por el olfato. Sentiria el olor del semaforo rojo y el del verde, el olor de la lluvia y ese olor, mas intenso, que precede a la nieve. Hubiera sentido el olor de las personas antipaticas y el de las simpaticas, el olor de aquellas de las que podia fiarme y el de esas a las que habia que morder antes de que se acercaran demasiado.

Le habia pedido a Jesus que me llevara a la sombra porque estaba convencida de que alli se escondia mi madre. Dando vueltas por las tinieblas, arriba y abajo, antes o despues olfatearia un rastro, y el rastro me llevaria hasta ella, a la turbulencia tempestuosa de sus besos.

Olor a desinfectante, olor a menestra de verduras, a cebolla, a puerro, olor a cerrado, a polvo, a faldas sucias, olor a pipi en la cama y a jabon barato, olor a humedad, olor a incienso. En el mapa de estos olores, no reconocia ni uno mio.

En el colegio habia una monja que siempre me cogia del brazo. Queria consolarme, pero me daba miedo.

?Tenia que acostumbrarme a aquel nuevo olor de mi vida?

Todavia no estaba ciega, pero habia aprendido a hacer un juego con los ojos. Cuando alguien se me ponia delante, imaginaba ser un caracol: proyectaba hacia adelante y hacia atras los ojos hasta que todo se volvia opaco.

Solo por la tarde me ponia contenta, cuando todas estabamos en pijama junto a la cama y la monja decia: «Juntemos las manitas y recemos a Jesus.»

Jesus me habia seguido de una vida a la otra y, puesto que era mi amigo y me queria, era algo bueno. Asi, con las manos juntas, repetia dentro de mi: «Por favor, ya que me quieres y quieres a mama, haz que vuelva conmigo para siempre.»

Pero el Jesus del dormitorio era distinto del de la cocina. En vez de sonreir con el corazon en la mano, estaba clavado en una cruz, sucio, casi desnudo y con los ojos cerrados. Alli estaba, con su dolor, y no miraba a nadie.

Entretanto buscaban a mis parientes. Nunca habia habido un padre. Mama no tenia hermanos ni hermanas. Sus padres habian muerto hacia tiempo.

«Que suerte», me dijo un dia la de la cama de al lado, «al final te adoptaran».

Asi, con el paso de las semanas, tambien aquel se habia convertido en mi sueno. No queria otra mama, pero me gustaria tener por fin un papa y una casa con una habitacion solo para mi, con mis juguetes y mis olores.

Un dia llego una asistente social. Tenia las mejillas rojas y un abrigo verde botella muy gastado. «Tienes suerte», exclamo con alegria. «Hoy hacemos las maletas y manana te vas a casa de tus tios. El tio Luciano es el hermano de tu abuelo. Esta casado, pero no tiene hijos. Pasaras con ellos las vacaciones de Navidad y el verano. ?Estas contenta?»

No dije ni si ni no. Me quede quieta, con los ojos de caracol que se proyectaban adelante y atras.

A la manana siguiente llego mi tio a recogerme. Sus zapatos crujian mientras atravesaba el gran portico. En vez de darme un beso me tendio la mano: «Encantado. Soy Luciano.»

Su coche tenia los asientos de plastico rojo, muy limpios. Atras habia dos cojines de punto llenos de encajes y bordados. En cada curva oscilaban como medusas gigantes. Guardabamos silencio.

«Ahora conoceras a tu tia Elide», me dijo poco antes de llegar a la granja.

Mi tia parecia esculpida en madera. Mejillas rojas y duras y una nariz muy grande. Me dio dos besos como mordiscos, diciendo: «Bienvenida.»

Por la tarde la ayude a limpiar el pollo. Al dia siguiente preparamos los bizcochos para Navidad. Hablaba poco. «Pasame eso, coge aquello.»

Yo tenia un cuarto en el piso de arriba, con una cama grande y fria. Habia una mesa, un armario y el suelo de baldosas. Desde la ventana se veia el escalextric de la carretera comarcal. Vuom, vuom, hacian los coches; grrrrn, los camiones.

A menudo habia niebla. En esos dias los grandes Tir parecian mamuts. Emergian de la nada, como fantasmas, y por la nada volvian a ser tragados.

Aquella Navidad, bajo el arbol de plastico con las luces parpadeantes, encontre un paquete. Y, dentro del paquete, una caja. Dentro de la caja, una camisa blanca.

