pueda comer — aclaro el indigena.

— ?Acaso es tanta la gente? — extranose Ictiandro —. ?Es que no les bastan las aves y los animales terrestres? ?Para que vienen al oceano?

— Esto no es facil de explicar de una asentada — dijo, bostezando, Cristo —. Es hora de dormir. No se te ocurra meterte en el bano: disgustaras a tu padre. — Y Cristo se retiro.

Por la manana temprano Cristo ya no encontro a Ictiandro en su habitacion. El piso de losa estaba mojado en torno a la banera.

— Ha vuelto a dormir en la banera — rezongo el indio —. Despues seguramente se fue al mar.

Al desayuno Ictiandro se presento con mucho retraso.

Se veia triste, afligido. Pincho varias veces el biftec con el tenedor y profirio:

— Otra vez carne asada.

— Si, otra vez — repuso Cristo con severidad —. Lo ha ordenado el doctor. ?Te has vuelto a hartar de pescado crudo en el mar? Asi vas a perder la costumbre de comer alimentos cocinados. Y has vuelto a dormir en el bano. Te empenas en no dormir en la cama: las branquias se deshabituaran del aire y despues vas a lamentarte de que te pinchan los costados. Has vuelto a tardar al desayuno. Cuando regrese el doctor me quejare de ti. Eres un desobediente.

— Cristo, no se lo digas. No quiero disgustarle. — Ictiandro bajo la cabeza y quedo pensativo. Luego, de subito, miro con tristeza al indio y dijo-: Cristo, he visto a una chica. En la vida habia visto nada tan bello, ni en el fondo del oceano…

— ?Para que injuriaste a nuestra tierra? — le dijo Cristo.

— Iba en el delfin a lo largo de la orilla y cerca de Buenos Aires la vi. Tenia los ojos azules y cabello dorado. — Ictiandro anadio-: Pero ella al verme se asusto y salio corriendo. ?Para que me habre puesto las gafas y los guantes? — Tras un breve silencio, reanudo sus reflexiones muy quedo-: Una vez salve a una joven en el oceano. Entonces no preste atencion a su aspecto, no me fije como era. ?Sera la misma? Se me antoja que aquella tambien tenia el cabello dorado. Si, si… Ahora recuerdo… — El joven quedo meditabundo, luego se acerco al espejo y, por primera vez en su vida, se miro.

— ?Y que has hecho despues?

— La espere, pero no volvio. Cristo, ?sera posible que no vuelva mas a la orilla?

«Esta bien que le haya gustado la chica» penso Cristo. Hasta ahora, por mas que le elogiaba la ciudad, no habia podido conseguir que Ictiandro visitara Buenos Aires, donde Zurita podria secuestrar facilmente al joven.

— La chica puede que no vuelva a la orilla, pero yo te ayudare a encontrarla. Para eso debes ponerte un traje civil y venir conmigo a la ciudad.

— ?Y la vere? — exclamo Ictiandro.

— Alli hay muchas chicas. Tal vez encuentres a la que viste en la orilla.

— ?Vamos ahora!

— Ahora ya es tarde. Llegar andando a la ciudad no es facil.

— Yo ire en el delfin y tu por la orilla.

— No te apresures — le dijo Cristo —. Saldremos manana juntos con el alba. Tu te vas a nado por la bahia y yo te espero en la orilla con el traje. Ademas, debo adquirirlo todavia. («Por la noche tendre tiempo para verme con mi hermano» penso Cristo.)

— Bien, manana con la aurora.

EN LA CIUDAD

Ictiandro emergio en la bahia y salio a la orilla. Cristo ya le esperaba con un traje blanco. El joven miro el traje con desagrado, como si le hubieran traido una piel de serpiente y, tras exhalar un profundo suspiro, comenzo a ponerselo. Todo parecia indicar que no se ponia a menudo ese tipo de ropa. El indio le ayudo a hacer el nudo de la corbata y quedo satisfecho de la pinta que tenia.

— Andando — dijo alegre Cristo.

Queriendo asombrar a Ictiandro, el indio se lo llevo por las calles mas centricas: la Avenida Alvear y la Plaza de Mayo, le mostro la Plaza de la Victoria y la Casa Rosada.

Pero Cristo se equivoco. El ruido, el movimiento de gran ciudad, el polvo, el calor, el ajetreo aturdieron por completo a Ictiandro. El trataba de localizar en el tumulto a la joven, asia con frecuencia del brazo a Cristo y le susurraba:

— ?Esta es…! — pero se persuadia de inmediato de que habia errado una vez mas —. No, no, esta es otra…

Llego el mediodia. El calor era insoportable. Cristo propuso desayunar en un bodegon. Alli hacia fresco, pero habia mucho ruido y no se podia respirar. Gente sucia y mal vestida fumaba hediondos cigarros. El humo sofocaba a Ictiandro, y para colmo todos discutian a voz en cuello, blandiendo periodicos arrugados y gritando palabras incomprensibles. Ictiandro tomo gran cantidad de agua fria, pero no probo un bocado y dijo con tristeza:

— Es mas facil encontrarse en el oceano con un pez conocido que con una persona en esta voragine humana. Las ciudades de ustedes son detestables. El ambiente aqui esta cargado y es desagradable al olfato. Me comienzan a pinchar los costados. Cristo, quiero irme a casa.

— Bien — accedio Cristo —. Pasamos antes por casa de un amigo, y nos vamos.

— No quiero pasar por ninguna parte.

— Es de paso. Un momento solamente.

