volvio hacia ellos un rostro ceniciento. Audley reconocio a John Gower, portador de la espada del principe, y sintio un aguijonazo de espanto. Pero las palabras de Gower fueron inesperadamente alentadoras.

– Fui separado de mi joven principe cuando mi caballo recibio un flechazo en el gaznate. Pero el iba bien montado y se dirigia a la aldea cuando lo vi por ultima vez, y nadie le pisaba los talones. Se que sus acompanantes no permitirian que sufriera ningun dano. Es muy probable que haya escapado.

Clifton elevo una rapida plegaria de agradecimiento, y tambien Audley. Luego una voz hablo desde las sombras.

– No, no escapo -dijo lisa y llanamente.

Todos giraron hacia la diminuta capilla del Nino Jesus, hacia el desconocido que yacia jadeando contra el altar. Llevaba la insignia del caido conde de Devon y tenia la cara gris con un agotamiento que no permitia mas emocion que la indiferencia. Sangraba profusamente, pero le importaba tan poco como las miradas hostiles que habia atraido.

– ?Que sabes de nuestro principe? -exclamo Audley-. ?Habla, hombre, y Dios te guarde si mientes!

El muchacho (pues ahora veian que era apenas un mozo) recibio la amenaza con la misma apatia. Miro a Audley con ojos sin edad.

– Esta muerto -dijo.

En cuanto pronuncio estas palabras, Gower se le abalanzo con un grito que era un sollozo y una imprecacion.

– ?Mientes! ?Que tu alma se pudra en el infierno, mientes!

Varios hombres lo contuvieron antes de que pudiera llegar al joven soldado, que no se habia movido y miraba sin curiosidad mientras el frenetico Gower era derribado, y subitamente se aflojaba y empezaba a jadear con gimoteos secos y tremulos.

Arrodillandose junto a Somerset, Audley vio el temblor que se aduenaba del otro.

– ?Estas seguro, muchacho? -urgio-. ?Por amor de Dios, piensa antes de responder!

– Lo vi todo -respondio la voz juvenil sin interes-. El y su guardia. Fueron los hombres del duque de Clarence, que lo arrinconaron en el molino de la abadia.

Se movio apenas, parecio reparar en la afliccion que habia causado. Miro fatigosamente a Audley, apiadandose de una congoja que el no comprendia ni podia sentir. Tosio.

– Fue una muerte rapida… -dijo con esfuerzo-. Todo termino en minutos.

Tosio de nuevo, y esta vez escupio sangre.

Al cabo, los hombres se pusieron a hablar de nuevo, en el tono recatado que parecia exigir ese entorno. Audley se apoyo en el suelo, miro un rato el vacio, sin concentrar los ojos ni los pensamientos. Al fin miro a Somerset y vio que el otro estaba encorvado, con la cara oculta entre los brazos. No emitia ningun sonido, pero Audley se inclino y, con asombrosa ternura, le acaricio la cabeza gacha, dejo la mano alli mientras Somerset lloraba.

Eduardo se quito el yelmo y se arrodillo a orillas del arroyo llamado Swillgate («Puerta de la Bazofia»), un nombre que bastaba para disuadir al sediento. Pero el se entrego al deleite de echarse agua en la cara y la cabeza. Nunca habia sentido tanta fatiga. Su cuerpo nunca habia desafiado tanto su voluntad; un dolor espasmodico le mordia los muslos, le punzaba la espalda. La respiracion ya no era una funcion corporal mecanica, y debia ejercerla con cuidado, pues tenia magulladuras en las costillas y la menor presion del aire que entrara en los pulmones bastaba para hacerlas palpitar. Tenia la boca aureolada de blanco, y los ojos de rojo, inflamados por el sudor y el polvo. El cansancio le habia enronquecido la voz. Pero nunca habia conocido la dicha que sentia en ese momento, pura, perfecta y embriagadora, con una aguda percepcion de la renovada dulzura de la vida, el sol, la frialdad del agua que le lavaba la piel castigada, le goteaba por el cuello hacia el cabello.

Tras dejar su caballo cojo en buenas manos, habia decidido quedarse alli, a orillas del arroyo, para recibir el informe sobre los heridos, los muertos, los comandantes lancasterianos. Merodeaban monjes en el fondo, criticandolo entre murmullos por su disposicion para trabar una conversacion amistosa con sus soldados, incluso para bromear con los mas atrevidos. No entendian que un personaje de la realeza fuera tan accesible como este hombre que alimentaba con una manzana a un caballo gris plateado, y que ahora entregaba la preciada jarra de vino de los monjes a un joven que se habia acercado para contarle, timidamente al principio, que habia dejado su aldea de Wiltshire una quincena atras, y que habia viajado al norte a pie, temiendo no llegar a tiempo para luchar por York. Mirandose la sangre seca y endurecida, el color oxido de su armadura, llena de raspones y melladuras, las marcas de mandobles desviados, Eduardo asintio.

