– Tampoco. No estoy aqui por ti, y lo sabes de sobra, princesa. Por ti no mataria ni una cucaracha.

– Claro. Por mi solo traicionaste a tu amigo y te miras con asco en el espejo, cada manana.

– Afortunadamente no me miro al espejo, ni tu sabes nada de lo que hago por la manana. Vistete, Claudia. Yo tengo que enterrar a este pobre diablo. La tierra esta dura, hace frio y pronto sera de noche. Hay un largo camino hasta Madrid, y yo ardo en deseos de dormirme con una botella de remedio escoces en los brazos.

– Supon que te deseo -ofrecio, con una humildad deliberadamente sucia.

– Supon que me he cortado el pito -murmure, y sali, dando un portazo.

El cielo estaba gris y el aire de la sierra batia furiosamente las laderas. Aunque pareciera mentira, era mayo. Me sentia envilecido y desquiciado, como si acabara de comerme el higado de un nino. Tambien me habia trastornado su cuerpo claro, incitante, su solicitud casi rendida al cabo de tantos anos; aunque fuese un subterfugio, aunque entre ambos se interpusiera mucho mas que el peso amargo de los buenos dias perdidos y la miserable culpa ganada, mucho mas que el hueco absurdo que era todo lo que quedaba de Pablo.

A un costado de la casa habia una especie de cobertizo. Alli encontre la pala. Entre de nuevo en la casa para sacar el cuerpo. Claudia estaba ajustandose unos pantalones. Inicio una sonrisa, pero yo aparte los ojos. El muerto pesaba indeciblemente, como correspondia. Su craneo dejo un reguero de sangre sobre el suelo. Tuve nauseas, y agradeci que el nueve corto no fuese suficiente para vaciar sus sesos a la distancia desde la que le habia tirado. Me costo un calvario cavar un agujero en el que cupiese. Disimule la tumba como mejor pude y devolvi la pala a su sitio. Cuando entre, Claudia habia limpiado la sangre y estaba lista para marcharnos. Cogi el revolver de la mesilla y la navaja del suelo. El revolver me lo guarde y la navaja se la tendi a ella.

– Toma, guardala. Por si esta noche le echas de menos y quieres volver a sentir el cosquilleo de la hoja en el vientre.

– Prefiero sentir otras cosas en el vientre. O preferia.

De modo que tambien me guarde la navaja. De pronto, me habia convertido en un coleccionista de armas.

Tardo un poco en subir al coche. Calcule que estaba echandole la llave a la puerta, pero cuando arranco y empezamos a alejarnos de alli, vi por el retrovisor que habia estado haciendo otra cosa. La casa estaba ardiendo. Claudia sonreia, malevola, con la mirada fija en el camino.

– Eso no ha sido una buena idea -observe.

– ?Por que? -pregunto, suave y rapida.

Menee la cabeza y pense en la Guardia Civil, en el cadaver, en que habia olvidado recoger el casquillo. Daba igual, identificarian el arma por el proyectil, en cualquier caso. Y tambien estaba el coche en el que el habia venido, apenas oculto tras unos arboles a escasa distancia de la casa. Confusamente, traduje para ella:

– Te has dejado mucha ropa en el armario.

– Dejo otras cosas, peores que la ropa. Recuerdos de cuando no era una perra, de cuando no le habia obligado todavia a buscarse un modo de morir.

– No creo que pienses eso.

– Pero tu si lo piensas.

– Yo no soy nadie.

– Ahora eres un asesino, por mi. Bueno, puede que no lo hayas hecho por mi, pero yo si te debo algo. Quiza incluso deba compartir tu manera de ver las cosas.

– No te lo aconsejo. Ahora mismo, por ejemplo, no se ni siquiera donde estoy. No se si me he dejado utilizar como un idiota o si la idiota eres tu, por haberme llamado. Querias que le matase y lo he hecho, pero no se quien era el, y nunca he sabido quien eres tu. Intuyo que simplemente dices eso para reirte de mi. Si es asi, que te aproveche.

– No te desprecies. Solo ha pasado que no tuviste suerte. Eras mejor que el. Por eso no me fui contigo.

– Vaya. Ya tengo tu admiracion. Ahora solo falta que Satanas me bese el culo, y mi vida habra merecido la pena.

– Eres un cabron, Juan.

– Yo no dire lo que tu eres.

