– Anya, eres como una gardenia blanca -me dijo sonriendo-. Bella y pura. Pero tenemos que tratarte con cuidado, porque te magullas con facilidad.

Apoye la cabeza en su hombro, a punto de reir, pero llorando al mismo tiempo.

Una lagrima me salpico la muneca y resbalo hasta las baldosas de la entrada. Me seque rapidamente la cara antes de que mi madre se diera la vuelta. Los invitados estaban saliendo, les saludamos con la mano una vez mas y les dijimos «Da svidaniya» antes de apagar las luces. Mi madre cogio uno de los cirios funerarios del recibidor y nos dirigimos a la planta de arriba, guiadas por el suave resplandor. La llama temblo y note la rapidez de la respiracion de mi madre en la piel. Pero temia mirarla y contemplar su sufrimiento. Se me hacia tan duro soportar su dolor como el mio propio. Le di un beso de buenas noches en la puerta de su cuarto y me apresure escaleras arriba hacia mi habitacion, que estaba en el desvan, para dejarme caer inmediatamente despues en la cama y cubrirme la cabeza con la almohada, para que no me oyera sollozar. El hombre que habia dicho que yo era una gardenia blanca, que me habia llevado en sus hombros y me habia hecho girar hasta que la cabeza me habia dado vueltas de la risa, no volveria nunca mas.

Una vez que la epoca de luto oficial hubo terminado, todo el mundo parecio dispersarse de nuevo en sus respectivas vidas cotidianas. Mi madre y yo nos quedamos desamparadas, dejadas a nuestra suerte para aprender a vivir de nuevo.

Tras doblar las telas y amontonarlas en el armario ropero, mi madre decidio que debiamos llevar flores al cerezo favorito de mi padre. Mientras me ayudaba con los cordones de las botas, escuchamos como ladraban nuestros perros Sasha y Gogle. Me apresure a acercarme a la ventana, suponiendo que seria otro grupo de personas que venian a darnos el pesame, pero distingui a dos soldados japoneses que esperaban junto a la verja. Uno era de mediana edad, y llevaba un sable colgado del cinturon y grandes botas de general. Su cara cuadrangular de expresion solemne estaba marcada por profundas arrugas, pero hizo ademan de sonreir con las comisuras de la boca cuando se fijo en los huskies que correteaban junto a la verja.

Desde una rendija en la puerta principal entrevi como mi madre hablaba con los hombres: primero trato de hacerlo despacio en ruso y luego en chino. El soldado mas joven parecia entender el chino con facilidad, mientras que el general dirigia la mirada hacia el patio y la casa, y solamente prestaba atencion cuando su ayudante le traducia las respuestas de mi madre. Le estaban pidiendo algo y hacian reverencias al final de cada frase. Esta muestra de cortesia, que normalmente no se empleaba con los extranjeros que residian en China, parecia poner a mi madre aun mas incomoda. Asentia con la cabeza, pero su miedo se delataba en que se le sonrojaba la piel alrededor del cuello, y le temblaban los dedos mientras retorcia y tiraba de los punos de sus mangas.

En los ultimos meses, muchos rusos habian recibido visitas similares. El alto mando japones y sus asistentes se habian ido trasladando a los hogares de la gente, en lugar de vivir en el cuartel del ejercito. En parte, lo hacian para protegerles de los ataques aereos de los aliados, pero tambien para sofocar cualquier movimiento de resistencia local de los rusos blancos convertidos a sovieticos, o bien, de los simpatizantes de los chinos. La unica persona que conociamos que los habia rechazado era un amigo de mi padre, el profesor Akimov, que poseia un apartamento en Modegow. Desaparecio una noche y nunca volvimos a oir de el. Sin embargo, esta era la primera vez que se habian alejado tanto del centro de la ciudad.

El general murmuro algo a su ayudante, y cuando vi que mi madre tranquilizaba a los perros y abria la verja, me escabulli hacia el interior de la casa y me escondi bajo un sillon, presionando mi rostro contra las frias baldosas del recibidor. Primero entro mi madre y sostuvo la puerta para dejar paso al general. El se limpio las botas antes de pasar al interior y coloco el sombrero en la mesa que estaba junto a mi. Escuche como mi madre lo conducia hacia el salon. Murmullaba frases en japones como muestra de su aprobacion y, aunque ella seguia intentando trabar una conversacion elemental en ruso y chino, el no parecia entenderla. Me preguntaba por que habria dejado a su ayudante junto a la verja. Mi madre y el general se dirigieron a la planta de arriba, y pude oir el crujido del suelo en la habitacion desocupada y el sonido de los armarios abriendose y cerrandose. Cuando regresaron, el general parecia complacido, pero la ansiedad de mi madre se habia desplazado hasta sus pies: trasladaba el peso de uno a otro y golpeaba el suelo con el zapato. El general hizo una reverencia y murmuro «Doomo arigatoo gozaimashita». Gracias. Cuando recogio el sombrero, noto mi presencia. Sus ojos no eran como los del resto de los soldados japoneses que yo habia visto hasta entonces. Eran grandes y saltones, y cuando los abrio mucho y me sonrio, las arrugas de su frente se comprimieron hacia el nacimiento del pelo, confiriendole el aspecto de un enorme y simpatico sapo.

