Belinda Alexandra

La gardenia blanca de Shanghai

Para mi familia

PRIMERA PARTE

1

HARBIN, CHINA

Nosotros, los rusos, creemos que si un cuchillo se cae de la mesa, se aproxima la llegada de un visitante varon, y que un ave que entra volando en una habitacion es la senal de la muerte inminente de alguien cercano. Sin embargo, ningun presagio de cuchillos tirados al suelo o de aves extraviadas me previno cuando ambos acontecimientos tuvieron lugar en 1945, cerca de mi decimotercer cumpleanos.

El general aparecio el decimo dia tras la muerte de mi padre. Mi madre y yo nos manteniamos ocupadas retirando las cortinas de seda negra que habian adornado los espejos y los cuadros durante los nueve dias de luto. El recuerdo de mi madre aquel dia nunca se me borrara de la memoria. Su piel marfil bordeada por mechones de cabello oscuro, los pendientes de perla en los lobulos de las orejas y sus ardientes ojos color ambar forman una nitida fotografia ante mi: mi madre, una viuda de treinta y tres anos.

Recuerdo sus delgados dedos doblando la tela negra con una languidez que no era habitual en ella. Pero entonces, ambas estabamos profundamente conmocionadas por nuestra perdida. Cuando mi padre se fue la manana de su muerte, le brillaban los ojos mientras sus labios acariciaban mis mejillas con besos de despedida. No podia imaginarme que, la siguiente vez que lo viera, estaria dentro de un pesado ataud de roble, con los ojos cerrados y el rostro encerado y distante a causa de la muerte. La parte inferior del ataud permanecia cerrada para ocultar sus piernas, mutiladas en el mortal accidente de coche.

La noche en la que se instalo el cuerpo de mi padre en el recibidor, con cirios blancos a ambos lados del ataud, mi madre cerro con llave las puertas del garaje y les coloco una cadena con un candado. La observe desde la ventana de mi cuarto mientras caminaba arriba y abajo frente a la puerta del garaje y movia los labios como si estuviera conjurando un silencioso encantamiento. De vez en cuando, se detenia y se colocaba el pelo por detras de las orejas, como si estuviera escuchando algo, pero despues sacudia la cabeza y continuaba paseandose. A la manana siguiente, sali sigilosamente para mirar la cadena y el candado. Comprendi lo que habia hecho: cerrar con la misma firmeza las puertas del garaje con la que nosotras tendriamos que habernos asido a mi padre, de haber sabido que permitirle conducir bajo la copiosa lluvia significaria dejarle marchar para siempre.

En los dias posteriores al accidente, nuestro dolor se difumino a causa del flujo constante de visitas de nuestros amigos rusos y chinos. Llegaban y se iban cada hora, andando o en rickshaws, [1] dejaban sus granjas vecinas o casas de la ciudad para llenar nuestro hogar con el aroma del pollo asado y el murmullo de las condolencias. Los que venian del campo acudian cargados de regalos, como pan y bollos, o flores silvestres que habian sobrevivido a las heladas tempranas de Harbin, mientras que los que venian de la ciudad traian marfil y seda; una manera educada de darnos dinero, ya que, sin mi padre, mi madre y yo nos enfrentariamos a tiempos dificiles.

Luego celebramos el entierro. El sacerdote, de facciones surcadas y nudosas como un viejo arbol, trazo el signo de la cruz en el aire glacial antes de que clavaran la tapa del ataud. Los rusos de anchas espaldas hundieron sus palas en el suelo y arrojaron paladas de tierra congelada dentro de la tumba. Trabajaron duro con las mandibulas apretadas y los ojos bajos, con el sudor resbalandoles por el rostro, ya fuera para mostrar respeto por mi padre o para ganarse la admiracion de la joven viuda. Mientras tanto, nuestros vecinos chinos se mantenian a respetuosa distancia en el exterior de las puertas del cementerio, comprensivos, pero recelosos de la costumbre que teniamos de enterrar a nuestros seres queridos abandonandoles asi a la merced de los elementos.

