ante una mesa verde en medio de la habitacion mas grande, sosteniendo una pluma en la mano. Durante los anos que le trate, Sachs paso todos los veranos escribiendo en esta misma mesa, y esta es la habitacion donde le vi por ultima vez, donde me abrio su corazon y me revelo su terrible secreto. Si me concentro lo suficiente en el recuerdo de esa noche, casi puedo enganarme y pensar que todavia esta aqui. Es como si sus palabras flotaran aun en el aire, como si todavia pudiese alargar la mano y tocarle. Fue una conversacion larga y agotadora, y cuando finalmente la terminamos (a las cinco o las seis de la manana), me hizo prometer que no permitiria que su secreto saliera de las paredes de esta habitacion. Esas fueron sus palabras exactas: que nada de lo que habia dicho debia escapar de esta habitacion. Por ahora podre mantener mi promesa. Hasta que llegue el momento de mostrar lo que he escrito aqui, puedo consolarme con el pensamiento de que no estoy rompiendo mi palabra.

La primera vez que le vi nevaba. Han transcurrido mas de quince anos desde ese dia, pero todavia puedo evocarlo siempre que lo deseo. Muchas otras cosas se han perdido para mi, pero recuerdo ese encuentro con Sachs tan claramente como cualquier suceso de mi vida.

Fue un sabado por la tarde en febrero o marzo, y los dos habiamos sido invitados a hacer una lectura conjunta de nuestra obra en un bar del West Village. Yo no habia oido hablar de Sachs, pero la persona que me llamaba tenia demasiada prisa como para contestar a mis preguntas por telefono.

– Es un novelista -me dijo ella-. Publico su primer libro hace un par de anos.

Me llamo un miercoles por la noche, solo tres dias antes de que la lectura tuviese lugar, y en su voz habia algo que rayaba el panico. Michael Palmer, el poeta que tenia que aparecer el sabado, acababa de cancelar su viaje a Nueva York, y se preguntaba si yo estaria dispuesto a sustituirle. No era una peticion muy directa, pero le dije que lo haria. Yo todavia no habia publicado mucho entonces -seis o siete cuentos en revistas de corta tirada, un punado de articulos y de resenas de libros-, y no se podia decir que la gente clamara por el privilegio de oirme leerles en voz alta. Asi que acepte el ofrecimiento de la mujer abrumada, y durante los dos dias siguientes yo tambien fui presa del panico, mientras rebuscaba freneticamente en el diminuto mundo de mi coleccion de relatos algo que no me avergonzase, unos parrafos que fuesen lo bastante buenos como para exponerselos a una sala llena de extranos. El viernes por la tarde entre en varias librerias y pedi la novela de Sachs. Me parecia lo correcto haber leido algo de su obra antes de conocerle, pero el libro habia sido publicado dos anos antes y nadie lo tenia.

La casualidad quiso que la lectura nunca se realizase. El viernes por la noche hubo una inmensa tormenta procedente del Medio Oeste y el sabado por la manana habia caido medio metro de nieve sobre la ciudad. Lo razonable habria sido ponerse en contacto con la mujer que me habia llamado, pero por un estupido descuido no le habia pedido su numero de telefono, y como a la una todavia no habia tenido noticias suyas, supuse que debia ir al centro lo mas rapidamente posible. Me puse el abrigo y los chanclos, meti el manuscrito de mi cuento mas reciente en un bolsillo y camine trabajosamente por Riverside Drive en direccion a la estacion de metro de la calle 116 esquina a Broadway. El cielo estaba empezando a aclarar, pero las calles y las aceras continuaban cubiertas de nieve y apenas habia trafico. En medio de altos montes de nieve junto al bordillo habian sido abandonados unos cuantos coches y camiones y de vez en cuando un vehiculo solitario avanzaba centimetro a centimetro por la calle, patinando cada vez que el conductor trataba de pararse en un semaforo en rojo. Normalmente habria disfrutado de aquella confusion, pero hacia un dia demasiado horrible como para sacar la nariz de la bufanda. La temperatura habia ido descendiendo constantemente desde el amanecer y ahora en el ambiente se respiraba un intenso frio, acompanado de violentos golpes de viento procedentes del Hudson, rafagas enormes que literalmente empujaban mi cuerpo. Estaba aterido cuando llegue a la estacion de metro, pero a pesar de todo parecia que los trenes seguian funcionando. Esto me sorprendio, y mientras bajaba las escaleras y compraba el billete supuse que queria decir que, a pesar de todo, la lectura se celebraria.

Llegue a la Taberna de Nashe a las dos y diez. Estaba abierta, pero una vez mis ojos se acostumbraron a la oscuridad del interior, vi que no habia nadie. Un camarero con un delantal blanco estaba detras de la barra, secando metodicamente los vasos con un pano rojo. Era un hombre corpulento de unos cuarenta anos y me estudio cuidadosamente mientras me acercaba, casi como si lamentase aquella interrupcion de su soledad.

– ?No se suponia que aqui habia una lectura dentro de unos veinte minutos? -pregunte.

En el mismo momento en que las palabras salieron de mi boca, me senti estupido por decirlas.

