herirse. A cada paso tanteaba el terreno, avanzaba despacio. A cien metros de su casa no reconocia nada: ni una pared ni un arbol. A veces, caras conocidas, las de vecinos que chapoteaban como el, negros de barro, rojos de sangre, con los ojos ensanchados por el terror, y que como el buscaban a los seres queridos. Ya casi no se oia el ruido de succion de las aguas que se retiraban, y eran cada vez mas fuertes los gritos, los lloros, los estertores. Philippe llego por fin a la carretera y, un poco mas arriba, al lugar donde la ola se habia detenido. Era algo extrano, aquella frontera tan claramente senalada: hasta aqui el caos, mas alla el mundo normal, absolutamente intacto, las casitas de ladrillo rosa o verde claro, los caminos de laterita roja, los tenderetes, los ciclomotores, la gente vestida, atareada, viva, que apenas comenzaba a ser consciente de que habia ocurrido algo grande y espantoso, pero no sabia exactamente que. Los zombis que, como Philippe, volvian a pisar la tierra de los vivos solo podian balbucir la palabra «ola», y esta palabra se propagaba por el pueblo como debio de propagarse la palabra «avion» el 11 de septiembre de 2001 en Manhattan. Ondas de panico impulsaban a la gente en los dos sentidos: hacia el mar, para ver lo que habia sucedido y socorrer a los que podian ser socorridos; lejos del mar, lo mas lejos posible, para ponerse al resguardo por si aquello volvia. En medio del alboroto y los gritos, Philippe subio la calle principal hasta el mercado, donde era la hora de mayor afluencia, y cuando se disponia a buscarles un largo rato, vio enseguida a Jerome y a Delphine, bajo la torre del reloj. El rumor del desastre que acababa de llegarles en aquel mismo momento era tan confuso que Jerome creia que un tirador loco habia abierto fuego en algun lugar de Tangalle. Philippe se dirigio hacia ellos, sabia que eran sus ultimos segundos de felicidad. Ellos le vieron acercarse, el llego a su altura, cubierto de barro y de sangre, con el rostro descompuesto, y en este punto se detiene el relato de Philippe. No logra continuar. Mantiene la boca abierta, pero no consigue volver a pronunciar las dos palabras que tuvo que pronunciar en aquel instante.

Delphine aullo, Jerome no. Tomo a Delphine en los brazos, la apreto contra el todo lo fuerte que pudo mientras ella aullaba, aullaba, aullaba, y a partir de aquel instante puso en practica el programa: como no puedo hacer nada por mi hija, al menos salvo a mi mujer. No presencie la escena, que cuento segun el relato de Philippe, pero asisti a la continuacion y vi como se aplicaba el programa. Jerome no perdio el tiempo en seguir esperando. Philippe no solo era su suegro sino su amigo, confiaba plenamente en el y comprendio en el acto que, por brutales que fueran la conmocion y la perdida, si Philippe habia pronunciado aquellas dos palabras era verdad. Delphine, por su parte, queria creer que se equivocaba. El se habia librado, quiza Juliette tambien. Philippe meneaba la cabeza; es imposible, Juliette y Osandi estaban justo en la orilla del agua, no hay ninguna posibilidad. Ninguna. La encontraron en el hospital, entre las decenas, los centenares ya de cadaveres que el oceano habia devuelto y que a falta de sitio extendian en el suelo. Osandi y su padre tambien estaban alli.

El hotel, a lo largo de la tarde, se transforma en la balsa de la Medusa. Los turistas siniestrados llegan casi desnudos, a menudo heridos, conmocionados, les han dicho que aqui estarian a salvo. Circula el rumor de que existe el riesgo de una segunda ola. Los lugarenos se refugian en el otro lado de la carretera costera, lo mas lejos posible del agua, y los extranjeros en lo alto, es decir, en nuestro hotel. Las lineas telefonicas estan cortadas, pero al final del dia empiezan a sonar los moviles de los huespedes: parientes, amigos que acaban de conocer la noticia y llaman, devorados por la inquietud. Les tranquilizan con la mayor brevedad que pueden, para ahorrar bateria. Por la noche, la direccion del hotel pone en marcha en unas horas un grupo electrogeno que permite recargarlas y seguir las informaciones de la television. Al fondo del bar hay una pantalla gigante que normalmente sirve para ver los partidos de futbol, porque los propietarios son italianos, asi como una gran parte de la clientela. Todo el mundo, huespedes, personal, supervivientes, se congrega delante de la CNN y descubre al mismo tiempo la magnitud de la catastrofe. Llegan imagenes de Sumatra, de Tailandia, de las Maldivas: se ha visto afectado todo el Sudeste Asiatico. Empiezan a desfilar ininterrumpidamente las pequenas filmaciones de aficionados donde se ve a la ola acercarse desde lejos y los torrentes de barro que irrumpen en las casas, llevandose todo por delante. Se habla ya de tsunami como si fuese una palabra conocida desde siempre.

