La pregunta parecio desconcertarla. Arrugo la frente y se enjugo las lagrimas.

– No estoy segura. Te vi entre la multitud y… -Se encogio de hombros-. En realidad, no lo se. Pero habra que hacer algo. Tu sabes de eso, ?no? Interrogatorios. Investigaciones. Como hacerlo. Publio sabia como ocuparse de esos asuntos, claro. Pero ahora Publio…

Respiro profundamente y exhalo el aire lentamente. Se le habian secado las lagrimas.

– No se por que te he mandado llamar, de verdad. ?Para ver una vieja cara conocida? Nos despedimos como amigos la ultima vez, ?no es cierto? -Me toco el brazo y logro esbozar una debil sonrisa. El esfuerzo produjo unicamente una pequena fraccion del encanto que era capaz de desplegar. La debilidad del intento lo hizo aun mas conmovedor-. ?Quien sabe lo que sucedera ahora? El mundo se ha vuelto del reves. Pero habra que hacer algo para que todo vuelva a su sitio. Los hijos de Publio son demasiado jovenes para encargarse de ello. Recaera sobre el resto de la familia. Puede que te necesitemos. Puede que haya que recurrir a eso, ?comprendes? - Suspiro cansada-. No hay nada que hacer ahora mismo, salvo buscar el consuelo que podamos. Metela me necesita. -Se puso en pie y miro con desolacion hacia el grupo de mujeres que habia al otro lado de la habitacion.

La entrevista parecia haber llegado a su fin. Hice un gesto a Eco. Nos levantamos juntos del triclinio.

La esclava fue a indicarnos la salida. Clodia se alejo de nosotros pero en seguida se giro.

– Esperad. Deberiais verlo. Quiero que veais lo que le hicieron.

Nos condujo al otro lado de la estancia, hacia la mesa que hacia de altar, en donde se encontraba Metela junto a otras dos mujeres y una nina. Al acercarnos, la mas vieja se giro y nos fulmino con la mirada. Tenia la cara macilenta y demacrada y el pelo casi gris del todo. Sin horquillas, le llegaba hasta la cintura. No habia lagrimas en sus ojos, solo ira y resentimiento.

– ?Quienes son estos hombres?

– Amigos mios -dijo Clodia alzando la voz.

– ?Y que hombre no lo es? -La mujer dirigio a Clodia una mirada fulminante-. ?Que hacen aqui? Deberian esperar en la sala externa con los demas.

– Les pedi que entraran, Sempronia.

Esta no es tu casa -dijo la mujer sin rodeos.

Metela se fue al lado de su madre y le cogio la mano. La mujer mayor las miro airadamente. La cuarta mujer, cuyo rostro aun no habia visto, seguia dandonos la espalda. Bajo la mano para tocar la cabeza de la pequena que tenia apretada contra ella. La nina estiro el cuello y nos miro con ojos grandes e inocentes.

– Sempronia, por favor… -dijo Clodia con un susurro tenso.

– Si, madre, tratemos de ser pacificas. Incluso con nuestra querida Clodia. -La cuarta mujer se volvio por fin. En sus ojos no vi ni ira ni lagrimas. La voz denotaba cansancio, pero era agotamiento, no resignacion. No se reflejaba ninguna emocion ni en la voz ni en el rostro, unicamente una especie de firme determinacion. Alguien habria esperado una reaccion mas intensa en una viuda. Tal vez solo estaba paralizada por la impresion, pero su mirada era persistente y profunda mientras nos evaluaba.

Fulvia no era una gran belleza, como Clodia, pero su aspecto era impresionante. Tenia por lo menos diez anos menos que ella; le echaba no mas de treinta. Cuando su hija se le agarro, comprendi de donde habian salido aquellos ojos pardos, brillantes y curiosos; habia en la mirada de Fulvia una agudeza que indicaba una inteligencia formidable. Carecia de la terrible dureza de la madre, pero se percibia su semilla en las duras lineas del contorno de la boca, en especial cuando volvia la mirada a Clodia.

Pude ver en seguida que las cunadas no se apreciaban. Clodia y su hermano eran (mal) afamados por su mutua devocion; habia muchos que pensaban que su comportamiento era mas propio de un matrimonio que de dos hermanos. ?En que lugar dejaba a la esposa real de Clodio? ?Que pensaba Fulvia de la intimidad que existia entre su esposo y su cunada? Por la mirada que se intercambiaron, deduje que ambas habian aprendido a tolerarse mutuamente, pero nada mas. Clodio habia sido el vinculo entre ambas, el objeto de su afecto al igual que la causa de su mutua animosidad; quizas Clodio tambien habia mantenido la paz entre ellas. Ahora Clodio estaba muerto.