– Se ha cancelado -dijo el camarero-. Con toda esa nieve ahi fuera no tendria mucho sentido. La poesia es algo hermoso, pero no vale la pena que se te congele el culo por ella. Me sente en uno de los taburetes de la barra y pedi un bourbon. Todavia estaba tiritando por mi caminata sobre la nieve y queria calentarme las tripas antes de aventurarme a salir de nuevo. Me liquide la bebida en dos tragos y pedi otra porque la primera me habia sabido muy bien. Iba por la mitad de mi segundo bourbon cuando otro cliente entro en el bar. Era un hombre joven, alto, sumamente delgado, con la cara estrecha y una abundante barba castana. Le observe mientras daba patadas en el suelo un par de veces, batia palmas con las manos enguantadas y exhalaba ruidosamente a consecuencia del frio. No habia duda de que tenia una pinta extrana, tan alto dentro de su abrigo apolillado, con una gorra de beisbol de los Knicks de Nueva York en la cabeza y una bufanda azul marino envuelta sobre la gorra para proteger las orejas. Parecia alguien que tuviera un terrible dolor de muelas, pense, o bien un soldado ruso medio muerto de hambre, desamparado, en las afueras de Stalingrado. Estas dos imagenes acudieron a mi en rapida sucesion, la primera comica, la segunda desolada. A pesar de su ridiculo atuendo, habia algo fiero en sus ojos, una intensidad que sofocaba cualquier deseo de reirse de el. Se parecia a Ichabod Crane, quizas, pero tambien era John Brown, y una vez que ibas mas alla de su atuendo y su desgarbado cuerpo de jugador de baloncesto, empezabas a ver una clase de persona totalmente diferente: un hombre al que no se le escapaba nada, un hombre con mil engranajes girando en su cabeza.

Se detuvo en la puerta unos momentos examinando el local vacio, luego se acerco al camarero y le hizo mas o menos la misma pregunta que le habia hecho yo diez minutos antes. El camarero le dio mas o menos la misma respuesta que me habia dado a mi, pero en este caso tambien hizo un gesto con el pulgar senalando hacia donde yo estaba sentado al extremo de la barra.

– Ese tambien ha venido a la lectura -dijo-. Probablemente son ustedes las dos unicas personas de Nueva York lo bastante locas como para salir de casa hoy.

– No exactamente -dijo el hombre de la bufanda enrollada alrededor de la cabeza-. Se olvida de contarse a si mismo.

– No -dijo el camarero-. Lo que pasa es que yo no cuento. Yo tengo que estar aqui, ?comprende?, y usted no. A eso es a lo que me refiero. Si yo no me presento, pierdo el trabajo.

– Yo tambien he venido aqui a hacer un trabajo -contesto el otro-. Me dijeron que iba a ganar cincuenta dolares. Ahora han suspendido la lectura y yo he perdido el precio del billete de metro.

– Bueno, eso es diferente -dijo el camarero-. Si usted tenia que haber leido, supongo que tampoco cuenta.

– Eso deja a una sola persona en toda la ciudad que ha salido sin necesidad.

– Si estan ustedes hablando de mi -dije, entrando finalmente en la conversacion-, su lista se reduce a cero.

El hombre de la bufanda alrededor de la cabeza se volvio hacia mi y sonrio.

– Ah, eso quiere decir que eres Peter Aaron, ?no?

– Supongo que si -dije-. Si yo soy Peter Aaron, tu debes de ser Benjamin Sachs.

– El mismo que viste y calza -respondio Sachs, y solto una risita como burlandose de si mismo. Vino hacia donde yo estaba sentado y me tendio la mano derecha-. Me alegra que este usted aqui -dijo-. He leido ultimamente algunas cosas de las que escribe y tenia muchas ganas de conocerle.

Asi fue como empezo nuestra amistad, sentados en aquel bar desierto hace quince anos, invitandonos mutuamente hasta que los dos nos quedamos sin dinero. Aquello debio de durar tres o cuatro horas, porque recuerdo claramente que cuando al fin salimos de nuevo al frio tambaleandonos, ya habia caido la noche. Ahora que Sachs ha muerto, me resulta insoportable pensar en como era entonces, recordar toda la generosidad, el humor y la inteligencia que emanaban de el aquella primera vez que le vi. A pesar de los hechos, es dificil para mi imaginar que la persona que estuvo sentada conmigo en el bar aquel dia era la misma persona que acabo destruyendose la semana pasada. El viaje debio de ser para el tan largo, tan horrible, tan cargado de sufrimiento, que casi no puedo pensar en ello sin sentir ganas de llorar. En quince anos, Sachs viajo de un extremo de si mismo al otro, y para cuando llego a este ultimo lugar, dudo que supiera ya quien era. Habia recorrido tanta distancia que le debia de ser imposible recordar donde habia empezado.

– Generalmente, consigo estar al corriente de lo que se publica -dijo, desatandose la bufanda debajo de la barbilla y quitandosela junto con la gorra de beisbol y el largo abrigo marron. Lo dejo todo en un monton sobre un taburete cerca de el y se sento-. Hasta hace dos semanas nunca habia oido hablar de ti. Ahora, de repente, parece

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