– Si -dijo gravemente-, entiendo que no hayas querido perderte esto, chico.

Y se rio hasta que sus costillas doloridas amenazaron con cruzarse en medio de sus pulmones.

Esa manana Eduardo no solo fue generoso con el vino. Habia nombrado caballeros a varios hombres despues de la batalla y pensaba dar el espaldarazo a muchos mas, pues estaba complacido con el desempeno de sus tropas en Tewkesbury. Despues de la victoria mas dulce de su vida, podia darse el lujo de ser magnanimo, y se proponia recompensar bien a su ejercito. John Howard estaba sentado en el suelo, a sus pies; ya no estaba en la flor de la juventud, y respiraba como un hombre hambriento para quien el aire fuera comida. Eduardo lo miro. Que no haria por hombres como Howard, que lo habrian seguido hasta el infierno. O por Will, que de hecho lo habia seguido. Ante todo, por Dickon, que una vez mas habia estado donde debia.

Mucho antes del mediodia, Eduardo tuvo una nocion de las dramaticas dimensiones de su victoria. La estimacion de las bajas aun era imprecisa, pero parecia probable que York hubiera perdido a lo sumo cuatrocientos, mientras que los muertos de Lancaster quiza ascendieran a dos mil. Esto satisfizo a Eduardo pero no le sorprendio; tenia plena consciencia de esa siniestra ironia de la guerra: cuando se desbandaban y huian, los hombres eran mas vulnerables que nunca, mas propensos a sufrir la muerte violenta de la que procuraban escapar. Habia sido un dia afortunado para York; no habia perdido a ninguno de sus allegados ni capitanes, mientras que Lancaster habia perdido al conde de Devon, John Beaufort y John Wenlock. Aun no tenia noticias sobre el destino de Somerset. Pero Will Hastings le habia informado que el hijo de Margarita habia muerto. Tambien le complacia que Jorge lo hubiera liberado de la desagradable tarea de despachar a Lancaster. Se proponia acabar con la vida de Lancaster, por la corona de oro de Inglaterra y por el castillo de Sandal. Pero no le complacia matar y no habria querido estar presente cuando Lancaster muriera. Por el contrario, le repugnaba la idea, y en su intimidad reconocia que era reacio a ejecutar al principe lancasteriano en circunstancias que evocaban la muerte de su propio hermano.

A fuer de ser justo, Eduardo debia reconocer una verdad indigesta: matar a punaladas a un muchacho de diecisiete anos era asesinato, sin importar si la victima era Edmundo, conde de Rutland, o Eduardo, principe de Lancaster. Pero aunque no se hacia ilusiones en cuanto a la naturaleza de ese acto, se proponia cometerlo, y esperaba que la muerte del joven fuera una punalada en el corazon para Margarita de Anjou, y que el punal se revolviera con cada bocanada de aire que aspirase mientras viviera, una herida que se llevaria a la tumba, de modo que el nombre Tewkesbury fuera para ella lo que Sandal era para su madre y para el.

Mientras Will le relataba como los hombres de su hermano habian abatido a Lancaster, sintio, por primera vez en anos, cierta calidez por Jorge, que habia resuelto pulcramente el problema planteado por el principe. Gracias a Jorge, se habia liberado de un rival que aspiraba a la corona inglesa, una amenaza para el ascenso pacifico de su pequeno hijo, y sin mancharse las manos con la sangre del muchacho. Cuanto mas pensaba en ello, mas le complacia. Estaba en deuda con Jorge.

Se echo a reir.

– Me pregunto que motivo a Jorge. ?Se proponia prestarme un servicio? ?O habra pensado que me negaba una venganza que yo me habia prometido tiempo atras?

Will suponia que Jorge se habia propuesto granjearse el favor de su hermano, pero quedo intrigado por la sugerencia de Eduardo.

– Una pregunta interesante -dijo con una sonrisa-. Depende, supongo, de la clase de hombre que tu hermano ve en ti. El mundo esta lleno de hombres que se complacen al ver el acero clavado en la carne. Yo se que tu buscas tus placeres en otras partes. ?Pero lo sabe tu hermano de Clarence?

– No tengo ni idea. Supongo que nadie ignora donde prefiero envainar mi espada. ?Dios sabe que mi confesor no tiene esas dudas! Aunque sospecho que el celibato compulsivo de esta ultima semana lo esta desgastando tanto como a mi. ?Te conte que la ultima vez que me dio la absolucion comento, con cierta nostalgia, que hacia muchisimos dias que no le confesaba un pecado mortal?

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