estaba terminada; quedaba el interior que, calculaba, le llevaria buena parte del verano. Cuando Bortot pregunto al otro medico como hablaba tan bien el italiano, Litfin explico que hacia veinte anos que venia a Italia de vacaciones y que, durante el ultimo ano, se habia preparado para el traslado tomando lecciones tres dias por semana. Encima de ellos, el reloj del pueblo dio doce campanadas.

– Me parece que no hay mas, dottore -dijo uno de los hombres que estaban en la zanja, hincando la pala en la tierra y apoyando el codo en la empunadura, para dar mas enfasis a sus palabras. Saco un paquete de cigarrillos y encendio uno. El otro hombre, que tambien habia dejado de trabajar, se enjugo el sudor de la cara con el panuelo.

Bortot miro la tierra removida, que abarcaba unos tres metros cuadrados, y los huesos y los trozos de tejido extendidos sobre el plastico.

– ?Por que cree que era un hombre joven? -pregunto Litfin de pronto.

Antes de contestar, Bortot se agacho y tomo el craneo.

– Por los dientes -dijo, dandolo al otro hombre.

Pero, antes de examinar los dientes, que estaban en buen estado y no tenian senales de desgaste por la edad, Litfin, con un pequeno grunido de sorpresa, dio la vuelta al craneo. En el centro del occipital, encima del hueco donde encajaria la primera vertebra, que no se habia encontrado, habia un pequeno orificio circular. Pero el doctor Litfin, que habia visto muchos craneos y muchas victimas de muerte violenta, no se inmuto.

– A pesar de todo, ?por que supone que era un hombre? -pregunto, devolviendo el craneo a Bortot.

Antes de contestar, Bortot se arrodillo y puso el craneo en su sitio, encima de los otros huesos.

– Esto estaba cerca -dijo, sacando algo del bolsillo mientras se levantaba y dandolo a Litfin-. No creo que lo llevara una mujer.

El anillo que Bortot entrego a Litfin era un grueso sello de oro. Litfin se lo puso en la palma de la mano izquierda y le dio la vuelta con el indice de la derecha. El cincelado estaba tan gastado que, en un principio, no distinguio nada, pero, poco a poco, fue apareciendo la figura grabada en bajorrelieve: un aguila rampante que sostenia una bandera con la garra izquierda y una espada con la derecha.

– He olvidado como se dice en italiano -dijo Litfin mirando el anillo-. ?Un escudo familiar?

– Stemma -dijo Bortot.

– Eso, stemma -repitio Litfin y entonces pregunto-. ?Usted lo conoce?

Bortot asintio.

– ?Que es?

– Es el escudo de la familia Lorenzoni.

Litfin movio la cabeza negativamente. Nunca habia oido hablar de ellos.

– ?Son de por aqui?

Esta vez fue Bortot quien denego con la cabeza.

Al devolverle el anillo, Litfin pregunto:

– ?De donde son?

– De Venecia.

3

El doctor Bortot no era el unico; en la region del Veneto casi todo el mundo conocia el apellido Lorenzoni. Los estudiantes de Historia recordarian al conde Lorenzoni que acompano al dux ciego Dandolo en el saqueo de Constantinopla en 1204. Cuenta la leyenda que fue el conde quien entrego su espada al anciano cuando escalaban la muralla de la ciudad. Los aficionados a la musica sabrian que el principal mecenas de la construccion del primer teatro de la opera de Venecia se apellidaba Lorenzoni. Los bibliofilos reconocerian en el nombre al del hombre que en 1495 presto a Aldo Manuzio el dinero para fundar su primera imprenta en la ciudad. Pero estos son recuerdos de historiadores y especialistas, gentes interesadas en las glorias de la ciudad y de la familia. Los venecianos corrientes recuerdan que este era el nombre del individuo que, en 1944, facilito a las SS los medios para averiguar los nombres y direcciones de los judios de la ciudad.

De los 256 judios que vivian en Venecia, sobrevivieron a la guerra ocho. Pero esto es solo una forma de plantear el hecho y la aritmetica. La cruda realidad es que 248 personas, ciudadanos de Italia y residentes en la que habia sido Serenisima Republica de Venecia, fueron sacadas de sus casas por la fuerza y asesinadas.

