colinas, donde me habia dejado el tren en 1943, junto con mis companeros refugiados. Despues pase por la poblacion-carcel de Shepton Mallet, aquel lugar desolado e infeliz donde tenian su base los americanos. Finalmente, palida como un espectro entre la niebla, surgio Christian Gifford, la granja.

Me detuve a pocos centenares de metros, enfile un camino hasta una zona boscosa donde nadie podria descubrirme desde la carretera y despues anduve el trecho restante. Era duro para mi, pero preferia que nadie me observara mientras salia aparatosamente del coche y, por otra parte, me ponia al abrigo de alguna bala perdida.

El viejo cliche de la niebla envolviendo el paisaje como una mortaja venia aqui que ni pintado. La ausencia de pajaros hacia aquel ambiente mas sepulcral que un cementerio. Lo unico que se escuchaba era el crujido irregular de los zapatos y el baston en la calzada. Volvi a maldecir a Harry por haberme robado el arma.

Entre en la granja por la parte donde estaban los bidones de leche, preparados para ser recogidos. De haber sido normal la visibilidad, habria distinguido la casa y demas edificaciones en lugar de ver la hilera de arbustos descoloridos y recortados, con sus festones de telaranas y de gotas de lluvia.

Me meti cojeando en la era, la movilidad de mis ojos compensaba la torpeza de mis piernas.

Permaneci un momento inmovil, escrutando los grises edificios, a la espera de un movimiento, acordandome del dia en que Duke y Harry irrumpieron en la granja con su jeep, yo sentado en el asiento trasero, triunfante, pero nervioso por el resultado hasta que Barbara, radiante, con sus negros cabellos resaltando sobre el jersey blanco, salio de la casa con el rostro sonriente.

Puse coto a mis recuerdos y me acerque a la granja.

George Lockwood respondio a mi llamada. Veinte anos pueden operar dramaticos cambios en un rostro. El suyo, sin embargo, apenas se habia alterado; entre los dientes habia algun hueco mas que antes no estaba, las mejillas junto a los pomulos ligeramente mas hundidas, pero el ojo izquierdo seguia igualmente inyectado de sangre y las cejas tan negras como antes, pese a que su pelo habia encanecido.

No dijo nada. Se quedo estudiandome. Su mirada era directa, exenta de interes, nada sorprendida. Me conocio. Se diria incluso que me esperaba.

Le di una somera explicacion:

– Estuve aqui el domingo y esperaba verle a usted y a la senora Lockwood. Soy Theo Sinclair.

Asintio con la cabeza. Por lo menos habia alguien que me entendia.

– ?Puedo pasar?

El hombre modifico el foco de sus ojos para escrutar mas alla de mi persona, hacia la era.

– Hoy he venido solo -le dije.

Retrocedio unos pasos, dejando la puerta abierta, se dio la vuelta y se fue pasillo abajo, arrastrando los pies al andar.

Despues de cerrar la puerta, segui tras el.

Hasta mi llego flotando en el aire el olor a pan cocido en el horno, que se asociaba, en mis recuerdos, al intenso olor de aquella casa, mezcla del que emanaba el moho de las viejas alfombras y el de las piedras antiguas. Todavia fue mas evocadora la voz de la senora Lockwood, tenue, apenas audible:

– ?Quien es, George?

Al entrar en la cocina y verme, exclamo:

– ?Theo, querido Theo!… -y abrio los brazos para que la abrazara.

Habia cambiado mas que su marido, habia perdido gran parte de los kilos de los tiempos en que yo la conoci y, en cambio, habia ganado toda una coleccion de arrugas que le infundian un aire de suma tristeza cuando de su rostro desaparecia la sonrisa. Por otra parte, la artritis habia empezado su labor de deformacion de las articulaciones de sus dedos. Iba peinada de la misma manera austera de los viejos tiempos, con el cabello, ahora plateado, echado para atras desde su nacimiento en la frente y recogido en un mono en la nuca.

– Me parece que todavia podre ofrecerte unos pastelitos acabados de hacer -dijo.

– ?Estupendo! -dije, pensando que por lo menos el recibimiento era mejor que el de la ultima vez.

