tenia un orificio de bala, o senales de que habian intentado disolverlo con acido. La policia habia determinado -se aseguraba- que se trataba de los restos de una embarazada, de un varon joven o del marido de Luigina Menegaz, que se habia marchado a Roma hacia doce anos y no se habia vuelto a saber de el. Aquella noche, los vecinos de Col di Cugnan cerraron las puertas con llave, y los que la habian perdido hacia anos y no se habian preocupado de buscarla, pasaron peor noche que los otros.

A las ocho de la manana siguiente, llegaron a casa del doctor Litfin dos vehiculos todoterreno conducidos por carabinieri que, cruzando el cesped recien plantado, se detuvieron uno a cada lado de los dos largos surcos que habian sido abiertos la vispera. No fue sino una hora despues cuando llego un coche procedente de la capital de la provincia de Belluno en el que venia el medico legale de la ciudad. Ajeno a los rumores sobre la identidad y la causa de la muerte de la persona cuyos huesos estaban en el campo, inicio el procedimiento habitual y puso a sus dos asistentes a cribar tierra, para reunir todos los restos.

Mientras se llevaba a cabo este lento proceso, uno u otro vehiculo de los carabinieri iba o venia del pueblo, machacando el cesped, y los agentes tomaban cafe en el pequeno bar y empezaban a preguntar a los vecinos si faltaba alguien. La circunstancia de que, segun todos los indicios, los huesos llevaran anos enterrados, no altero su decision de indagar en hechos recientes, por lo que sus pesquisas resultaron infructuosas.

En el campo situado debajo del pueblo, los dos ayudantes del doctor Bortot habian dispuesto, en angulo agudo, un tamiz de malla fina. Lentamente, iban echando cubos de tierra y, de vez en cuando, se agachaban a recoger un huesecito o lo que parecia un huesecito y lo ensenaban a su superior, que estaba al borde del surco, con las manos en la espalda. A sus pies, tenia extendido un plastico negro y, cada vez que sus ayudantes le ensenaban un hueso, el les indicaba donde colocarlo. Poco a poco, entre los tres, iban montando su macabro puzzle.

De vez en cuando, el medico pedia a uno de los hombres que le entregara un hueso y lo examinaba un momento antes de agacharse a ponerlo sobre el plastico. En dos ocasiones rectifico, la primera, para pasar un hueso del lado derecho al izquierdo y, la segunda, con una ligera exclamacion entre dientes, para mover otro hueso de debajo del metatarso al extremo de lo que habia sido una muneca.

A las diez, llego de Munich, despues de conducir toda la noche, el doctor Litfin, al que la tarde antes se habia informado del hallazgo hecho en su jardin. El doctor paro el coche delante de su casa y se apeo moviendo con rigidez sus anquilosadas extremidades. Al otro lado de la casa, vio las numerosas y profundas huellas de neumaticos marcadas en el cesped que con tanta ilusion habia plantado el tres semanas antes, y vio tambien a los tres hombres, que estaban al fondo, cerca del arriate de los frambuesos que habia traido de Alemania y plantado al mismo tiempo que el cesped. Nada mas empezar a cruzar la triturada pradera, el recien llegado se paro en seco al oir una orden que le gritaba alguien que estaba a su derecha. El doctor Litfin se volvio, pero no vio nada mas que los tres venerables manzanos que rodeaban el pozo en ruinas. Al no ver a nadie, siguio andando hacia los tres hombres, pero no habia dado mas que unos pasos cuando dos hombres vestidos con los siniestros uniformes negros de los carabinieri salieron de debajo del manzano mas cercano, apuntandole con sus metralletas.

El doctor Litfin habia sobrevivido a la ocupacion rusa de Berlin y, aunque aquello habia ocurrido cincuenta anos antes, su cuerpo no habia perdido los reflejos ante los uniformes y las armas. Al momento levanto las manos y se quedo quieto como una roca.

Entonces ellos acabaron de salir de las sombras y, durante un momento, ante el contraste entre los tetricos uniformes negros y las inocentes flores rosa de los manzanos, el medico tuvo la sensacion de estar sufriendo una alucinacion. Se acercaban a el pisando con sus botas relucientes una alfombra de petalos recien caidos.

– ?Que busca aqui? -inquirio el primero.

– ?Quien es usted? -pregunto su companero no menos asperamente.

En un italiano que el miedo hacia torpe, el empezo:

– Soy el doctor Litfin. Soy… -busco la palabra-. Soy il padrone de esto.