Todos los domingos, mi madre, mi padre y yo nos reuniamos en casa de nuestros vecinos, Boris y Olga Pomerantsev, para comer borscht y pan de centeno. Eran una pareja de ancianos que se habia dedicado toda la vida a vender los productos agricolas que producia, pero los dos eran muy sociables y mostraban interes por mejorar sus conocimientos, por lo que a menudo invitaban a sus conocidos chinos a que se sumaran a nuestras reuniones. Hasta la invasion japonesa, dichas reuniones solian ser muy animadas, con musica y lecturas de Pushkin, Tolstoi y poetas chinos; sin embargo, a medida que la ocupacion se volvio mas represiva, la animacion de estos encuentros fue atenuandose. Todos los ciudadanos chinos estaban bajo continua vigilancia, y cualquiera que abandonara la ciudad debia mostrar su documentacion y bajarse de su automovil o rickshaw para postrarse ante los guardias japoneses si queria seguir su camino. El senor y la senora Liu eran los unicos chinos que estaban dispuestos a hacerlo por un acontecimiento social diferente de un funeral o una boda.

En otra epoca, los Liu habian poseido una prospera industria, pero los japoneses ocuparon su fabrica de algodon, por lo que sobrevivian solo gracias a que habian sido lo suficientemente prudentes como para no gastar todo lo que habian ganado.

El domingo siguiente a que terminara el luto por mi padre, mi madre espero hasta despues de la comida para hablarles a nuestros amigos sobre el general. Susurraba con voz entrecortada, mientras pasaba las manos por encima del mantel de encaje que Olga utilizaba para las ocasiones especiales y miraba de soslayo a la hermana del senor Liu, Ying-ying. La joven dormitaba en un sillon cerca de la puerta de la cocina, mientras respiraba pesadamente y un hilo de saliva le colgaba de la barbilla. Era poco comun que el senor Liu trajera a su hermana en esas ocasiones, preferia dejarla al cuidado de sus hijas mayores siempre que el y su mujer salian de casa. No obstante, parecia que la depresion de Ying-ying se estaba agravando: pasaba de estar indiferente durante dias a sufrir repentinos arrebatos de llanto y a aranarse la piel de los brazos hasta sangrar. El senor Liu la habia sedado con hierbas chinas y la habia traido con el, porque no confiaba en que sus hijos pudieran hacer frente a la situacion.

Mi madre nos hablo escogiendo las palabras con cuidado, pero su ensayada tranquilidad no hizo mas que empeorar la sensacion de desazon de mi estomago. Nos explico que el general iba a alquilar la habitacion desocupada de nuestra casa. Subrayo la importancia de que su cuartel general estuviera en otro pueblo a cierta distancia, y de que pasaria la mayor parte del tiempo en el, de manera que no nos impondria su presencia constantemente. Nos explico que habian acordado que ningun soldado o agregado militar podria visitar la casa.

– ?Lina! ?No! -exclamo Olga-. ?Precisamente esa gente!

El rostro de mi madre palidecio.

– ?Como puedo rechazarle? Si lo hago, perdere la casa. Lo perdere todo. Tengo que pensar en Anya.

– Mejor no tener casa a vivir con esos monstruos -replico Olga-. Anya y tu podeis venir a vivir aqui.

Boris apreto el hombro de mi madre con su mano de labrador, rosacea y callosa:

– Olga, Lina perdera mucho mas que la casa si se niega.

Mi madre levanto la cabeza hacia los Liu, disculpandose con la mirada, y dijo:

– Mis amigos chinos no lo veran con buenos ojos.

La senora Liu bajo la vista, pero su marido dirigio la atencion hacia su hermana, que se removia y farfullaba una serie de nombres mientras dormitaba. Eran siempre los mismos nombres, independientemente de que Ying- ying los gritara mientras la senora Liu y sus hijas la sujetaban en la consulta del medico, o los exclamara entre sollozos antes de caer en uno de sus trances comatosos. Habia llegado de Nanking con el resto de los refugiados heridos y arruinados que habian huido de la ciudad tras la invasion japonesa. Los nombres que pronunciaba eran

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