los alemanes ganaban inexorablemente valiosos metros de la tierra de Stalingrado. Porque dos divisiones de infanteria frescas y con todos sus efectivos al completo que se habian unido por la retaguardia alemana estaban concentradas en las inmediaciones de la fabrica de tractores, sumidas en una inactividad que era signo de mal aguero.

No, Chuikov no habia expresado al comandante del frente todos sus temores, sus inquietudes, sus lugubres pensamientos.

Pero tanto el uno como el otro desconocian cual era la causa de la sensacion de descontento que experimentaron. Lo mas importante de aquel encuentro no fue la parte practica, sino lo que ninguno de los dos habia sido capaz de decir en voz alta.

14

Una manana de octubre el mayor Beriozkin, al despertarse, penso en su mujer y en su hija, en las ametralladoras de gran calibre, y oyo el estruendo ya habitual despues de vivir un mes en Stalingrado; llamo al ametrallador que cumplia el cometido de ordenanza y le mando que le trajera lo necesario para lavarse.

– Fresca como me ha ordenado -dijo Glushkov sonriendo y sintiendo el placer que a Beriozkin le procuraria el aseo matutino.

– En los Urales, donde estan mi mujer y mi hija, seguro que han caido las primeras nieves -dijo Beriozkin-, pero no me escriben, ?entiendes?

– Le escribiran, camarada mayor -lo consolo Glushkov.

Mientras Beriozkin se secaba y se ponia la guerrera, Glushkov le relataba los acontecimientos acaecidos durante las primeras horas de la manana.

Un obus ha caido en la cantina y ha matado a un almacenero; en el segundo batallon el subjefe del Estado Mayor salio a hacer una necesidad y fue alcanzado en el hombro por un casco de metralla; los soldados del batallon de zapadores han pescado una perca de casi cinco kilos aturdida por una bomba. He ido a verla; se la han llevado como regalo al camarada capitan Movshovich. Ha venido el camarada comisario y ha ordenado que usted le telefonee cuando se despierte.

– Entendido -dijo Beriozkin.

Tomo una taza de te, comio gelatina de pierna de ternera, telefoneo al comisario y al jefe del Estado Mayor comunicando que iba a supervisar los batallones, se puso el chaqueton guateado y se dirigio hacia la puerta.

Glushkov sacudio la toalla, la colgo de un clavo, palpo la granada que llevaba enganchada a un costado, se dio una palmada en el bolsillo para comprobar si la bolsa del tabaco estaba en su sitio y, tras coger de un rincon la metralleta, siguio al comandante del regimiento.

Beriozkin salio del refugio sumido en la penumbra y tuvo que entornar los ojos ante la claridad de la luz exterior. El paisaje, convertido en familiar despues de un mes, se extendia ante el: un alud de arcilla, la pendiente parda toda salpicada de telas de lona mugrientas que cubrian los refugios de los soldados, las chimeneas humeantes de las estufas improvisadas. En lo alto se divisaban los edificios oscuros de las fabricas con los tejados derrumbados.

Mas a la izquierda, cerca del Volga, se elevaban las chimeneas de la fabrica Octubre Rojo, se amontonaban los vagones de mercancias, abandonados a un lado de la locomotora, cual ganado confuso arremolinado en torno al cuerpo inerte del jefe de la manada. Todavia mas lejos se perfilaba el amplio encaje de las ruinas muertas de la ciudad, y el cielo otonal se filtraba por las brechas de las ventanas como miles de manchas azules.

Entre los talleres de las fabricas se alzaba el humo, las llamas fulguraban y el aire puro era atravesado ora por un monotono susurro, ora por un traqueteo intermitente y seco. Por lo visto, las fabricas estaban en plena actividad. Beriozkin examino con mirada atenta sus trescientos metros de terreno, la linea de defensa de su regimiento situada entre las casitas de la colonia obrera. Una especie de sexto sentido lo ayudaba a distinguir, en el caos de las ruinas y las callejuelas, las casas donde sus soldados cocinaban gachas de aquellas donde los alemanes comian tocino y bebian Schnaps.

Beriozkin agacho la cabeza y solto un taco cuando una bomba silbo en el aire.

