El Pernales vacilo y, finalmente, deposito las ropas sobre una silla y se acerco al cadaver. Mantuvo un instante los dedos sobre los parpados inmoviles y cuando los retiro, Trinidad descansaba. Seguidamente le anudo un panuelo en la nuca, pasandosele bajo la barbilla. Dijo, al concluir:

– Manana, cuando bajes a dar aviso, se lo puedes quitar.

El Senderines se erizo.

– ?Es que te marchas? -inquirio anhelante.

– ?Que hacer! Mi negocio esta alla abajo, hijo, no lo olvides.

El nino se despabilo de pronto:

– ?Que hora es?

El Pernales extrajo el despertador del bolsillo.

– Esto tiene las dos; puede que vaya adelantado.

– Hasta las seis no subira Conrado de la Central -exclamo el nino-. ?Es que no puedes aguardar conmigo hasta esa hora?

– ?Las seis! Hijo, ?que piensas entonces que haga de lo mio?

El Senderines se sentia desolado. Recorrio con la mirada toda la pieza. Dijo, de subito, desbordado:

– Quedate y te dare… te dare -se dirigio al armario- esta corbata y estos calzoncillos y este chaleco y la pelliza, y… Y…

Arrojo todo al suelo, en informe amasijo. El miedo le atenazaba. Echo a correr hacia el rincon.

– … Y el aparato de radio -exclamo.

Levanto hacia el Pernales sus pupilas humedecidas.

– Pernales, si te quedas te dare tambien el aparato de radio -repitio triunfalmente.

El Pernales dio unos pasos ronceros por la habitacion.

– El caso es -dijo- que mas pierdo yo por hacerte caso.

Mas cuando le vio sentado, el Senderines le dirigio una sonrisa agradecida. Ahora empezaban a marchar bien las cosas. Conrado llegaria a las seis y la luz del sol no se marcharia ya hasta catorce horas mas tarde. Se sento, a su vez, en un taburete, se acodo en el jergon y apoyo la barbilla en las palmas de las manos. Volvia a ganarle un enervamiento reconfortante. Permanecio unos minutos mirando al Pernales en silencio. El «bom-bom» de la Central ascendia pesadamente del cauce del rio.

Dijo el nino, de pronto:

– Pernales, ?como te las arreglas para escupir por el colmillo? Esa es una cosa que yo quisiera aprender.

El Pernales saco pausadamente la botella del bolsillo y bebio; bebio de largo como si no oyera al nino; como si el nino no existiese. Al concluir, la cerro con parsimonia y volvio a guardarla. Finalmente, dijo:

– Yo aprendi a escupir por el colmillo, hijo, cuando me di cuenta que en el mundo hay mucha mala gente y que con la mala gente si te liras a trompazos te encierran y si escupes por el colmillo nadie te dice nada. Entonces yo me dije: «Pernales, has de aprender a escupir por el colmillo para poder decir a la mala gente lo que es sin que nadie te ponga la mano encima, ni te encierren.» Lo aprendi. Y es bien sencillo, hijo.

La cabecita del nino empezo a oscilar. Por un momento el nino trato de sobreponerse; abrio desmesuradamente los ojos y pregunto:

– ?Como lo haces?

El Pernales abrio un palmo de boca y hablaba como si la tuviera llena de pasta. Con la negra una de su dedo indice se senalaba los labios. Repitio:

– Es bien sencillo, hijo. Combas la lengua y en hueco colocas el escupitajo…

El Senderines no podia con sus parpados. La codorniz aturdia ahora. El grillo hacia un cuarto de hora que habia cesado de cantar.

– … luego no haces sino presionar contra los dientes y…

El Senderines se dejaba arrullar. La conciencia de compania habia serenado sus nervios. Y tambien el hecho de que ahora su padre estuviera vestido sobre la cama. Todo lo demas quedaba muy lejos de el. Ni siquiera le preocupaba lo que pudiera encontrar manana por detras de los tesos.

– … y el escupitajo escapa por el colmillo por que…

Aun intento el nino imponerse a la descomedida atraccion del sueno, pero termino por reclinar suavemente la frente sobre el jergon, junto a la pierna del muerto y quedarse dormido. Sus labios dibujaban la iniciacion de una sonrisa y en su tersa mejilla habia aparecido un hoyuelo diminuto.

Desperto, pero no a los pocos minutos, como pensaba, porque la luz del nuevo dia se adentraba ya por la ventana y las alondras cantaban en el camino y el Pernales no estaba alli, sino Conrado, Le descubrio como a traves de una niebla, alto y grave, a los pies del lecho. El nino no tuvo que sonreir de nuevo, sino que aprovecho la esbozada sonrisa del sueno para recibir a Conrado.

– Buenos dias -dijo.

La luciernaga ya no brillaba sobre la mesa de noche, ni el cebollero cantaba, ni cantaba la codorniz, pero el duro, incansable pulso de la Central, continuaba latiendo abajo, junto al rio. Conrado se habia abotonado la camisa blanca hasta arriba para entrar donde el muerto. El Senderines se Incorporo desplazando el taburete con el pie. Al constatar la muda presencia de Trino, pavorosamente blanco, pavorosamente petrificado, comprendio que para el no llegaba ya la nueva luz y ceso repentinamente de sonreir Dijo:

– Voy a bajar a dar aviso.

Conrado asintio, se sento en el taburete que el nino acababa de dejar, lo arrimo a la cama, saco la petaca y se puso a liar un cigarrillo, aunque le temblaban ligeramente las manos.

– No tardes -dijo.

Miguel Delibes

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