«?Te gusta?», pregunto la tia Elide.

«Si», respondi.

En realidad, la camisa blanca no me importaba en absoluto. Lo unico que me hubiera gustado de verdad era un osito con quien compartir la cama. Mi osito de siempre habia terminado en el mundo de la sombra, con todo lo demas.

Aquella Navidad recibi una camisa blanca, y he recibido una camisa blanca casi todas las Navidades siguientes. Una camisa cada vez mas cerrada, cada vez mas casta.

II

En el colegio siempre estaba sola. De vez en cuando alguna monja me llevaba aparte y me decia: «No es bueno aislarse, que luego vienen las penas.» Entonces, para contentarla, buscaba compania, me metia en el grupo pero nadie me echaba la pelota. Me quedaba un rato, mano sobre mano, y despues volvia a retirarme a un banco con mis pensamientos.

Hay buenos pensamientos y malos pensamientos, repetian las monjas a menudo. ?Cuales eran los pensamientos buenos y cuales los malos? ?Como se podian distinguir unos de otros? Los pensamientos no tienen olor y eso hace todo mas dificil.

Yo andaba por los senderos del jardin y pensaba. Si Dios fuese verdaderamente amable, tambien les habria dado un perfume, asi seria posible distinguirlos desde que se forman en la mente. Una cosa es acercarse a una rosa; y otra, a una primula. La primera te aturde con su olor, de la otra ni te das cuenta. Del mismo modo, los pensamientos malos deberian tener un olor fuerte, desagradable, a caca o a pescado podrido, por ejemplo, y los buenos, por el contrario, un perfume suave, amable, olor a vainilla o chocolate. Asi el mundo seria mas simple. Nadie podria esconderse detras de las palabras porque de repente todos sentirian el hedor o el perfume. Quien piensa mal o tiene malas intenciones, seria descubierto antes de abrir la boca.

Hacia los ocho anos, en el catecismo, habia descubierto la existencia del angel de la guarda. Desde aquel dia, cuando me preguntaban: «?Por que estas siempre sola?», respondia: «Esta conmigo el angel de la guarda, no estoy sola.»

«El angel de Rosa esta siempre con ella», bisbiseaban las monjas, mirandome desde lejos. «Dios te bendiga», murmuraba la vieja hermana portera, cuando pasaba a mi lado. Asi yo podia pensar en paz.

Habia una cosa que me atormentaba desde hacia algun tiempo. Se referia a Jesus. Yo habia hecho algunos calculos. En el dormitorio eramos doce y cada una de nosotras, por la noche, le pedia algo. Habia otros cuatro dormitorios, con peticiones parecidas y, ademas, estaban las monjas. Asi que, solo con nosotras, debia ocuparse de un monton de personas. Si ademas salia del colegio, el numero aumentaba espantosamente. ?Como se las arreglaba Jesus para acordarse de todas las peticiones y, sobre todo, para concederlas? Y, ademas, ?estabamos realmente seguros de que las concediera? Mama me decia que Jesus me queria y que tambien la queria a ella. Las monjas decian que queria a todos.

Pero ?que era el amor? No conseguia entenderlo. No era un olor ni una moneda para comprar las cosas. Las monjas hablaban del amor como si fuera el pegamento del mundo, pero cegaban las ventanas y leian las cartas por miedo a que el amor estallara. ?De que amor estaban hablando?

Cuanto mas me lo preguntaba, menos conseguia entenderlo. Se lo pregunte a mi companera de pupitre. «Es cuando un hombre y una mujer duermen desnudos, uno encima y la otra debajo.»

Los veranos con mis tios eran interminables. Nadie venia a vernos. No haciamos excursiones, salvo el 15 de agosto a un santuario mariano poco distante. El aire no se movia, la luz era deslumbrante, el calor fermentaba los excrementos. Pipi de conejo, caca de gallina. Solo se podia pasear con la nariz tapada.

«Deberias acostumbrarte, senorita», me decia mi tia, con mala sombra. Un dia, el gallinero, la conejera, la lenera y la casa serian mias. A esto se referia mi tia. Debia acostumbrarme porque aquella seria mi vida, limpiar las gallinas, retorcerles el pescuezo, recoger los tomates, pelarlos, hervirlos, despellejar a los conejos y luego, por la tarde, sentarme delante de la casa, al anochecer, a mirar pasar como una exhalacion los Tir por la carretera

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