Mas tarde, los asistentes al funeral volvieron a reunirse en nuestro hogar, una casa de madera que mi padre habia construido con sus propias manos despues de huir de Rusia y de la Revolucion. En el velatorio, nos sentamos a tomar pasteles de semola y te servido con un samovar. Originalmente, la casa era un chale de tejado inclinado con las chimeneas sobresaliendo de los aleros, pero, despues de casarse con mi madre, mi padre construyo seis habitaciones mas y una segunda altura, que lleno de armarios lacados, sillas antiguas y tapices. Tallo marcos ornamentales en las ventanas, levanto una gruesa chimenea y pinto las paredes de amarillo boton de oro, como el palacio de verano del zar. Los hombres como mi padre hacian de Harbin lo que era: una ciudad china llena de nobleza rusa expatriada. Gente que trataba de recrear el mundo que habia perdido mediante esculturas de hielo y bailes de invierno.

Despues de que nuestros invitados dijeran todo lo que se podia decir, segui a mi madre hasta la puerta para verles marcharse. Mientras se ponian los abrigos y sombreros, me percate de que mis patines de hielo estaban colgados en un perchero de la entrada principal. La cuchilla izquierda estaba suelta y me acorde de que mi padre habia tratado de fijarla antes del invierno. La paralisis de los ultimos dias dio paso a un dolor tan agudo que me danaba las costillas y me revolvia el estomago. Cerre los ojos con fuerza para luchar contra aquel dolor. Observe el cielo azul que se precipitaba sobre mi y un debil sol de invierno que relucia en el hielo. El recuerdo del ano anterior volvio a mi mente. El rio Songhua solidificado; el griterio alegre de los ninos esforzandose por mantenerse de pie sobre sus patines; los jovenes amantes deslizandose por parejas y los ancianos arrastrando los pies por el centro del rio para buscar peces en las zonas donde la capa de hielo era mas delgada.

Mi padre me subio a sus hombros; las cuchillas de sus patines aranaban la superficie por el peso anadido. El cielo se convirtio en un borron aguamarina y blanco. La cabeza me daba vueltas de la risa.

– Bajame, papa -dije, sonriendo abiertamente a sus ojos azules-. Quiero mostrarte algo.

Me bajo, pero no me solto hasta haberse asegurado de que yo era capaz de mantener el equilibrio. Busque una zona despejada y patine hasta ella, levantando una pierna del hielo y girando como una marioneta.

– ?Harasho, harasho! -exclamo mi padre aplaudiendo. Se restrego la mano enguantada por el rostro y me dedico una sonrisa tan amplia que las lineas de expresion de su rostro parecieron cobrar vida. Mi padre era mucho mayor que mi madre, acabo sus estudios universitarios el ano en que ella nacio. Fue el mas joven de los coroneles del Ejercito Blanco y, de alguna manera, muchos anos despues, sus gestos seguian teniendo una mezcla de entusiasmo juvenil y de precision militar.

Estiro los brazos y los abrio hacia mi para que patinara hasta donde el estaba, pero yo queria volver a exhibirme. Me impulse aun mas fuerte y comence a girar, pero mi cuchilla tropezo contra un bache y el pie se me doblo. Mi cadera choco contra el hielo y expulse todo el aire que tenia en los pulmones.

Mi padre estaba junto a mi en un instante. Me cogio y patino hacia la orilla del rio conmigo en brazos. Me sento en el tronco de un arbol caido y me paso las manos sobre los hombros y las costillas antes de quitarme la bota rota.

– No hay fracturas -dijo, moviendo el pie entre las manos.

El aire era glacial y mi padre me froto la piel para calentarla. Mire fijamente los mechones de pelo blanco que se mezclaban con su cabello color jengibre en la coronilla, y me mordi los labios. Las lagrimas de mis ojos no se debian al dolor, sino a la humillacion de haberme puesto en ridiculo. Mi padre apreto el dedo pulgar contra la zona hinchada del tobillo y yo me estremeci. Ya se estaba empezando a formar un moraton debido al golpe.

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