bordeaban la locura. Pero la valentia ya no bastaba.
El Sol de York se habia ensenoreado del campo. Las tropas lancasterianas habian perdido el animo. Habian visto el exterminio de su vanguardia, habian visto la rencilla entre sus comandantes. Los hombres arrojaban las armas, procuraban salvarse, y solo Somerset trataba de azuzarlos contra York.
Devon habia muerto. Tambien habia muerto John Beaufort, el hermano de Somerset. El principe Eduardo habia huido, apremiado por los guardaespaldas que habian jurado velar por su seguridad. Muchos hombres de Somerset se ahogaron tratando de cruzar el Avon, murieron tratando de llegar a la abadia. Somerset se encontro rodeado por sus muertos y los euforicos soldados de la Rosa Blanca. Acometio contra ellos, maldiciendo y sollozando, pero hasta la muerte parecia rehuirlo; cayo de rodillas, sin fuerzas para levantarse ni para alzar la espada, y a traves de una bruma roja y temblorosa presencio la muerte de la Casa de Lancaster.
Varios fugitivos habian encontrado asilo en la nave de la abadia de Santa Maria. La iglesia pronto se abarroto de hombres exhaustos y temerosos que yacian sangrando en el suelo de mosaicos, despatarrados en la capilla de la Virgen, ante el altar mayor, incluso contra la pila de agua bendita, escuchando con corazon palpitante y aliento tremulo mientras los sacerdotes trataban de negar la entrada a los yorkistas que los perseguian.
La mayoria de los hombres que buscaban asilo eran soldados de a pie; la mayoria, pero no todos. Entre ellos tambien se hallaban los capitanes de Lancaster que habian sobrevivido a la masacre, y su temor era inmenso, pues sabian que York no les daria cuartel. Dos de ellos, sir Gervase Clifton y sir Thomas Tresham, se aproximaron al portico norte, donde se encontraba el abad Streynham, vestido de negro, bloqueando la luz y cerrando el paso.
Habian forzado las puertas externas, pero el abad se habia plantado ante la puerta interna que conducia a la nave, alzando la hostia, y por el momento habia logrado detener la marea vengativa que amenazaba con anegar la abadia de sangre. Bajo su brazo estirado, los hombres acorralados vieron que los soldados yorkistas se aproximaban, vociferando con furia. Eran reacios, sin embargo, a alzarle la mano a un abad, y por el momento se conformaban con gritar insultos. Clifton y Tresham sabian, sin embargo, que en cualquier momento perderian esos escrupulos; solo se necesitaba un hombre que estuviera dispuesto a irrumpir en la iglesia.
– No podeis entrar en una casa de Dios para matar -dijo el abad, con la autoridad de la iglesia en la voz. Detuvo a los hombres con la mirada, y dijo con temible conviccion, con la certeza glacial de alguien que estaba acostumbrado a la obediencia-: Estos hombres solicitan el derecho de asilo. ?Osareis incurrir en la ira de Dios Todopoderoso al causarles dano? Quienes se atrevan a profanar la iglesia de Dios pondran en peligro su alma inmortal, sufriran condenacion eterna.
Los soldados vacilaron, impresionados. Dentro de la abadia, los otros esperaban, casi sin respirar.
– ?Olvidais, senor abad, que la abadia de Santa Maria Virgen no es una iglesia de asilo?
Clifton y Tresham se agazaparon, tratando de ver sin ser vistos. Los hombres parecian haberse apartado de la puerta. Entrevieron una cola ondeante y plateada, vieron cascos que arrancaban chispas a las baldosas, y comprendieron que el caballero que habia hablado habia acercado su montura al portico. Supieron que era un caballero aun antes de ver el caballo, pues la voz tenia la inflexion inconfundible del rango.
El abad miraba al caballo con indignacion, y se mantuvo en sus trece aunque la cruz del ruano estaba al alcance de su mano.
– El derecho de asilo ha sido reconocido por la Santa Iglesia desde que el Senor le dijo al vicario de Cristo: «Eres Pedro, y sobre esta piedra edificare mi iglesia, y las puertas del infierno no prevaleceran sobre ella».
– El derecho esta reconocido, si, pero no todas las iglesias pueden ofrecer asilo. Esta abadia no tiene carta real. Tampoco se la ha designado iglesia de asilo mediante una bula papal. Y vos, abad John, lo sabeis tan bien como yo.
El abad Streynsham se sonrojo y luego palidecio. No habia el menor temor religioso en esa voz fria y despectiva, solo arrogancia y un refinado conocimiento de la ley canonica que pocos legos podian tener. Por primera vez atisbo el rostro ensombrecido por el visor alzado. Clifton y Tresham, estremecidos por una sospecha que no se atrevieron a expresar en voz alta, vieron que el abad se arrodillaba en el portico.
