la aparicion de los cuerpos. Mi cuerpo, el cuerpo de mi madre, el cuerpo de mi hermano, el cuerpo de los muchachos de la vecindad con los que jugaba, el cuerpo de las mujeres africanas en los caminos, alrededor de la casa, o bien en el mercado, cerca del rio. Su estatura, sus pechos pesados, la piel brillante de su espalda. El sexo de los muchachos, su glande rosa circuncidado. Rostros sin duda, pero como mascaras de cuero, endurecidos, cosidos de cicatrices y de marcas rituales. Sus vientres prominentes, el boton del ombligo semejante a un guijarro cosido a la piel. Tambien el olor de los cuerpos, su tacto, la piel no aspera sino calida y fina, erizada de miles de pelos. Tengo esa impresion de gran proximidad, del numero de cuerpos alrededor de mi, algo que no habia conocido antes, algo nuevo y familiar a la vez, que excluia el miedo.

Rio, Ahoada (Nigeria)

En Africa, el impudor del cuerpo era magnifico. Creaba distancia, profundidad, multiplicaba las sensaciones, tejia una red humana alrededor de mi. Armonizaba con el pais ibo, con el trazado del rio Aiya, con las chozas del pueblo, sus techos color leonado, sus paredes color tierra. Brillaba en esos nombres que entraban en mi y que significaban mas que nombres de lugares: Ogoja, Abakaliki, Enugu, Obudu, Baterik, Ogrude, Obubra. Impregnaba la muralla de la selva lluviosa que nos rodeaba por todas partes.

Cuando se es nino no se usan palabras (y las palabras no estan usadas). En esa epoca estaba muy lejos de los adjetivos, de los sustantivos. No podia decir, ni siquiera pensar: admirable, inmenso, potente. Pero era capaz de sentirlos. Hasta que punto los arboles de troncos rectilineos se alzaban hacia la boveda nocturna cerrada encima de mi, que abrigaba como en un tunel la brecha ensangrentada de la ruta de laterita que iba de Ogoja hacia Obudu, hasta que punto en los claros de los pueblos sentia los cuerpos desnudos, brillantes de sudor, las siluetas anchas de las mujeres, los ninos colgados de sus caderas, todo esto que formaba un conjunto coherente, desprovisto de mentira.

Me acuerdo muy bien de la entrada en Obudu: la ruta salio de la sombra de la selva y entro recta en el pueblo, a pleno sol. Mi padre detuvo su auto, con mi madre debieron hablarles a los oficiales. Estaba solo en medio de la multitud y no tenia miedo. Las manos me tocaban, pasaban por mis brazos, por mis cabellos alrededor del borde de mi sombrero. Entre los que se amontonaban alrededor de mi, habia una mujer vieja, en fin, no sabia si era vieja. Supongo que lo primero que note fue su edad, porque era diferente de los ninos desnudos y de los hombres y mujeres vestidos mas o menos a la occidental que vi en Ogoja. Cuando mi madre volvio (tal vez vagamente inquieta por ese gentio), le mostre a esa mujer: '?Que tiene? ?Esta enferma?'. Recuerdo esa pregunta que le hice a mi madre. El cuerpo desnudo de esa mujer, lleno de pliegues, de arrugas, su piel como un odre desinflado, sus senos alargados y flaccidos que colgaban sobre el vientre, su piel resquebrajada, opaca, un poco gris, todo me parecio extrano y al mismo tiempo verdadero. ?Como hubiera podido imaginar que esa mujer era mi abuela? Y no senti horror ni piedad, sino, por el contrario, amor e interes, los que suscitan la vista de la verdad, de la realidad vivida. Solo recuerdo esta pregunta: '?Esta enferma?'. Todavia hoy me quema extranamente como si el tiempo no hubiera pasado. Y no la respuesta -sin duda tranquilizadora, tal vez un poco molesta- de mi madre: 'No, no esta enferma, es vieja, eso es todo'. La vejez, sin duda mas chocante para un nino en el cuerpo de una mujer, ya que todavia, ya que siempre, en Europa, en Francia, pais de fajas y polleras, de corpinos y combinaciones, las mujeres por lo comun estan exentas de la enfermedad de la edad.

Hoggar, inscripciones en tamacheq

Todavia siento el rubor en mis mejillas que acompano esa pregunta ingenua y la respuesta brutal de mi madre, como una cachetada. Todo ha permanecido en mi sin respuesta. La pregunta no era sin duda: ?Por que esta mujer se ha vuelto asi, gastada y deformada por la vejez?, sino: ?Por que me han mentido? ?Por que me han ocultado esta verdad?

Africa era el cuerpo mas que la cara. Era la violencia de las sensaciones, la violencia de los apetitos, la violencia de las estaciones. El primer recuerdo que tengo de ese continente es el de mi cuerpo cubierto por una erupcion de pequenas ampollas, la fiebre miliar, que me causo el calor extremo, una enfermedad benigna que afecta a los blancos cuando entran en la zona ecuatorial, que en frances tiene el nombre comico de bourbouille y en ingles prickly heat. Estoy en el camarote del barco que bordea lentamente la costa, frente a Conakry, Freetown, Monrovia, desnudo en la colchoneta, con el ojo de buey abierto al aire humedo, el cuerpo espolvoreado con talco, con la impresion de estar en un sarcofago invisible, o de haber sido apresado como un pescado en la red, enharinado para freirlo. Africa que me quitaba mi cara me devolvia un cuerpo, doloroso, afiebrado, ese cuerpo que Francia me habia ocultado en la dulzura

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