en el resplandor verdoso del neon.

Cruzamos de acera y doblamos por la siguiente esquina: el eco de nuestras pisadas resultaba ensordecedor en el silencio. Empezo a lloviznar. La calle era un tunel oscuro; junto a las escasas y debiles farolas se agitaban las sombras. La noche se extendia sobre el mundo como una telarana descomunal: en algun rincon acecharia la arana, con las patas peludas, hambrienta y esperandonos. Caminabamos cada vez mas deprisa. Amanda iba con la cabeza baja, como pronta a embestir; yo daba pequenas carreras y jadeaba, y el pecho me pesaba, y el aire humedo y frio entraba como un dolor en mis pulmones, y en uno de mis costados se hincaba un largo clavo. Las farolas hacian brillar de cuando en cuando el suelo mojado: era un reflejo sombrio, como si las tinieblas, espesas y grasientas, se estuvieran derritiendo sobre el asfalto.

Subitamente aparecio un hombre ante nosotras, salido de la nada y de lo oscuro. Y se acerco con las manazas abiertas y los brazos extendidos, como los monstruos de los malos suenos. Aprete los parpados y pense: Baba, que se vaya, que desaparezca, Baba, Babita, que no me pase nada… Pero volvi a mirar y aun seguia ahi. Vestido con harapos, la barba crecida, los ojos acuosos, como si llorara. Pero sonreia. Amanda dio un tiron, cambio de rumbo, le esquivamos limpiamente como los peces se esquivan en el ultimo momento los unos a los otros en la estrechez de sus peceras; y alla atras quedo el hombre barbotando palabras que no pude entender, mientras nosotras caminabamos deprisa, muy deprisa, sin correr porque correr hubiera sido rendirse al peligro; solo caminabamos lo mas deprisa que podiamos, con el corazon entre los dientes y perseguidas por el redoble hueco de nuestros propios pasos.

Torcimos por una nueva calle y habia luces. Pero no eran luces como las de antes, como el centelleo de la ciudad centrica y hermosa; eran unos cuantos punados de bombillas desnudas, agrupadas aqui y alla sobre algunas puertas. De cerca te cegaban y te deslumbraban, pero en cuanto te alejabas cuatro pasos te atrapaban de nuevo las tinieblas: parecian puestas para aturdir, no para iluminar. Subimos por la calle y nos decian cosas. Hombres extranos que habia debajo de las bombillas y que nos invitaban a pasar. Y por las puertas entreabiertas salia humo y un resplandor rojizo, un aliento de infierno. Repiqueteaban los tacones de Amanda en las baldosas humedas, redoblaba mi corazon dentro del pecho; subiamos y subiamos, mirando hacia delante, como si los hombres no existieran, y ellos gritaban, murmuraban, reian, extendian hacia nosotras sus zarpas diablunas. La calle se hacia mas y mas empinada y las piernas pesaban como piedras; era un vertigo de luces y de sombras y el calor de las bombillas me secaba las lagrimas.

De pronto, cuando menos me lo esperaba, nos metimos en un portal y subimos por una escalera estrecha de madera. Arriba habia un mostrador y una senora vieja y muy pintada.

– La dos -dijo Amanda, con una voz ronca y sin aliento.

Se le habian escapado unos cuantos mechones de debajo de la gorra de punto y los tenia pegados a la sofocada cara, no se si por la lluvia o por el sudor. No tenia buen aspecto, pero la vieja repintada nos miro sin ningun interes y le tendio la llave con gesto aburrido. Amanda tiro de mi pasillo adelante. Se detuvo junto a una puerta, dejo la maleta en el suelo, abrio, entramos, erro, echo los dos pestillos y se apoyo contra la hoja dando un hondo suspiro. Estaba temblando.

Me solto la mano y entonces me di cuenta de que la tenia mojada y muy caliente. Me la seque en la falda con disimulo mientras contemplaba la habitacion. Era un cuarto pequeno con dos camas grandes que no dejaban mucho sitio. Las paredes estaban empapeladas con unas flores pardas y en el suelo habia una alfombra bastante sucia de color anaranjado y pelo largo. Detras de la puerta, un lavabo pequeno que parecia nuevo. Al lado, una comoda desvencijada con unos agujeros redondos alli donde hubieran debido estar los tiradores. Subitamente algo rugio y restallo en el aire sobre nuestras cabezas, y el cristal de la ventana tintineo.

– No te preocupes, es un avion. Estamos al lado del aeropuerto -explico la mujer.

Nos mantuvimos en silencio mientras escuchabamos, cada vez mas lejano, el retumbar del cielo.

– Ahora que lo pienso, ?tienes hambre? Alli hay queso y un poco de pan, y despues, ?mira lo que tengo! ?Chocolate! -dijo Amanda con una animacion que sonaba a falsa y sacandose una barrita del bolsillo.