Ya habiamos tomado una carretera en condiciones, despues de recorrer aquella senda de cabras. El coche era uno de esos incomodos todoterreno que se habian puesto de moda hacia anos entre la gente a la que Claudia, incluso despues de casarse con Pablo, no habia dejado de pertenecer. Se movia mal por los caminos para los que se le suponia concebido y todavia peor, segun comprobe unos minutos mas tarde, en la autopista. El motor rugia como un condenado pero todo el mundo nos adelantaba. Habia comenzado a llover y los limpiaparabrisas reiteraban incansables su monotono barrido. Por la izquierda, en direccion contraria, hacia las cumbres, trepaba el tren que yo habia cogido por la manana, hasta una estacion desierta desde la que habia tenido que darme una caminata espantosa para llegar a la casa. Anochecia, y las facciones de Claudia se volvian azuladas. En aquella tarde enloquecida, la luz llegaba ahora desde un resquicio que las nubes dejaban momentaneamente a un cuarto creciente de luna. El trafico fue aumentando a medida que nos acercabamos a la ciudad. En una ojeada casual al cuadro, vi que apenas quedaba gasolina. Claudia permanecia absorta en la ruta. Extenuado, me deje caer en un espejismo de la memoria, y jugue a sentirme como si pudieramos regresar igual que regresabamos entonces, cuando desde la estacion, o desde el aeropuerto, o desde la carretera por la que llegaramos, volabamos al Retiro y teniamos que contenernos para no cometer el acto ridiculo de besar la tierra. Si aquella noche hubieramos perpetrado la estupidez de ir alli, solo habriamos visto la miseria de los vagabundos, de las estatuas rotas y las fuentes sin agua, de aquella sobada pero inagotable desesperacion de no ser los mismos.

Claudia conducia bruscamente por las calles de la ciudad. Desde la mayor altura de su vehiculo se imponia sin miramientos al resto de los conductores, incluyendo a los taxistas. Se metia por donde queria y arrinconaba a sus rivales con sana. Ahora comprendia el origen de las tres o cuatro abolladuras que lucia la carroceria de su pequeno blindado. Pronto estuvimos ante la lobrega fachada de mi pension. Subio el todoterreno a la acera y freno un milimetro antes de derribar la senal que prohibia aparcar alli. Apago las luces y quito el contacto. Bien pudo ser solo una falsa impresion, pero crei notar que estaba aturdida. Aguarde a que me pidiera algo. Que la acompanara a casa, o que matase a otro. A lo primero me habria negado, pero quiza no a lo segundo, si me dejaba emborracharme antes. Al cabo de un rato de mirar al otro lado del parabrisas, me aclaro:

– Ya no te necesito mas. Olvidanos, a mi y a Pablo. Vete de Madrid, vuelve a ese balneario donde te pudres. Aqui no queda nada, ya lo has visto.

– ?Y tu? No creo que el gigante estuviera solo. Ni siquiera creo que fuese importante. ?Por que ese empeno en que acabara con el?

– Te he dicho que lo dejes, que lo olvides. Confia en mi y vuelve alli antes de que nadie se preocupe por tu ausencia. A partir de aqui me las arreglo sola.

La deje representar aquel papel, apoyandola con un breve silencio. Esto era artificio, pero lo que le dije despues me salio del alma.

– Quien te habria imaginado asi como eres y estas ahora, aquella noche en que te conocimos. Llevabas un vestido rosa, de fiesta, aun puedo recordarlo. Eras la muchacha que siempre habiamos esperado que apareciera en una noche de verano, paseando sola junto al estanque, hermosa y pensativa. Cuando te vimos, creimos que eras un efecto del alcohol.

– Vuestra desgracia fue que yo tambien estuviera borracha. Si hubiera estado sobria os habria esquivado.

– No lo hiciste. Te paraste y nos recitaste a Rimbaud:

Voici plus de mille ans que la triste Ophelie

Passe, fantome blanc, sur le long fleuve noir.

– Para vosotros era poesia. Para mi era Madame Renard y el Liceo. La sordida sensibilidad de un hatajo de lesbianas languidas.

– Eso no importaba, incluso nos habria excitado saberlo -supuse, con amargura.

– Dejalo, Juan, no remuevas la basura. Adios.

– Solo una pregunta.

– Que.

– ?Que era lo que buscaba ese tipo?

– No tengo la menor idea.

– Pero sabias que entraria en la casa, a buscar algo.

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