Cenamos con Delphine, Jerome y Philippe; a la manana siguiente volveremos a verles en el desayuno, despues en la comida, despues en la cena: no nos separaremos hasta el regreso a Paris. No se comportan como personas anonadadas a las que todo da igual y ya no se mueven. Quieren volver con el cuerpo de Juliette, y desde la primera noche las cuestiones practicas mantienen a distancia el vertigo aterrador de su ausencia. Jerome se entrega a ellas impetuosamente, es su manera de seguir vivo, de mantener viva a Delphine, y Helene le ayuda tratando de localizar a su compania de seguros para organizar su repatriacion y la del cuerpo. Es complicado, por supuesto, nuestros moviles funcionan mal, esta la distancia, el desfase horario, todas las centralitas estan saturadas, le hacen esperar, en los minutos preciosos durante los cuales las baterias se descargan hay que escuchar fragmentos de musica relajante, voces grabadas, y cuando por fin Helene contacta con un ser humano este le pone en comunicacion con otro numero, la musica se reanuda o bien la linea se corta. Estos contratiempos ordinarios y que en la vida ordinaria simplemente irritan, en estas circunstancias extraordinarias se convierten a la vez en monstruosos y caritativos, porque jalonan una tarea que cumplir, dan una forma al transcurso del tiempo. Hay algo que hacer, Jerome lo hace, Helene le ayuda, es tan sencillo como esto. Al mismo tiempo, Jerome mira a Delphine. Ella mira al vacio. No llora, no grita. Come muy poco, al menos un poco. Le tiembla la mano pero es capaz de levantar hacia la boca un tenedor cargado de arroz al curry. De engullirlo. De masticarlo. De bajar la mano y el tenedor. De repetir el gesto. Yo miro a Helene y me siento un zopenco, impotente, inutil. Le guardo casi rencor por estar tan sumida en la accion y no ocuparse ya de mi: es como si yo no existiera.

Mas tarde nos tumbamos en la cama, uno al lado del otro. Con la punta de los dedos rozo la yema de los suyos, que no responden. Quisiera estrecharla entre mis brazos, pero se que no es posible. Se en que piensa, es imposible pensar en otra cosa. A unas decenas de metros de nosotros, en otro bungalow, Jerome y Delphine deben de estar acostados tambien, con los ojos abiertos. ?La estrecha el en sus brazos o tampoco es posible para ellos? Es la primera noche. La noche que sigue al dia en que su hija ha muerto. Esta manana estaba viva, se ha despertado, ha ido a jugar a la cama de sus padres, les llamaba papa y mama, se reia, estaba caliente, era lo mas hermoso y lo mas calido y dulce que existe en el mundo, y ahora esta muerta. Estara siempre muerta.

Desde el comienzo del dia, yo decia que no me gustaba el Hotel Eva Lanka, proponia que nos mudasemos a una de las pequenas guesthouses de la playa, mucho menos confortables pero que me recordaban mis viajes de mochilero hace veinticinco, treinta anos. No lo decia realmente en serio: en mi descripcion de esos lugares maravillosos, hacia hincapie en la ausencia de electricidad, las mosquiteras agujereadas, las aranas venenosas que te caen encima de la cabeza; Helene y los ninos lanzaban grandes gritos, se burlaban de mis nostalgias de viejo hippy, se habia convertido en un sketch ritual. La ola se ha llevado las guesthouses de la playa, y con ellas a la mayor parte de sus inquilinos. Pienso: podriamos haber estado entre ellos. Jean-Baptiste y Rodrigue podrian haber bajado a la playa debajo del hotel. Podriamos haber salido al mar, como estaba previsto, con el club de submarinismo. Y Delphine y Jerome deben de pensar, por su lado: podriamos habernos llevado a Juliette al mercado. Si lo hubieramos hecho, ella habria venido tambien esta manana a nuestra cama. El mundo estaria de luto a nuestro alrededor pero estrechariamos a nuestra hijita entre los brazos y diriamos: gracias a Dios esta aqui, es lo unico que importa.

La manana del segundo dia, Jerome dice: voy a ver a Juliette. Como si quisiera asegurarse de que la cuidan bien. Ve, dice Delphine. Jerome se va con Philippe. Helene le presta un banador a Delphine, que nada un largo rato, lentamente, con la cabeza bien erguida y la mirada vacia. Alrededor de la piscina, hay ahora tres o cuatro familias de turistas siniestrados, pero solo han perdido sus pertenencias y no se atreven a quejarse demasiado delante de Delphine de la calamidad que han sufrido. Los suizos alemanes se dedican a su curso ayurvedico tan apaciblemente como si no hubieran notado nada de lo que ocurre a su alrededor. Hacia mediodia, Philippe y Jerome vuelven, demacrados: Juliette ya no esta en el hospital de Tangalle, la han trasladado a otro sitio, segun unos a Matara, segun otros a Colombo. Hay demasiados cadaveres, queman algunos, evacuan a otros, empiezan a circular rumores de epidemia. Lo unico que han podido hacer por Jerome es darle un pedazo de papel en el que han garabateado algunas palabras que un empleado del hotel le traduce con un apuro consternado. Es una especie de recibo, que dice unicamente: «Nina blanca, rubia, con un vestido rojo.»Helene y yo tambien vamos a Tangalle. El chofer del tuk-tuk es locuaz, many people dead, pero su mujer y sus hijos, gracias a Dios, han salido ilesos. Cuando nos acercamos al hospital, el olor nos asalta. Lo reconocemos, a pesar

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