Cogi el chocolate, sobre todo porque ella queria que lo cogiera. Amanda sonrio complacida. Se quito la gorra de punto y despues el abrigo; llevaba unos pantalones negros y un jersey azul y estaba delgadisima. Con su cara redonda y sus mejillas blandas parecia prometer un cuerpo mas lleno; pero era muy fragil, huesuda, rectilinea, los hombros estrechos, las munecas muy finas. Se seco el cabello humedo con el forro del abrigo y luego se dejo caer sobre la cama con un resoplido:

– Estoy agotada…

Yo hubiera querido preguntarle que haciamos alli, a quien esperabamos, como iba a ser mi vida. Pero en vez de hacer eso, me acerque a la ventana y aparte el visillo.

– No se, lo siento, crei que tardariamos menos en llegar, me perdi, me asuste… Yo tampoco conozco la ciudad… -musito.

No abri la boca. Entonces Amanda se sento en la cama y me miro muy fijo:

– ?Sabes que? Todos los viajes terminan convirtiendose, antes o despues, en una pesadilla… -dijo con lentitud.

Mire por la ventana. La calle estaba oscura, el asfalto mojado. Y al fondo, las bombillas, los hombres, la enormidad del mundo.

En unos cuantos dias me aprendi las reglas del Barrio. A la luz del sol el Barrio tenia ninos, y ancianos vestidos de negro que caminaban arrastrando los pies, y pequenos comercios abarrotados de latas de conservas y tambores de detergente, y bares de esquina con mesas de formica y gatos cojos. Y por encima zumbaban los aviones como los moscardones en agosto: aparecian y desaparecian entre las nubes, plateados, relucientes, tripudos, hincando las narices en los cielos o dejandose caer sobre la tierra, casi encima de nosotros, tan proximos a veces que se les veia el tren de aterrizaje y eran una gran sombra retumbante que corria por encima de las calles.

Pero al llegar la noche se encendian las bombillas y se abrian esas puertas misteriosas que habian permanecido cerradas durante todo el dia; y el Barrio era mucho mas grande, un vertiginoso laberinto de sombras y esquinas. Por la noche, me dijeron, no era bueno andar sola; y mucho menos por las Casas Chicas, que estaban ya en las lindes, donde todo acababa. Habia ademas una calle que me estaba prohibida: yo la llamaba la calle Violeta, porque, por las noches, salia de sus ventanas un extrano y sepulcral fulgor morado. Entrevi ese resplandor un atardecer desde una esquina; Amanda, que iba detras de mi, me agarro de la mano y me dijo: «No mires». Pero desde la esquina no habia nada que ver: solo la calle en cuesta y esa luz enfermiza.

Habia en el Barrio una zona asfaltada que acababa en la Plaza Alta, que era un descampado grande con unos cuantos bares alrededor. Mas alla las calles eran simples veredas, con casitas bajas, hierba y tierra, como un pueblo. Y aun luego, en el extremo, estaban los desmontes y las Casas Chicas.

– Ya me he enterado de todo -me dijo un dia Chico-.

Nuestra zona llega hasta la Plaza Alta. Ir mas alla ya es peligroso. Chico poseia conocimientos muy convenientes sobre las reglas del lugar pese a ser mucho mas pequeno que yo, apenas un ninito, y a ser el tambien un recien llegado a la ciudad. Pero el venia de otro Barrio, y todos los Barrios, me decia, eran iguales.

Estabamos sentados en el bordillo, frente a la pension, y el se sujetaba las piernas con los brazos y apoyaba la cara en sus rodillas picudas. Chico era hijo de Amanda y era igual que ella, pero mas: aun mas fragil, aun mas palido, aun mas desproporcionado entre el volumen de su cara y de su cuerpo. Todo el era de color amarillento, incluyendo su pelo; y solo sus orejas, despegadas y grandes, ofrecian un delicado dibujo traslucido y un tono rosado. Esas orejas eran lo unico verdaderamente vivo que habia en su rostro: parecian las tremulas alas de una mariposa a punto de volar.

– Y dos cosas muy importantes: una, no cuentes nunca nada a los extranos, y otra, si oyes ruidos por las noches no te levantes de la cama… -seguia explicando Chico, acunandose las piernas en el bordillo.

Se le veia feliz, porque sabia mas que yo. Eso fue al poco de llegar al Barrio. Chico vino con ellos un dia despues que nosotras, tal y como habia anunciado Amanda. Y ellos eran dos: dona Barbara y Segundo. Amanda temblaba cuando les encontramos, asi que yo aprendi a temerlos antes de conocerlos.

Sucedio asi: estabamos aun durmiendo Amanda y yo cuando alguien aporreo la puerta del cuarto. Amanda se puso en pie de un solo brinco y se echo aturulladamente el abrigo azul por encima: las manos le temblaban y el abrigo resbalo dos veces de sus hombros antes de que atinara a abrocharse el boton del cuello. Descorrio los

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