pudiente devasta la Justicia

convirtiendo en un siervo al mayor policia.

Languidece el Estado, cayendo en el abismo,

las manos criminales del tirano lo matan.

»Resultado: quince dias de arresto.

– ?Donde los ha encontrado? -pregunto Veyrenc sonriendo.

– Figuraban en la denuncia. Unos versos que ahora lo salvan del asesinato del Gordo Georges. Usted no ha matado a nadie, Veyrenc.

El teniente cerro rapidamente los parpados y relajo los hombros.

– No me ha dado los diez centimos -dijo Adamsberg tendiendo la mano-. Me he despepitado por usted, me ha dado mucho trabajo.

Veyrenc deposito una moneda cobriza en la mano de Adamsberg.

– Gracias -dijo este, guardandosela en el bolsillo-. ?Cuando va a dejar a Camille?

Veyrenc desvio la cabeza.

– Bueno -concluyo Adamsberg, apoyandose en la ventana para quedarse inmediatamente dormido.

LXVII

Danglard habia aprovechado el regreso anticipado de Retancourt a este mundo para decretar una pausa bajo los auspicios de la tercera virgen, tras haber subido unas botellas del sotano. En la turbulencia que siguio, solo el gato permanecio placido, doblado en dos sobre el poderoso antebrazo de Retancourt.

Adamsberg atraveso lentamente la sala, sintiendose tan inepto como de costumbre para adaptarse a los regocijos colectivos. Cogio de paso el vaso que le ofrecia Estalere, saco el movil y marco el numero de Robert. La segunda ronda iba a empezar en el cafe de Haroncourt.

– Es el bearnes -dijo Robert a la asamblea de hombres, cubriendo el telefono con la mano-. Dice que sus problemas de madero se han resuelto y que va a tomar algo pensando en nosotros.

Angelbert medito su respuesta.

– Dile que de acuerdo.

– Dice que ha encontrado dos huesos de san Jeronimo en un piso, en una caja de herramientas -anadio Robert volviendo a tapar el telefono-. Y que vendra a devolverlos al relicario de Mesnil. Porque el no sabe que hacer con ellos.

– Pues nosotros tampoco -dijo Oswald.

– Dice que, de todos modos, deberiamos avisar al cura.

– Tiene su logica -dijo Hilaire-. El que Oswald pase de los huesos no quiere decir que no interesen al cura. El cura tendra sus problemas de cura, digo yo, ?no? Hay que entender las cosas.

– Dile que de acuerdo -zanjo Angelbert-. ?Cuando viene?

– El sabado.

Robert volvio al telefono, concentrado, para transmitir la respuesta del ancestro.

– Dice que ha recogido guijarros de su rio y que tambien nos los traera, si no nos molesta.

– Pero ?que quiere que hagamos con ellos?

– Me da la impresion de que son un poco como las cuernas del Gran Rufo. Honores, vamos; y que asi estamos en paz.

Los rostros indecisos se volvieron hacia Angelbert.

– Si decimos que no -dijo Angelbert-, podria ofenderse.

– Pues claro -marco Achille.

– Dile que de acuerdo.

Apoyado en una pared, Veyrenc contemplaba las evoluciones de los agentes de la Brigada, a los que esa noche se habian unido el doctor Romain, tambien resucitado, y el doctor Lavoisier, que seguia de cerca el caso Retancourt. Adamsberg se desplazaba lentamente de un lado a otro, presente, ausente, presente, ausente, como la luz intermitente de un faro. Las sacudidas encajadas a lo largo de su carrera en pos de la sombra de Ariane dejaban aun ciertos rastros sombrios en su rostro. Habia pasado tres horas con los pies en el agua del Gave, recogiendo guijarros, antes de reunirse con Veyrenc para tomar el tren de vuelta.

El comisario saco un papel arrugado del bolsillo trasero e hizo una sena a Danglard para que se acercara. Danglard conocia esa pose y esa sonrisa. Fue hacia Adamsberg, receloso.

– Veyrenc diria que el destino se divierte haciendonos extranas pasadas. ?Sabe que el destino es especialista en ironia y que eso es precisamente lo que lo distingue?

– Dicen que Veyrenc se va.

– Si, se va a su montana. Se va para pensar con los pies en el agua de su rio y el pelo al viento, a ver si averigua si volvera con nosotros o no. No esta decidido.

Adamsberg le dio el papel arrugado.

– He recibido esto esta manana.

– No entiendo nada -dijo Danglard recorriendo las lineas.

– Es normal, es polaco. Dice que la enfermera acaba de morir, capitan. Por puro accidente. La atropello un coche en Varsovia. Aplastada como una torta por un conductor de tres al cuarto que se salto un semaforo, incapaz de distinguir la calzada de la acera. Y se sabe quien la atropello.

– Un polaco.

– Si. Pero no un polaco cualquiera.

– Un polaco borracho.

– Sin duda. ?Y que mas?

– No veo que puede ser.

– Un polaco viejo. Un polaco de noventa y dos anos. La asesina ha sido atropellada por un anciano.

Danglard reflexiono unos instantes.

– ?Y de verdad le hace gracia?

– Mucha, Danglard.

Veyrenc veia a Adamsberg sacudir el hombro del comandante, a Lavoisier rodear de atenciones a Retancourt, a Romain recuperar el tiempo perdido, a Estalere correr con los vasos, a Noel jactarse de su transfusion. Nada de eso era asunto suyo. No habia venido a interesarse por la gente. Habia venido a acabar con su pelo. Y habia acabado.

Ya nada queda al fin, tu tragedia se acaba,

eres libre de ir a entregarte a tus suenos.

?Que oscuro sentimiento te impide regresar?

?Por que no eres capaz de decirles adios?

Si, ?por que? Veyrenc dio una calada a su cigarrillo y miro a Adamsberg salir de la Brigada, discreto y etereo, llevando con ambas manos las grandes cuernas del ciervo.

Oh dioses, perdonad que me tiente el embrujo,

su vana humanidad me desola y me encanta.

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