Luis Gasulla

Conquista salvaje

Capitulo I

1

El unico indicio del vasto incendio que asolaba los bosques milenarios lo ofrecia el sangriento resplandor que flotaba detras de las montanas, coronandolas con una singular claridad. El reflejo, vivo y radiante sobre el cielo inmediato, se amortiguaba luego diluyendose de nube en nube. Sobre las pampas centrales semejaba todavia un prolongado crepusculo bermejo. Mas alla el fuego se denunciaba apenas en un leve centelleo, igual al indeciso crecer del dia. Desde las costas del golfo Grande, podia vislumbrarse el horizonte cortado por los cerros desiguales, en el que resplandecia un aura palidamente rosada diluida por el gris violento del humo que ascendia pesadamente al cielo.

Pero pasando las mesetas del Senguerr las senales del desastre se multiplicaban; lenguas de fuego sobrepasaban las alturas que guardaban el gran lago Escondido y el humo formaba un techo sombrio sobre la region de las pampas, donde el sol, perdido en un cielo de cenizas, fatigaba su curso.

Grandes bandadas de avutardas huian al sur y al este, aumentando con sus gritos discordantes el desconcierto del exodo. Gallardas bandurrias volando sumamente bajo, casi rozando las anchas hojas de la nalca 1, las seguian, y en un plano mas elevado los solitarios cisnes se unian en el vuelo. Garzas rosadas en inseparables parejas batian con ritmo sus alas incansables. Igual a un guerrero altivo y desdenoso que desafiara la hecatombe, un aguila blanca, deidad sagrada de los indios, planeaba en cenidos circulos sobre el dilatado incendio, manteniendose a una gran altura como una atalaya del cielo.

Las aguas cristalinas del Senguerr, que pocas leguas al oeste nacian en el lago, arrastraban fragmentos de araucarias, lengas y cipreses mutilados por el fuego. Aquellos restos de los titanes del bosque bajaban chocando entre si; ora rectos en la corriente como humeantes canoas sin remeros, ora dando tumbos, girando sobre un eje caprichoso. Algunos chocando de frente con las rocas enclavadas en el rio, se elevaban violentamente ante el obstaculo, manteniendose por un instante verticales para caer luego con sordo fragor sobre otros restos que los seguian.

Los guanacos, avestruces y zorros poblaban ya las mesetas y los valles escondidos donde crecian los altos pastos, y el misterioso huemul, el hermoso ciervo americano, siempre alerta y receloso, habia ganado los pasos inexplorados que llevaban a las laderas del oeste, al otro lado de la cordillera, entre los cerrados valles de magnificencia eterna.

El fuego, naciendo en la ribera misma del lago Escondido, atacaba los pinos seculares, que ardian con un estallido crepitante. Las llamas, contoneandose, lamian pacientes los troncos enormes y en lenta e inexorable tarea, mordiendo hora tras hora las rugosas cortezas, llegaban al corazon del arbol, dejandolos finalmente reducidos a humeantes carbones que, vencidos, se quebraban con violencia, arrastrando en su caida a los arboles menores que los rodeaban. Un olor denso, sofocante, salia del colchon de hojas muertas y helechos gigantes, cuyo verdor desafiaba la llameante invasion…

De la tragica hoguera surgia un fragor enorme, un murmullo incesante y vasto semejante a una catarata subterranea. Las yemas de los arboles jovenes reventaban en aquella inmensa fragua con un chisporroteo vivaz y regocijado. Los claros sonidos de su alegria vibraban con notas saltarinas entre la sorda sinfonia del incendio. Arboles de troncos gigantescos cuyos ramajes se entrelazaban en un apretado mar vegetal, y que se hallaban situados en la ladera a pique del lago, se derrumbaban sobre la barranca de piedra, flotando en las aguas verdeazules hasta que lentamente derivaban a la embocadura del Senguerr, donde, como potros en un brete, se amontonaban, chocando y despedazandose con fiereza, para al fin emprender el descenso por el rio, con lentitud primero, aumentando su carrera en los rapidos y terminando de destrozarse en los furiosos remolinos. Los troncos para entonces eran informes munones ennegrecidos que bajaban velozmente. Al llegar el rio a las mesetas, los restos de los orgullosos titanes del bosque quedaban detenidos en los remansos y muy pocos terminaban su largo viaje en los lagos del oeste.

