—Iremos a dar una vuelta por alli manana por la manana —dijo Morosini—. Supongo que podra indicarnos el camino. Es la primera vez que venimos.

—Es muy facil: salen de aqui por el sur remontando el curso del rio y a unos tres kilometros veran a la derecha, entre los arboles, un camino cerrado por una vieja verja entre dos pilares de piedra. Esta un poco herrumbrosa, la verja, y nunca esta cerrada. No tienen mas que entrar y seguir el camino. Cuando esten delante de las ruinas ennegrecidas, sabran que han llegado… Pero ?no han dicho que querian ir al castillo?

—Si, es verdad —dijo Adalbert, haciendo visiblemente un esfuerzo—, pero confieso que se nos habia ido un poco de la cabeza. Esperemos que el principe quiera recibirnos.

—Su alteza esta en Praga, o en Viena. En cualquier caso, no en Krumau.

—?Esta seguro?

—Es facil saberlo; no hay mas que mirar la torre: si su alteza esta aqui, izan su bandera. Pero no se preocupen; siempre hay alguien alli arriba. El mayordomo, por ejemplo, y sobre todo el doctor Erbach, que se ocupa de la biblioteca; el les dara toda la informacion que quieran… Ah, disculpenme, por favor, me necesitan.

Una vez que su anfitrion se hubo ido, Aldo y Adalbert subieron a sus habitaciones, demasiado preocupados por lo que acababan de saber para hablar. Los dos sentian la necesidad de reflexionar en silencio, y esa noche ninguno de los dos durmio mucho.

Cuando se encontraron al dia siguiente para desayunar en el comedor, intercambiaron pocas palabras, y no muchas mas durante el corto trayecto que los condujo al escenario del drama. Porque realmente lo era: la casa renacentista —se podia determinar la epoca gracias a algunas piedras angulares y a un fragmento de pared que conservaba restos de aquellos sgraffite [19] tan apreciados en los tiempos del emperador Maximiliano— practicamente habia desaparecido. Lo poco que quedaba de ella era un amasijo de escombros ennegrecidos, alrededor del cual un circulo de grandes hayas parecia montar una guardia funebre. A cierta distancia, los establos y una construccion reservada al servicio contrastaban por la serenidad de sus ventanas abiertas al sol, al otro lado de un jardin florido. El alegre murmullo del rio anadia encanto al lugar y Morosini recordo que aquella morada habia pertenecido a una mujer. Una mujer que habia querido a Simon Aronov y le habia legado su casa como ultima prueba de amor.

Atraido seguramente por el ruido del motor, un hombre salia al encuentro de los visitantes todo lo deprisa que le permitian sus pesadas botas cenidas con una correa. Llevaba unas calzas de terciopelo marron bordadas, bajo un chaleco cruzado rojo y una chaqueta corta con muchos botones, segun la moda de los campesinos bohemios acomodados, atuendo que realzaba un indudable vigor apenas desmentido por el cabello y el largo bigote gris.

Los dos extranjeros notaron de inmediato que no eran bien recibidos. En cuanto estuvo lo suficientemente cerca, el hombre les espeto:

—?Que quieren?

—Hablar con usted —dijo Morosini con calma—. Somos amigos del baron Palmer y…

—?Demuestrenlo!

?Como si fuera facil! Aldo hizo un gesto de impotencia, pero luego se le ocurrio una idea.

—En Krumau nos han dicho…

—?Quien?

—Johann Sepler, el hospedero. Pero deje de interrumpirme constantemente; si no, no llegaremos a ninguna parte. Sepler nos ha dicho que el sirviente asiatico del baron no perecio en el incendio y esta recuperandose en su casa. Vaya a decirle que me gustaria hablar con el. Soy el principe Morosini, y el es el senor Vidal-Pellicorne.

El guarda fruncio el entrecejo: los nombres extranjeros despertaban desconfianza. Los dos amigos sacaron al unisono una tarjeta de visita y se la dieron al hombre.

—Deselas y ya vera…

—Esta bien. Esperen aqui.

Volvio a la casa, de la que salio unos instantes mas tarde sujetando del brazo a un personaje que se apoyaba con la otra mano en un baston. Aldo reconocio enseguida a Wong, el chofer coreano de Simon Aronov, al que habia visto una tarde en las calles de Londres al volante del coche del Cojo. El rostro del sirviente mostraba evidentes huellas de sufrimiento, pero a los visitantes les parecio que en sus ojos negros brillaba una llamita.

—?Wong! —dijo Aldo acercandose a el—. Habria preferido volver a verlo en otras circunstancias… ?Como esta?

—Mejor, excelencia, gracias. Me alegro de verlos, caballeros.

—?Podemos hablar un momento sin cansarlo demasiado?

El checo se interpuso:

—?Estos hombres son amigos de Pane Baron?

—Si, sus mejores amigos. Puedes creerme, Adolf.

—Entonces les pido disculpas. Pero es que los otros tambien se presentaron como amigos.

—?Los otros? —dijo Adalbert—. ?Que otros?

—Tres hombres que se presentaron aqui una tarde —gruno el llamado Adolf—. Por mas que les asegure, tal como me habian ordenado, que Pane Baron no estaba, que no lo habiamos visto desde hacia tiempo, insistieron. Querian «esperarlo». Entonces cogi la escopeta y les dije que no tenia ningunas ganas de que se instalaran delante de nuestra puerta hasta el dia del Juicio Final y que, si no querian irse por las buenas, me encargaria de que se fueran por las malas.

—?Y se fueron?

—No de buen grado, se lo aseguro. Pero estaban aqui unos primos mios de Hohenfurth, que habian venido

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