Se habia dicho a los carabinieri que el nuevo propietario era aleman, y el acento parecia autentico, por lo que bajaron las armas, aunque conservando el dedo cerca del gatillo. Litfin lo tomo como el permiso para bajar las manos, pero lo hizo muy despacio. Por ser aleman, sabia que las armas siempre son superiores a cualquier pretension a derechos legales, y por eso espero a que ellos se acercaran, lo que no le impidio desviar la mirada momentaneamente hacia los tres hombres que estaban en la tierra recien arada, ahora tan inmoviles como el, con su atencion fija en su persona y en los carabinieri que se acercaban.

Los dos oficiales, al encontrarse frente a la persona que podia permitirse las restauraciones evidentes en la casa y los terrenos, fueron perdiendo aplomo y, a medida que se acercaban la balanza empezo a caer del otro lado. El doctor Litfin, que lo noto, aprovecho la ocasion.

– ?Que es todo esto? -pregunto, senalando el campo y dejando que los policias adivinaran si se referia al cesped aplastado o a los tres hombres que estaban al otro lado.

– En su terreno se ha encontrado un cadaver -respondio el primer oficial.

– Eso ya lo se, pero ?por que toda esta… -buscaba una palabra grafica, pero solo se le ocurrio-:… distruzione?

Las marcas de los neumaticos parecian hacerse mas profundas mientras los tres hombres las contemplaban, hasta que al fin uno de los policias dijo:

– Hemos tenido que entrar con los coches.

Litfin prefirio no hacer comentarios a esta mentira palmaria. Dio la espalda a los dos oficiales y se dirigio hacia los otros tres hombres, tan decidido que ninguno de los carabinieri trato de detenerlo. Al llegar al extremo del primer surco, grito al que, al parecer, representaba a la autoridad:

– ?Que es?

– ?Es usted el doctor Litfin? -pregunto el otro doctor, que ya habia sido informado acerca del aleman, de lo que habia pagado por la propiedad y cuanto llevaba gastado en la restauracion.

Litfin asintio y, como el otro tardara en responder, insistio:

– ?Que es?

– Un hombre de veintitantos anos, diria yo -respondio el doctor Bortot, que entonces indico con una sena a sus ayudantes que continuaran el trabajo.

Litfin tardo un momento en reaccionar a la brusquedad de la respuesta, pero luego cruzo el terreno arado y se acerco al otro medico. Los dos estuvieron un rato sin decir nada, mirando como los ayudantes cribaban la tierra.

Al cabo de varios minutos, uno de los hombres dio otro hueso al doctor Bortot que, tras una rapida mirada, se agacho y lo puso al extremo de la otra muneca. Salieron a continuacion dos huesos mas, que tambien fueron puestos en su sitio con rapidez.

– Ahi, a su izquierda, Pizzetti -dijo Bortot, senalando un punto blanco que habia aparecido al extremo del surco. El hombre miro el lugar que se le indicaba, se agacho, recogio el fragmento y lo entrego al doctor. Bortot lo examino un momento, sosteniendolo entre el indice y el pulgar y luego miro al aleman-. ?Cuneiforme lateral? - pregunto.

Litfin fruncio los labios mirando el hueso. Antes de que el aleman pudiera decir algo, Bortot se lo dio. Litfin lo hizo girar en la palma de la mano y luego miro los huesos extendidos a sus pies, encima del plastico.

– O, si no, el intermedio -respondio el aleman, mas comodo con el latin que con el italiano.

– Si, si, tambien podria ser -convino Bortot. Agito las manos hacia el plastico y Litfin se agacho y lo puso en el extremo inferior de la tibia. Se levanto y los dos hombres lo contemplaron.

– Ja, ja -murmuro Litfin. Bortot asintio.

Durante la hora que siguio, los dos medicos permanecieron junto al surco abierto por el tractor, tomando los huesos que les entregaban los hombres que iban cribando la tierra. A veces, deliberaban acerca de un fragmento o una astilla, pero en general estaban de acuerdo al identificar lo que los ayudantes les entregaban.

Lucia un sol de primavera; un cuclillo empezo a cantar a lo lejos, repitiendo su llamada a la pareja con tanta insistencia que al fin los cuatro hombres dejaron de oirlo. El sol calentaba y ellos se quitaron, primero, el abrigo y, despues, la chaqueta, que colgaron de las ramas bajas de los arboles del linde de la finca.

Para matar el tiempo, Bortot hacia preguntas sobre la casa, y Litfin le explico que la restauracion exterior ya

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