Difundiase en el aire reseco un fuerte y aspero aroma de resinas, producido por las millares de ardientes teas que durante dias y noches despedian su penacho de humo y fuego.

Pero el incendio no parecia sin embargo un ciego, absurdo arrebato de la naturaleza; por el contrario, el inmenso dolor del bosque lacerado era casi una purificacion y el centro mismo, el corazon de la espesura manteniase en reposo, en una calma profunda, mientras la periferia ardia, resplandeciendo en lenguas llameantes, ennegreciendose en espesa humareda, bajo la comba del cielo, apuntalado por las columnas de los altos picachos nevados. En aquella catedral abandonada por los seres vivientes, solo los arboles ardian sin cesar como pebeteros de yerbas magicas ofrecidas por un ritual primitivo en sacrificio cosmico. Diriase un acto voluntario, casi una reverente ofrenda despojada de todo temor, un arder necesario y fatal para mostrar a las cumbres impasibles el intimo renuevo fecundo de la savia, la eternidad perdurable del liquen. Despues de la huida de sus secretos habitantes -los pajaros y las fieras-, el bosque, como un gran senor abandonado pero enhiesto, se dejaba morder, casi desdenoso, seguro de la inutilidad de toda defensa y cierto tambien de su ulterior vivencia, de su pujante renacer sobre la muerte… El fuego solo podia atacar los tejidos mas debiles, los margenes caducos, las nervaduras externas, sin que el centro de la urdimbre, fuese herido ni aun por una chispa solitaria. En el bosque virgen y salvaje nada deleznable ardia, solo la madera con su sangre verde, los grandes arboles con sus atavios de hojas incontaminadas, los liquenes resecos y la gramilla de los calveros, que se inflamaban espontaneamente entre el calor reinante. La quemazon se prolongaba por los valles y canadones merced a los resecos coirones, propicio combustible que brindaba el singular espectaculo de un sinuoso rio de fuego, subiendo los ondulados montes, rodeando las rocas desprendidas y avanzando siempre, ciega pero inexorablemente destructor.

Todos lo animales del bosque y de los valles vecinos habian desertado ya hacia lugares mas seguros, y ni un solo pajaro mostraba su alada presencia en el paraje. Entre la soledad y el fuego, el lago Escondido, mudo testigo del desastre, se mantenia extranamente sereno sin que sus heladas aguas fueran agitadas por la mas leve brisa. Su claro espejo de zafiro reflejaba en la costa oeste las altas montanas empenachadas de nieve y, en la margen opuesta, el siniestro quemarse del bosque. Durante ocho largos dias de inalterable serenidad, el fuego abatio miles de gigantescos arboles y escalo con facilidad de bestia insaciada los montes y las lomas, se introdujo por kilometros en los canadones cubiertos de altos pastos, inflamables coirones y torturados calafates y solo se detuvo en la linde de las pampas de piedra, donde ninguna vegetacion resiste los latigazos del viento. El bosque ardia en tanto imponente y solitario como una fiera atacada en mortifera trampa por oleadas de hambrientos enemigos. Cada lengua de fuego era una lanza hundiendo su urgencia en la rica sangre de los pinos que, tronchados, raleaban su numero, mostrando en su quebranto las hondas heridas recibidas. Fuera del crepitar del incendio ningun sonido alteraba la paz de los extensos valles y colinas. Pero aun el silencio era tenso, demasiado absoluto para ser real, como si de pronto alguna fuerza ignorada fuera a mostrarse en la naturaleza, semejante a una divinidad de la montana que, iracunda ante la profanacion del bosque, amenazara de pronto sumar un nuevo y dramatico elemento en la inalterable escena de destruccion. Sin embargo los dioses tutelares de la selva no abandonaron su silencio de piedra y el fuego siguio alcanzando las profundas entranas de los arboles y abatiendo sus gallardas vestiduras.

Un amanecer se mostro por el oeste, al fondo del lago prisionero entre las montanas, una nube blanca extendiendose en toda la superficie. Habian llegado las primeras nieves… Poco a poco el abierto valle se cubrio de finos copos, persistente humedad, infiltrandose tesonera, aplacaba lentamente las llamas enloquecidas. Y entonces por un paso del oeste, entre las altas cumbres, Llanlil avanzo como un solitario testimonio de los

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