Eran los de la banda del Botines y ya era la tercera vez que pasaban esta tarde. No eran de los Mas malos, aunque tampoco fueran buena gente. Pero ahora no me asustaban lo mas minimo, porque nada podia ser peor para mi que el hecho de que mi padre no me quisiera; y ese temor insoportable me apretujaba el corazon y me inundaba la cabeza, no dejandome espacio para ningun otro miedo. Asi que les devolvi la mirada, desdenosa, y ellos se marcharon por la calle Ancha dandole patadas a una lata.

Algo suave y tibio se froto contra mis piernas. Era un gato, no, una gata, tal vez uno de los animales de mi abuela. Los felinos se habian dispersado despues del incendio y ya no habiamos vuelto a verlos. Pero esta gatita carinosa me parecia conocida: le rasque la barbilla, le levante la cara. Esas orejas triangulares pintadas de blanco en la punta, las rayas de suave gris y blanco sobre el lomo… Estaba muy delgada, casi esqueletica, pero sin duda era Lucy Annabel Plympton.

– Mi querida Lucy, cuanto tiempo sin verte… -dije en voz alta, rascandole la escualida barriga. Y luego anadi, porque dona Barbara siempre quiso que se repitieran los nombres enteros-: Lucy Annabel Plympton.

La gata ronroneo encantada. Recordaba perfectamente la tarde que habiamos visto su nombre en el cementerio. Fue en una lapida muy vieja, rajada por la mitad y con moho en las fisuras. «Lucy Annabel Plympton,», decia la inscripcion de la piedra: «Amante del arbol y del viento y del agua, de los pajaros y de las flores y de las bestias amigables». Una bestia amigable era la gata, que ahora se estiraba y rodaba juguetonamente por el suelo. De modo que Lucy tenia mas o menos dieciocho anos al morir. ?Que era la muerte? Yo ya sabia lo que era la muerte. Habia visto al Buga y a la abuela. Era no ver, no oler, no tocar, no estar. Era desaparecer para siempre jamas. Un vertigo, un miedo mayor que el de las escaleras mas oscuras, o el de cruzar el club entre tinieblas. Pero eso solo les sucedia a los otros. Yo no podia morir: era una nina. La gata me lamio un tobillo, maullo una vez y se marcho corriendo.

Me acorde entonces, no se por que, de la foto que mi padre me habia dado. ?Como habia podido olvidarme de ella durante tanto tiempo? Me temblaba la mano de excitacion cuando la saque del bolsillo de la falda. Era un carton duro y amarillento, no como las fotos modernas; y tenia un color desvaido y tostado, como la de la enana Lucia Zarate.

Mire la imagen con atencion a la luz de la farola. Era una nina mas o menos de mi edad, con el pelo rizado y despeinado, movido por el viento. ?No habia dicho mi padre que era una foto de mi abuela? Pero no se parecia a dona Barbara. La nina era delgada y fuerte; vestia una especie de combinacion de algodon con encajes que le llegaba a media pierna y que tambien flameaba al aire, y unos calcetines, solo calcetines, no zapatos, todos arrugados en los tobillos y quiza mojados. Tambien los bajos de la combinacion parecian empapados: la tela se adheria a su pierna derecha. La nina estaba de pie sobre la arena fina de una playa vacia y a sus espaldas se veia la linea mas oscura de un mar espumeante. Miraba de frente la chica y sonreia alegre y orgullosa, envuelta en esa brisa humeda que debia oler a verano y a peces: las cejas altas, los ojos achinados, la barbilla redonda. Una mano de hielo me apreto el estomago:

No se parecia a dona Barbara, sino a mi. La nina llevaba al cuello una bola de vidrio. Mi bola de vidrio, la que la abuela me habia regalado, con el mismo y diminuto espiritu turbio congelado dentro del cristal. Me lleve la mano al pecho y toque la esfera suavemente: seguia estando fria, como siempre. La nina llevaba la cadena de la bola como Yo, con una doble vuelta: tambien debia de ser demasiado larga para ella. A sus espaldas, el mar relucia reflejando un sol que no estaba en la foto. Habia una dedicatoria en una esquina, escrita con una tinta un poco corrida y con una letra infantil y redonda: «Para mi querido Papa de su pequena Baba».

