lado de la puerta.

– Mi esposa -dijo Brunetti innecesariamente. Paola se solto el codo y tendio la mano a Rossi, que se la estrecho, mientras ambos decian las frases de rigor. Rossi se disculpo por haberla asustado y Paola quito importancia al incidente.

– El signor Rossi es del Ufficio Catasto -dijo Brunetti.

– ?El Ufficio Catasto?

– Si, signora -dijo Rossi-. He venido a hablar con su marido, de su apartamento.

Paola miro a Brunetti, y lo que vio en su cara le hizo volverse hacia Rossi con su sonrisa mas encantadora.

– Parece que ya se iba, signor Rossi. No lo entretengo. Ya me explicara mi marido. No es cosa de hacerle perder mas tiempo, sobre todo, en sabado.

– Muy amable, signora -dijo Rossi efusivamente. Miro a Brunetti y le dio las gracias por su tiempo y luego volvio a pedir disculpas a Paola, aunque no tendio la mano a ninguno de los dos.

– ?El Ufficio Catasto? -pregunto Paola al cerrar la puerta.

– Me parece que quieren derribarnos la casa -dijo Brunetti a modo de explicacion.

3

– ?Derribarla? -repitio Paola, sin saber si reaccionar con asombro o con risa-. ?Que dices, Guido?

– Ese hombre me ha contado no se que historia de que en el Ufficio Catasto no tienen datos de este apartamento. Estan informatizando archivos y no encuentran constancia de que se concediera la autorizacion, o de que se solicitara siquiera, para la construccion de este apartamento.

– Que absurdo -dijo Paola. Le dio los periodicos, se agacho a recoger la otra bolsa de plastico y se fue por el pasillo hacia la cocina. Puso las bolsas en la mesa y empezo a sacar paquetes. Mientras Brunetti hablaba, ella iba disponiendo tomates, cebollas y unas flores de zucchini no mas largas que su dedo.

Al ver las flores, Brunetti dejo de hablar de Rossi y pregunto:

– ?Que vas a hacer con eso?

– Risotto, creo -respondio ella y se inclino para meter en el frigorifico un paquete envuelto en papel blanco impermeabilizado-. ?Te acuerdas lo bueno que estaba el que nos hizo Roberto la semana pasada, con jengibre?

– Hum -mascullo Brunetti, contento de cambiar el tema del apartamento por el mas ameno del almuerzo-. ?Mucha gente en el mercado del Rialto?

– Cuando llegue, no mucha, pero cuando me iba estaba abarrotado. La mayoria, turistas que retrataban a otros turistas. Dentro de poco, habra que ir de madrugada, o no podremos ni dar un paso.

– ?Por que van al Rialto?

– Para ver el mercado, supongo. ?Por que?

– ?Es que no tienen mercados en sus paises? ?Alli no se vende comida?

– Sabe Dios lo que tendran en sus paises -respondio Paola con un deje de exasperacion-. ?Que mas te ha dicho ese signor Rossi?

Brunetti se apoyo en la encimera.

– Ha dicho que, en la mayoria de casos, lo mas que hacen es poner una multa.

– Es lo habitual -dijo ella volviendose a mirarlo, una vez colocada la compra-. Es lo que le paso a Gigi Guerriero cuando instalo el segundo bano. Un vecino vio entrar en la casa al fontanero con un inodoro, lo denuncio a la policia, y Gigi tuvo que pagar una multa.

– De eso hace diez anos.

– Doce -rectifico Paola, por la fuerza de la costumbre. Al ver que el apretaba los labios, agrego-: No me hagas caso, eso es lo de menos. ?Que otra cosa puede ocurrir?

– Ha dicho que, en algunos casos, han tenido que derribar las obras hechas sin autorizacion.

– Lo diria en broma.

– Ya has visto al signor Rossi, Paola. ?Te ha parecido la clase de persona que bromearia sobre eso?

– El signor Rossi me ha parecido la clase de persona que no bromea sobre nada. - Con aire ocioso, Paola se fue a la sala, ordeno unas revistas abandonadas en el brazo de una butaca y salio a la terraza. Brunetti la siguio. Cuando estaban junto a la barandilla, contemplando la ciudad, ella senalo con un ademan el mar de tejados, terrazas, jardines y claraboyas-. Me gustaria saber que parte de todo eso es legal - dijo-. Y que parte tiene los permisos correspondientes y el condono. -Los dos habian residido en Venecia casi toda la vida y conocian una retahila interminable de casos de soborno a inspectores y de paredes de aglomerado que se quitaban al dia siguiente de la inspeccion.

– Media ciudad es ilegal, Paola -dijo el-. Pero a nosotros nos han pillado.

– No pueden pillarnos porque no hicimos nada malo -repuso ella volviendose hacia su marido-. Nosotros compramos el apartamento de buena fe. Battistini… ?no se llamaba asi el que nos lo vendio…? debio preocuparse de conseguir los permisos y el condono edilizio.

– Y nosotros, antes de comprar, debimos cerciorarnos de que los tenia -adujo Brunetti-. Y no nos cercioramos. Vimos esto… -describio un arco con el brazo abarcando el panorama- y estuvimos perdidos.

– No es asi como yo lo recuerdo -dijo Paola, que volvio a la sala y se sento.

– Asi es como lo recuerdo yo -repuso Brunetti que, sin darle tiempo a hacer objeciones, prosiguio-: Pero no importa como lo recordemos. Ni importa lo imprudentes que fueramos cuando lo compramos. Lo que importa es que ahora tenemos un problema.

– ?Battistini? -apunto ella.

– Murio hace unos diez anos -respondio Brunetti, cerrando toda via de reclamacion que su mujer pensara explorar.

– No lo sabia…

– Me lo dijo su sobrino, el que trabaja en Murano. Un tumor.

– Lo siento. Era un hombre muy agradable.

– Lo era, si. Y nos hizo un buen precio.

– Yo diria que le cayo bien la parejita de recien casados -dijo ella con una sonrisa de evocacion-. Y unos recien casados que esperaban bebe.

– ?Crees que eso pudo influir en el precio? -pregunto Brunetti.

– Siempre he pensado que si -dijo Paola-. Una actitud muy generosa, impropia de un veneciano. Pero, si ahora resulta que hay que derribarlo, una faena -se apresuro a anadir.

– Seria el colmo del absurdo.

– Guido, ?no hace ya veinte anos que trabajas para la ciudad? A estas alturas, ya deberias saber que el absurdo no es obstaculo.

Brunetti, amargamente, tuvo que darle la razon. Recordo que un vendedor de frutas y verduras le habia dicho que, si un cliente tocaba la mercancia, el vendedor se exponia a una multa de medio millon de liras. Cuando la ciudad decidia dictar una ordenanza, no se detenia ante el absurdo.

Paola se apoyo los pies en la mesita de centro.

– Entonces, ?que hago? ?Llamar a mi padre?

Brunetti esperaba la pregunta, y se alegro de que ya hubiera llegado. El conde Orazio Falier, uno de los hombres mas ricos de la ciudad, podia obrar el milagro con una simple llamada telefonica o una observacion casual en una charla de sobremesa.

– No. Prefiero encargarme de esto personalmente -dijo recalcando la ultima palabra.

En ningun momento se le ocurrio, ni a el ni a Paola, plantearse la cuestion de forma regular: averiguar los nombres de las oficinas y funcionarios correspondientes e informarse de los tramites procedentes. Tampoco se les ocurrio pensar que pudiera existir un procedimiento burocratico establecido para resolver el problema. Si tales

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