En la vertiente opuesta del barranco el humo tapo la entrada de un refugio; poco despues se oyo una sonora explosion. Del refugio salio el jefe del batallon de comunicaciones de la division vecina, todavia en tirantes y sin la guerrera puesta. Apenas dio un paso cuando un nuevo silbido que cruzo el aire le obligo a retroceder a toda prisa y cerrar de un portazo. La granada exploto a unos diez metros. En la entrada del refugio, dispuesta entre el angulo del barranco y la pendiente del Volga, estaba Batiuk, que observaba todo cuanto pasaba.

Cuando el jefe del batallon de comunicaciones intentaba dar un paso adelante, Batiuk gritaba: «?Fuego!», y el aleman, como por encargo, lanzaba una granada.

Batiuk advirtio la presencia de Beriozkin y le grito:

– ?Saludos, vecino!

Atravesar el sendero desierto entranaba un peligro mortal: los alemanes, despues de un sueno reparador y de haber tomado el desayuno, controlaban el camino con particular interes; disparaban sin escatimar municiones contra todo lo que se movia. En un recodo Beriozkin se detuvo al lado de un monton de chatarra y, tras calcular a ojo el tramo que quedaba, dijo:

– Ve tu primero, Glushkov.

– Pero ?que dice?, no es posible. Seguro que hay algun tirador.

Atravesar en primer lugar un punto peligroso se consideraba un privilegio reservado a los superiores; los alemanes generalmente no llegaban a tiempo de abrir fuego contra el primero que corria.

Beriozkin miro las casas ocupadas por los alemanes, guino un ojo a Glushkov y corrio. Cuando alcanzo el terraplen que lo protegia de las posiciones alemanas, oyo claramente a sus espaldas un estallido: un aleman habia disparado una bala explosiva.

Beriozkin, de pie detras del terraplen, encendio un cigarrillo. Glushkov corrio con paso largo y veloz. Descargaron una rafaga bajo sus pies; parecia que de la tierra se elevara una bandada de gorriones. Glushkov se lanzo a un lado, tropezo, cayo, se puso en pie de un salto y corrio hacia Beriozkin.

– Por poco no lo cuento -dijo y, una vez recuperado el aliento, explico-: Pense que el tipo estaria molesto por haber errado el tiro con usted y que se encenderia un pitillo, pero al parecer esta carrona no fuma.

Glushkov palpo el faldon desgarrado del chaqueton y cubrio al aleman de improperios.

Mientras se acercaban al puesto de mando del batallon, Beriozkin le pregunto:

– ?Le han herido, camarada Glushkov?

– El bastardo solo ha conseguido que pierda el tacon de la bota, eso es todo.

El puesto de mando del batallon se encontraba en el sotano de la tienda de comestibles de la fabrica y en la atmosfera humeda persistia un olor a col fermentada y a manzanas.

Sobre la mesa ardian dos lamparas altas fabricadas con vainas de proyectil. En la puerta habia fijado un letrero: «Vendedor y cliente, sean amables mutuamente».

En el subterraneo se alojaban los Estados Mayores de dos batallones: el de infanteria y el de zapadores. Los dos comandantes, Podchufarov y Movshovich, estaban sentados a la mesa tomando el desayuno.

Al abrir la puerta, Beriozkin oyo la voz animada de Podchufarov:

– A mi el alcohol diluido no me gusta; prefiero no beber. Los dos comandantes se levantaron y se pusieron firmes; el capitan de Estado Mayor escondio bajo una montana de granadas una botella de un cuarto de litro de vodka, y el cocinero tapo con su cuerpo la perca de la que habia hablado un minuto antes con Movshovich. El ordenanza de Podchufarov que, puesto en cuclillas, se disponia a colocar sobre el plato del gramofono el disco Serenata china cumpliendo ordenes del comandante, se levanto tan rapido que solo tuvo tiempo de quitarlo. El pequeno motor del gramofono continuo zumbando vacio; el ordenanza, de mirada abierta y franca, como corresponde a un verdadero soldado, capto con el rabillo del ojo la mirada furiosa de Podchufarov cuando el maldito gramofono, con una diligencia extraordinaria, empezo a chirriar.

Los dos comandantes y el resto de los participantes en el desayuno conocian bien los prejuicios de los superiores: estos sostenian que los oficiales de un batallon deben o librar combates, o vigilar a traves de los prismaticos al enemigo, o meditar inclinados sobre el mapa. Pero los hombres no pueden pasarse las veinticuatro horas del dia disparando, hablando por telefono con sus subordinados y superiores; tambien hay que comer.

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