Fernando Marias

El Nino de los coroneles

© 2000

Para Sonia Luna (1952-1998)

Que nadie busque en este libro

esa exactitud geografica

que no es mas que un engano:

Guatemala, por ejemplo, no existe.

Lo se: he vivido alli.

Georges Arnaud,

Le salaire de la peur

Acostado en la cama de la sala comun del Hogar Benefico situado en un viejo caseron centrico de Leonito capital, el hombre parecia el anciano que en realidad no era.

Respiraba con fatiga por la boca, de la que pendia un hilo de saliva, y sus ojos entrecerrados, muertos y sin embargo angustiadamente vivos, miraban el techo sin verlo. Por completo inmovil, como si la fuerte lluvia del atardecer que batia las ventanas lo mantuviera en un trance hipnotico, parecia luchar a solas contra sus recuerdos o sufria a merced por completo de ellos.

Cuando la enfermera le anuncio la visita, se revolvio con miedo instintivo de animal atrapado: nunca nadie habia ido a verlo, nadie lo conocia, a nadie conocia el… Miedo mas intenso porque no podia ver a su visitante: el paciente era ciego, y se sabia preso de la misma indefension que durante tanto tiempo le habia fascinado de sus victimas desnudas y retorcidas de dolor, aterradas ante la imaginativa crueldad de su siguiente capricho.

Con suaves y educadas maneras, el visitante prometio a la enfermera no excitar al hombre y, cuando ella se hubo ido, acerco una silla a la cabecera de la cama procurando no hacer ruido, como si quisiera respetar los remotos gemidos y las risitas dementes que desde inconcretos lugares de la sala se imponian ocasionalmente sobre el rumor de la lluvia; se esforzo para que su voz sonara tranquilizadora y amistosa: necesitaba a toda costa ganarse la confianza del ciego, de otro modo haber llegado hasta alli careceria de sentido. Esbozo una sonrisa a pesar de conocer la evidente inutilidad del gesto, y poso el paquete rectangular que habia traido consigo junto al pecho joven -el visitante sabia que no mas de cuarenta anos- pero arrugado y famelico, como de viejo artificialmente prematuro. Percibio con claridad como el enfermo contenia la respiracion.

– Chocolate -intento el visitante parecer risueno al tamborilear con las yemas de los dedos sobre el paquete; era un hombre grueso de mediana estatura, cercano a los ochenta pero vital y seguro de si, ancho rostro afable bajo el escaso pelo blanco, preocupada mirada inteligente tras las gafas de pequenos cristales transparentes, lastima verdadera por el enfermo en su grave expresion-. Le he traido chocolate… El chocolate le gusta, ?verdad? La enfermera me ha dicho que le gusta y que lo puede tomar… He traido mas, mucho, podra tomar todo el que quiera. Cojalo, es para usted.

El visitante observo la inmovilidad de piedra del hombre: piedra respirando de nuevo con agitacion.

– Tambien le he comprado tabaco; rubio, el mejor que he encontrado. Aunque, la verdad, no se si fuma -se esmero para que su forzada sonrisa sonase claramente audible para el ciego; tambien para que su siguiente frase reflejase lo mejor posible la autenticidad de sus intenciones-… Me gustaria que fuesemos amigos…

Silencio, ningun conato de respuesta en la piedra.Buscando propiciar cualquier forma de acercamiento, el visitante deslizo el absurdo obsequio de chocolatinas hasta la mano del ciego, que apoyo sus dedos sobre el paquete con tenso recelo, y lo intento de nuevo: suave, carinosamente, deseando que su acento frances no aumentara aun mas la inquietud del enfermo.

– Me llamo Laventier. Jean Laventier. Y quiero ser su amigo, ayudarle.

Recalco de nuevo la palabra «amigo» sin obtener resultado alguno, pero no se desanimo; parte de su trabajo consistia en ganarse a la gente, y sabia bien que siempre habia una palabra magica que despertaba la confianza de los enfermos. «Amigo» no habia funcionado, pero tenia que haber otra y el la encontraria antes o despues.