Como de paso, pregunte:

– ?Donde esta Bernard esta manana?

– Arando. No puede tardar. Ahora vendra.

Trate de que no viera el panico que me producia la noticia. Me acorde de que «ahora», en aquellas tierras de poniente, tenia significados insospechados. De hecho, cabia la posibilidad de establecer unos limites mas precisos a traves de la expresion del rostro de la persona que pronunciaba la palabra que a traves de la entonacion de la misma. Yo no me habia distinguido nunca por mi capacidad de adivinar el sentido de las palabras de la senora Lockwood.

Nos sentamos los tres alrededor de la vieja mesa de la cocina y comimos pastelitos con mermelada de fresa, acompanados de te, que seguia hirviendo a fuego lento en la tetera marron, colocada sobre el hornillo de la cocina. Entretanto les conte que habia sido de mi vida desde 1944. Todo expuesto en frases breves y tajantes.

– ?Y que te trae por aqui? -me pregunto la senora Lockwood.

– La hija de Duke Donovan quiso que la acompanara aqui el domingo pasado. Estuvimos hablando con Bernard.

– Eso ha dicho.

– Pero no tuvimos la suerte de poder hablar con usted, asi que he decidido volver.

George Lockwood parecio encontrar su voz y la empleo de manera expresiva, infundiendo en sus palabras una nota de incredulidad:

– ?Donovan tenia una hija?

– Si, nos lo dijo Bernard -le recordo la senora Lockwood con viveza y, dedicandome una sonrisa, anadio-: Se ha vuelto un poco duro de mollera…

– Nosotros no sabiamos que estuviera casado -insistio George.

– Pero George… -dijo la senora Lockwood con voz llena de desaliento y de premura.

Despues, dirigiendose a mi, adopto un tono mas amable:

– Theo, chico, ponte un poco mas de mantequilla… Que ahora ya no estamos en guerra…

Cogiendo el plato de la mantequilla, dije:

– La hija de Duke Donovan, Alice, cree que su padre era inocente.

– ?Y ella que sabe del asunto? -dijo George, demostrando no ser tan duro de mollera como suponia su mujer.

– Y no es ella sola la que lo cree -dije-. ?Se acuerda de Harry Ashenfelter, el otro americano?

Detras de mi sono otra voz:

– ?Que hay de Harry Ashenfelter?

Era Bernard.

No se como se las arreglo para entrar tan sigilosamente ni tampoco cuanto rato podia haber estado escuchando, mientras sus padres seguian hablando, embadurnandose los pastelillos con mantequilla, sin darse cuenta de nada. A decir verdad, me dio un susto soberano, como consecuencia del cual me derrame el te sobre los pantalones. Al volver la cabeza, mis ojos tropezaron con los canones gemelos de una escopeta.

– Sientate, Bernard -dijo su madre placidamente-. Es Theo, que ha venido a vernos.

– Para nada bueno -dijo Bernard, acercandome el arma a los ojos-. Ahora mismo va a venirse conmigo.

Madre e hijo se miraron a traves de la habitacion, como si midieran mentalmente sus respectivas fuerzas. En otro tiempo yo habria apostado por la senora Lockwood. Su voz debil era enganosa, porque poseia una personalidad muy entera y con la suficiente fuerza de voluntad para imponerla, como tuve ocasion de comprobar, para dolor de mis carnes, en tiempo de guerra, al enterarme de la doble aplicacion que tenia la tabla de planchar. En aquellos tiempos habria sido un temible contrincante para Bernard, pese a la corpulencia de este. El tenia que arriar velas siempre. Pero habian pasado veinte anos y la situacion era otra. Bernard no estaba en el mismo sitio de antes: ahora el granjero era el.

En honor a la verdad, George Lockwood esta vez se puso a favor de su esposa y dijo a Bernard:

– ?Que te ha dado hoy? En esta casa no se llevan armas.

Bernard, en voz muy baja, en la que no se traslucian concesiones de ningun genero:

– Si este hijo de puta hace lo que yo le digo, no tiene por que haber disparos dentro de casa.

Y dandome una patada en la pierna izquierda, me ordeno:

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