Me meti la foto en el bolsillo y la empuje con fuerza hacia abajo, contra la tela del fondo, hasta que el viejo carton crujio bajo mis dedos. De repente me irritaba esa nina, ese retrato que mi padre habia llevado en su cartera, ese viento, ese mar, esa dedicatoria estupida. Saque de nuevo la foto; se habia abarquillado y en el enves habian aparecido algunas fisuras. Me incline sobre el estanque: un palmo de agua negra, botes de cerveza arrugados, vidrios ro- tos, plasticos flotando, una bota de nino varada en mitad de la pileta sobre un revoltijo de trapos sucios. Abri los dedos y deje caer el retrato. Se quedo en la superficie, con la parte abarquillada hacia arriba. Bati un poco el agua con las manos, creando una ligera corriente que se llevo la foto hacia el centro del es- tanque, como un barquito. Alli empezo a escorarse poco a poco: el carton debia de estarse empapando. Se hundia el barquito en la estela de luz que la farola pintaba sobre el agua podrida, lo mismo que el sol pintaba caminos relucientes sobre los mares vivos. Pense en mi padre, en si se molestaria por lo que yo habia hecho con el retrato. Pero el me lo habia dado.

Mire hacia nuestra calle y estaba oscura, sin que nadie apareciera por la esquina. Mire hacia la fotografia y ya no estaba. Suspire y me seque las manos con la falda. Segui esperando.

Llevaba sentada en el duro reborde un tiempo incalculable y me dolia la espalda. Me puse en pie y camine un poco; casi sin darme cuenta me encontre en la esquina de nuestra calle. Desde alli se veia, alla al fondo, la puerta del club, que estaba bien cerrada. Me asusto mi propia temeridad: no queria que mi padre me descubriera espiandole de nuevo y retrocedi unos cuantos pasos apresuradamente. Me quede de pie en mitad de la glorieta irregular, lejos de la esquina y del estanque, en una tierra de nadie a la que apenas si llegaba la luz de la farola. La cara me ardia alli donde mi padre me habia acariciado con su dedo, como si tuviera la mejilla tajada, la piel herida. Por encima de mi cabeza habia un cielo redondo y liquido, un placido lago de aire negro reluciente de estrellas. Chisporroteaban en silencio sobre mi, hermosos fuegos frios; y yo era el centro de todo ese derroche de energia. La Tierra oscura y tibia, dormida bajo mis pies, me sostenia.

Entonces sucedio, entonces fue el prodigio. Oi un estampido a mis espaldas y el cielo enrojecio. Me volvi y ahi estaba, en una esquina de la noche, sobre los edificios, tronando y restallando como para avisar de su llegada, incendiada de colores, una masa llameante y poderosa, aun mas bella y mas impresionante que en la foto del baul: era la Estrella de la enana.

La reconoci enseguida, supe que era ella, no podia ser otra, la Estrella magica de la Vida Feliz, una bola de fuego cegadora que devoraba toda la oscuridad. Trono la Estrella nuevamente y de subito estallo en mil pedazos, mil estrellas menores, ascuas vivas. Yo asistia embelesada a esa lluvia de oro y vi caer una tras otra las lagrimas de fuego y apagarse en las sombras, Al fin el cielo se vacio, el aire se calmo, la noche volvio a remansarse en su negrura. Me quede temblando en medio de la plaza, que ahora parecia tan mortecina y fea tras el prodigio. Hablaban los vecinos con gran excitacion, asomados a los portales y las ventanas, sin saber que lo que habia sucedido era por mi y que eso que habian visto era mi Estrella, que habia venido desde los remotos cielos siderales para demostrarme que la vida era dulce y que los deseos siempre se cumplian. Alguien rego unos tiestos de geranios, cayo una cortina de gotas sobre el suelo, se respiro el olor verde y vivo de las plantas. Arriba, en la noche recien apagada, una media luna suave y perezosa navegaba en un pequeno mar de nubes. Tanta vida por delante, y toda mia. Y asi, tranquila al fin, regrese al aspero borde del estanque y me sente a esperar que volviera mi padre.

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