Y bien muerto, pense, pues mas alla de Fulvia pude distinguir el cadaver que yacia en la mesa alta y alargada. Aun llevaba la ropa de montar de invierno (una tunica pesada, de manga larga, cenida con un cinturon, medias de lana y botas rojas de cuero). La tunica, mugrienta y empapada de sangre, estaba desgarrada por el pecho y colgaba hecha jirones, como los gallardetes de una bandera roja harapienta.

– Venid -susurro Clodia, haciendo caso omiso de las otras mujeres y cogiendome del brazo-. Quiero que lo veais. -Me llevo hasta la mesa. Eco me seguia muy de cerca.

El rostro estaba intacto. Tenia los ojos cerrados y solo algunas manchas de suciedad y de sangre y una ligera mueca, como de alguien que padece dolor de muelas o tiene una pesadilla, alteraban los labios y mejillas inertes. Se parecia a su hermana de un modo misterioso: los mismos pomulos, hermosamente moldeados, y la misma nariz larga y orgullosa. Era un rostro para derretir los corazones de las mujeres y provocar la envidia de los hombres, un rostro para mofarse de sus insatisfechos colegas patricios en el Senado y para ganarse la adoracion de la chusma. Clodio habia sido sorprendentemente guapo, casi demasiado aninado para un hombre que ronda los cuarenta anos. Las unicas senales que delataban su edad eran algunas grenas canosas en las sienes, e incluso estas se perdian entre la densa mata de pelo negro.

Por debajo del cuello, su cuerpo, fuerte y delgado, estaba elegantemente proporcionado con los hombros cuadrados y el ancho pecho de nadador. Una herida abierta le atravesaba el hombro derecho. Habia dos heridas de punal mas pequenas en el pecho y las piernas estaban marcadas por numerosas laceraciones, aranazos y contusiones de todo tipo. Otras magulladuras le marcaban la garganta como si le hubieran atado una cuerda delgada al cuello; de hecho, si no hubiera tenido mas heridas, yo habria jurado que lo habian estrangulado.

A mi lado, Eco se estremecia. Al igual que yo, habia visto muchos cadaveres, pero las victimas envenenadas o apunaladas por la espalda presentan un espectaculo menos sangriento que el cadaver que teniamos delante. No era el cuerpo de un hombre al que hubieran asesinado de forma rapida y furtiva. Era el de un hombre muerto en combate.

Clodia cogio una mano del cadaver entre las suyas, apretandola como si pudiera calentarla. Recorrio los dedos y fruncio el ceno:

– El anillo. ?El sello de oro! ?Se lo has quitado tu, Fulvia?

Fulvia nego con la cabeza.

– El anillo ya no estaba cuando lo trajeron. Los hombres que lo mataron han debido de llevarselo como trofeo. -Seguia sin mostrar ninguna emocion.

Se oyeron suaves golpes en la puerta. Algunas esclavas entraron con telas dobladas en los brazos. Portaban peines, frascos de unguento y calderos de agua caliente que despedian nubes de vapor en el aire.

– Dame un peine -dijo Clodia al tiempo que alargaba un brazo a una de las esclavas.

Fulvia torcio el gesto.

– ?Quien ha mandado traer esto?

– Yo. -Clodia se fue al extremo de la mesa y empezo a peinar el pelo de su hermano. Las puas se enredaron en una marana de sangre seca. Se le crispo el rostro. Paso el peine por los cabellos, pero las manos le temblaban.

– ?Has sido tu? Entonces seras tu la que ordene que se lo lleven -dijo Fulvia.

– ?Que quieres decir?

– No es necesario lavarlo.

– Claro que si. El pueblo quiere verlo ahi fuera. -Y lo vera.

– ?Pero no asi!

– Asi exactamente. Querias que tus amigos vieran las heridas. Pues bien, yo tambien. ?Toda Roma las vera!

– Pero toda esta sangre y su ropa colgando como andrajos…

– Quitale la ropa, entonces. Deja que el pueblo lo vea tal como es.

Clodia continuo peinandolo sin apartar los ojos de su trabajo. Fulvia avanzo hacia ella. La agarro de la muneca, le arrebato el peine y lo tiro al suelo. El gesto fue repentino y violento, pero la voz era tan impasible como el rostro.

– Mi madre tiene razon. Esta no es tu casa, Clodia, ni el era tu marido.

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