Cristo pago y salieron a la calle. Ictiandro iba con la cabeza gacha tras el indigena, respirando con gran dificultad sin ver las blancas casas, los jardines con cactos, olivos y melocotoneros. El indio lo llevaba a casa de su hermano Baltasar, quien residia en el Nuevo Puerto.

Cuando sintio la proximidad del mar Ictiandro respiro con ansiedad el aire humedo. Se apodero de el un deseo enorme de despojarse de aquella ropa y lanzarse al agua.

— Ahora llegamos — dijo Cristo, mirando receloso a su acompanante.

Cruzaron la via ferrocarril.

— Hemos llegado. Aqui es — dijo Cristo, y bajaron a un pequeno negocio medio oscuro.

Cuando los ojos de Ictiandro se acostumbraron a la semioscuridad, miro asombrado su entorno. El negocio le recordaba un rincon del fondo marino. Un estante y parte del piso estaban cubiertos de las mas diversas ostras. Del techo colgaban hilos de corales, estrellas de mar, peces disecados y otras curiosidades del mar. En el mostrador se exhibian perlas. En uno de los estuches aparecian perlas rosadas «la piel del angel», como les decian los buzos. Objetos tan familiares tranquilizaron a Ictiandro.

— Descansa, aqui hace fresco y no hay ruido — dijo Cristo, sentando al joven en una vieja silla de mimbre.

— ?Baltasar! ?Lucia! — grito el indio.

— ?Eres tu, Cristo? — respondio una voz desde otra pieza —. Pasa.

Cristo se agacho para poder franquear el vano de la puerta que conducia a la habitacion contigua.

Era el laboratorio de Baltasar. Alli restablecia el color de las perlas, afectadas por la humedad, con acido diluido. Cristo entro y cerro bien la puerta. La tenue luz que entraba por una pequena ventana situada casi en el techo, iluminaba diversas vasijas de cristal que estaban sobre una mesa vieja y mugrienta.

— Hola, hermano. ?Donde esta Lucia?

— Ha salido a pedirle a la vecina una plancha. No piensa mas que en encajes y lazos. Ahora vendra — repuso Baltasar.

— ?Y Zurita? — inquirio impaciente Cristo.

— Ha desaparecido el maldito. Ayer hemos tenido un pequeno altercado.

— ?Y todo por Lucia?

— Zurita se desvive por ella, pero no es correspondido. La joven solo tiene una respuesta para el: no quiero y se acabo. ?Que puedo hacer yo? Es una caprichosa y una terca. Se cree demasiado. El orgullo le impide comprender que para cualquier chica india, por bella que sea, es una dicha casarse con un hombre como ese. Tiene su propia goleta, todo un equipo de buzos — rezongaba Baltasar mientras lavaba una perla en la solucion —. Zurita, por enojo, seguramente se dio a la bebida.

— ?Que haremos ahora?

— ?Lo has traido?

— Ahi esta sentado.

Baltasar, impulsado por la curiosidad, se acerco a la puerta y miro por el ojo de la cerradura.

— No le veo — dijo bajito.

— Esta sentado en la silla junto al mostrador.

— No le veo. En ese lugar esta Lucia.

Baltasar abrio la puerta de un empujon y entro en la tienda seguido de Cristo.

Ictiandro no estaba. Desde un rincon oscuro les miraba Lucia, hija adoptiva de Baltasar. La joven era famosa por su belleza hasta fuera de los confines del Puerto Nuevo. Pero era recatada y voluntariosa. Su dulce voz adquiria matiz tajante cuando decia:

— ?No!

Lucia le gusto a Pedro Zurita, quien se proponia pedir su mano. El viejo Baltasar miraba con buenos ojos la perspectiva de emparentarse con el amo de una goleta y de asociarse con el en el negocio.

Pero todas las propuestas de Zurita eran rechazadas por la joven con un invariable «?No!».

Cuando el padre y Cristo entraron, encontraron a la joven cabizbaja.

— Hola, Lucia — dijo Cristo a modo de saludo familiar.

— ?Donde esta el joven? — indago Baltasar.

— Yo no escondo a jovenes — respondio esbozando una sonrisa —. Cuando entre me miro muy extrano, como si se hubiera asustado, se levanto, se echo las manos al pecho y salio corriendo. No tuve tiempo de volverme, ya estaba en la puerta.

«Era ella» penso Cristo.

DE NUEVO EN EL MAR

Ictiandro corria, jadeante, a lo largo de la orilla del mar. Huyendo de esa horrible ciudad, el joven abandono el camino y se dirigio a la misma orilla. Escondido entre las rocas costeras, se cercioro de estar solo, desnudose rapidamente, guardo la ropa en las piedras, corrio y se lanzo al mar.

Pese a la fatiga que le atormentaba, nunca habia nadado tan rapido. Los peces se espantaban al verlo pasar. Y solo cuando se alejo varias millas de la ciudad, Ictiandro se permitio elevarse algo mas cerca de la superficie y nadar en las proximidades de la costa. Alli se sentia ya en su casa. Conocia cada piedra submarina, cada hoyo en el fondo. Aqui, tumbados en el fondo arenoso, viven los lenguados, mas adelante crecen arbustos de coral, entre los que se ocultan pequenos peces de aletas rojas. En el casco de un pesquero hundido se alojo una familia de pulpos con su reciente descendencia. Bajo grises piedras se guarecian cangrejos. A Ictiandro le encanta pasarse horas observando su vida. El sabia las pequenas alegrias que les causaban sus cacerias y sus amarguras, la perdida de una pinza o el ataque de un pulpo. Al pie de las rocas costaneras abundaban las ostras.

Al fin, ya cerca de la bahia, Ictiandro asomo la cabeza, vio un grupo de

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