– Imploro el perdon de mi senor soberano -dijo con voz sumisa-, pues no reconoci a Vuestra Gracia.
Eduardo miro al abad con gesto impasible. Oyo que en el interior un hombre tras otro repetia su nombre con un temor que era palpable.
– Apartaos, santo padre -dijo, y los soldados de York avanzaron, pero se detuvieron con vacilacion, pues el abad no se habia movido de la entrada.
– Majestad, no debeis hacer esto -rogo-. No mancilleis vuestra victoria derramando sangre en una iglesia de Dios. ?No teneis motivos, en el dia de hoy, para agradecer Su generosidad? ?La retribuireis manchando Su casa con sangre? ?Por el bien de vuestra alma, mi senor, recapacitad!
Por un largo instante, mientras los fugitivos refugiados en la abadia temblaban y el abad contenia el aliento, Eduardo lo miro en silencio. Al fin asintio de mala gana.
– Razonais mas como leguleyo que como sacerdote. -Torcio la comisura de la boca-. Al fin y al cabo, son la misma cosa. Muy bien. La vida de los hombres que estan dentro de la iglesia es vuestra. Un obsequio. Un despojo de guerra -dijo burlonamente, y alejo al ruano del portico mientras los lancasterianos recibian su salvacion con alegria y los yorkistas con sorprendida y amarga resignacion.
Dentro de la abadia, los hombres reian y se abrazaban; otros parecian aturdidos. Tresham y Clifton se miraron con incredulidad y tambien se abrazaron, empezaron a hablar al mismo tiempo, con la exaltacion febril de los renacidos.
A sus pies, un hombre yacia despatarrado contra una de las raudas columnas de piedra. No se habia movido, no habia dicho una palabra, habia escuchado con indiferencia mientras el abad Streynsham procuraba detener a Eduardo de York. Alzo los ojos, miro a Tresham y Clifton. Tenia la cara tan embadurnada de sangre y lodo que ni siquiera sus seres queridos habrian podido reconocerlo. Tenia una magulladura amarillenta sobre un ojo, y mas que cualquiera de ellos, parecia que se hubiera banado en sangre, pues tenia pegotes en el pelo castano y enmaranado, cuajarones en la armadura, motas en las cejas. Era imposible discernir cuanta sangre era suya, pues los ojos estaban despojados de toda emocion, y ya no trasuntaban dolor. Cuando se digno hablar, dijo palabras crueles, pero la voz estaba despojada de sentimientos.
– ?De veras creeis que York os dejara vivir una vez que averigue el nombre de los que estan refugiados en esta iglesia?
Tresham dio un respingo.
– ?Por que no? -barboto-. Dio su palabra. ?No le oisteis?
– Si, le oi. Ahora decidme, Tresham, si la abadia estuviera llena de caballeros de York, ?cuanto tiempo los dejariamos vivir?
Tresham se sobresalto al oir su nombre. Se agacho, entornando los ojos.
– ?Cielos! ?Beaufort! Oi decir que habiais caido en el campo.
Somerset se limito a mirarlo y Tresham sintio una emocion peligrosamente cercana a la rabia. Somerset habia logrado agriar las esperanzas que le habia dado la inesperada generosidad de York. A su entender, Somerset tambien habia causado la ruina de todos con su ambicioso plan de batalla. Era un alivio desquitar su angustia en un blanco visible.
– Despues de vuestros trabajos de esta jornada, no me importa lo que opineis sobre lo que York hara o dejara de hacer. ?Dios sabe que no supisteis interpretarlo en el campo de batalla! Y os recuerdo, milord Somerset, que si teneis razon y nuestra vida corre peligro, sereis el primero en apoyar la cabeza en el tajo.
Clifton se interpuso entre ambos, pues el temperamento fogoso de los Beaufort era legendario. Pero Somerset no se movio, solo miro a Tresham.
– Dios Santo, hombre -dijo lentamente-, ?acaso creeis que me importa?
Hubo movimiento a sus espaldas. Sir Humphrey Audley, otro que tenia pocos motivos para esperar clemencia de York, se abria paso para acercarse.
– ?Edmundo, gracias a Dios!
Somerset no dijo nada ni parecio reconocerlo, aunque era amigo de Audley desde su juventud.
– En cuanto a tu hermano, Edmundo… -empezo Audley, pero vio que era absurdo ofrecerle el pesame por una perdida personal cuando el mundo que conocian se desmoronaba.
– ?Alguien sabe si el principe Eduardo fue capturado? -pregunto Clifton, con manifiesta aprension.
La conversacion se silencio en derredor. Uno de los hombres apoyados contra la pila se puso de rodillas,