– Escuche -prosiguio-. Vengo de un pais del que usted nunca ha oido hablar, un pais llamado Francia; es hermoso, seguro que le gustaria… Alli soy medico, un medico muy bueno, medico psiquiatra; usted tampoco sabe lo que es eso, ya lo se, pero… Vera -se autorrecrimino de inmediato el uso de ese termino con un ciego; carraspeo-: mi trabajo consiste en ayudar a la gente; intento resolver sus problemas, sus problemas mentales, ?entiende? Curar sus cerebros, hacer que dominen las angustias, conseguir que vuelvan a dormir por las noches…

La respiracion del hombre se altero levisimamente: un respingo, el deseo de algo sencillo e imposible como un sueno, la palabra magica: dormir. Laventier lo capto y desplego sus recursos profesionales todo lo dulcemente que pudo.

– Usted… ?descansa? Quiero decir, ?duerme bien por las noches? No es pecado dormir mal, ?sabe? A veces hace falta un poco de ayuda… Todos la necesitamos de una forma o de otra, yo mismo necesito la suya… Escuche… Soy un hombre viejo, no me queda mucho… He recorrido medio mundo para hablar con usted, me ha costado un gran esfuerzo encontrarle. Y ante todo quiero que sepa que no tengo nada que ver con su pasado. Nada en absoluto, se lo aseguro… Por favor, ayudeme. Ayudeme y yo le ayudare a usted.

El enfermo se volvio. Laventier vio por primera vez su mirada vacia y sin embargo intensamente viva en su miedo y dolor, buscando a pesar de su ceguera clavarse sobre el antes de girar de nuevo hacia el techo que no podia ver. Laventier aguardo; se disponia a intentarlo de nuevo cuando el hombre hablo con voz susurrante, torpe por el mutismo permanente en el que, segun el director del hospital habia explicado al frances, se habia obcecado el ciego desde su ingreso, rasposa como si el aire doliera en la garganta pero a la vez Con algo estremecedor en su tono apenas audible, igual que si hubiera dedicado esos dos anos de silencio a ensayar la palabra que pronuncio, a interpretarla en todos sus posibles sentidos, a desbaratar el orden de sus letras y volver a componerlas como un rompecabezas de solucion imposible.

– Dormir…

Laventier espero en excitado silencio. Sabia que el hombre iba a continuar.

– Dormir… Me gustaria… No… No puedo… La culpa… es del miedo… -la voz se detuvo, cada una de sus pausas parecia insuperable, eterna, definitiva; Laventier rezo para que el hilo no se rompiera-. Miedo siempre… a todas horas… Sobre todo por la noche… Los quejidos… No los soporto… A veces gritan

– Laventier paseo su humana mirada por la desoladora estancia, tratando de imaginarla cuando al anochecer se apagasen las luces y las enfermeras utilizasen las correas que pendian de los laterales de las camas para dejar a los pacientes inmovilizados, indefensos ante los quejidos ajenos y las risas dementes, a solas con el persistente sonido de la lluvia en los cristales; un relampago cercano ilumino brevemente la sala como un flash fantasmagorico y azul, de alguna parte broto una carcajada aguda, Laventier volvio a posar sus ojos sobre el hombre-. Tengo miedo.

El frances ataco de inmediato, su voz repentinamente animada por el resquicio en la piedra.

– Tambien puedo quitarle el miedo. Hacer que pierda el miedo y que duerma, las dos cosas. Y puedo sacarle de aqui. Si viene conmigo tendra una habitacion para usted solo, vigilare que le cuiden bien, tengo mucho dinero y puedo hacerlo. Y le aseguro que lo hare. Usted es muy importante para mi.

Otra pausa, el hilo temblando de nuevo peligrosamente en la respiracion del ciego. Importante -en el susurro habia ecos de tiempos mejores perdidos mucho tiempo atras, dolores intensos que iban mas alla de lo fisico, afan

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