Los italianos, empero, son eminentemente pragmaticos, por lo que muchos pensaron que, de no haber sido Pietro Lorenzoni, padre del conde actual, hubiera sido otro el que revelara a las SS el escondite del jefe de la comunidad judia. Otros aducian que debieron de amenazarlo: al fin y al cabo, desde que termino la guerra, los miembros de las distintas ramas de la familia se habian dedicado a trabajar por el bien de la ciudad, no solo con sus multiples obras de caridad en favor de instituciones publicas y privadas, sino desde diversos cargos -incluido el de alcalde, aunque fue solo durante seis meses- y con el desempeno de funciones publicas al servicio de la comunidad, como suele decirse. Un Lorenzoni fue rector de la Universidad, otro organizo la Bienal durante los anos sesenta, y otro, a su muerte, lego su coleccion de miniaturas islamicas al Museo Correr.

Aunque buena parte de la poblacion de la ciudad no recordara ninguna de estas circunstancias, todo el mundo sabia que este era el apellido del joven que habia sido secuestrado hacia dos anos por dos encapuchados que, en presencia de su novia, lo sacaron de su coche, aparcado delante de la verja de la villa que la familia poseia en las afueras de Treviso. La muchacha habia llamado a la policia, no a la familia, por lo que las cuentas bancarias de los Lorenzoni habian sido bloqueadas inmediatamente, antes de que la familia se enterase del secuestro. La primera peticion de rescate exigia siete mil millones de liras, y en aquel entonces se especulo sobre si los Lorenzoni podian disponer de tanto dinero. La segunda nota, recibida tres dias despues, rebajaba la cantidad a cinco mil millones.

Para entonces las fuerzas del orden, aunque no habian realizado progresos evidentes encaminados a la detencion de los culpables, habian seguido el metodo habitual en los casos de secuestro, abortando todos los intentos de la familia por conseguir prestamos o traer fondos del extranjero, por lo que tampoco la segunda peticion pudo ser atendida. El conde Ludovico, padre del secuestrado, salio por la television nacional para suplicar a los responsables que liberaran a su hijo. Dijo que estaba dispuesto a entregarse el en su lugar, aunque, angustiado como estaba, no acerto a explicar como podria hacerse el canje.

No hubo respuesta a su suplica, ni hubo tercera peticion de rescate.

Esto habia sucedido hacia dos anos, y desde entonces nada se habia sabido de Roberto, el muchacho, ni se habia adelantado en la solucion del caso, por lo menos, que se supiera. Aunque las cuentas de la familia fueron desbloqueadas al cabo de seis meses, permanecieron bajo el control de un administrador del gobierno durante otro ano, el cual debia autorizar la retirada o adeudo de cualquier cantidad que excediera de cien millones de liras. Muchos fueron los pagos superiores a esta cuantia que hizo el negocio familiar durante aquel periodo, pero todos eran legitimos, y fueron autorizados. Cuando cesaron los poderes del administrador, el gobierno mantuvo cierta discreta vigilancia sobre el negocio y los gastos de los Lorenzoni, pero no se apreciaron desembolsos extraordinarios.

Aunque tenian que transcurrir otros tres anos para que pudiera certificarse la defuncion del joven, la familia lo habia dado por muerto. Sus padres sobrellevaron la pena cada uno a su manera: el conde Ludovico, volcandose en sus empresas y la condesa, entregandose a sus devociones y a sus obras de caridad. Roberto era hijo unico, por lo que el heredero paso a ser un sobrino, hijo del hermano menor de Ludovico, al que se introdujo en la empresa y se preparo para que pudiera hacerse cargo de la gestion de los negocios, que comprendian vastos y diversos intereses en Italia y el extranjero.

La noticia de que se habia encontrado el cuerpo de un hombre joven que llevaba un sello con las armas de la familia Lorenzoni fue comunicada a la policia de Venecia desde el telefono de uno de los vehiculos de los carabinieri y recibida por el sargento Lorenzo Vianello, que tomo nota del lugar y de los nombres del dueno de la finca y del hombre que habia hallado los restos.

Despues de colgar, Vianello subio la escalera y llamo a la puerta del despacho de su superior inmediato, el comisario Guido Brunetti. Al oir gritar «Avanti», Vianello empujo la puerta y entro.

– Buon di, commissario -dijo y, como no tenia que esperar a que le invitasen a

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