Kledermann guardo silencio unos instantes y luego dejo que una sonrisa maliciosa animara sus facciones un poco severas. Estaban tomando el cafe y ofrecio un suntuoso habano a su invitado, al que dejo tiempo de encenderlo y de apreciar su calidad.
—?Y usted le cree? —pregunto por fin.
—?A quien, a mi amigo? Por supuesto que le creo.
—Sin embargo, deberia saber de que son capaces los coleccionistas cuando esta en juego una pieza tan rara y tan preciosa. ?Una piedra sagrada!… ?Un simbolo de la patria perdida que encierra todas las miserias y todos los sufrimientos de un pueblo oprimido!… Yo quisiera creerle, pero de lo que usted acaba de referirme lo que se deduce es que se trata ante todo de una joya cargada de historia. ?Se da cuenta? Isabel la Catolica, Juana la Loca, Rodolfo II y su terrible hijo bastardo. Tengo piedras que no son ni la mitad de apasionantes.
—El hombre que me ha pedido esta joya no utilizaba ninguna estratagema. Lo conozco demasiado bien para sospechar una cosa asi; para el es una cuestion de vida o muerte.
—Hummm… Hay que pensar muy bien en todo esto. Mientras tanto, voy a ensenarle la piedra en cuestion y tambien mi coleccion. Venga.
Los dos hombres volvieron al gran gabinete-biblioteca del primer piso, cuya puerta Kledermann cerro con llave.
—?Teme que uno de los miembros de su personal entre sin llamar? —dijo Morosini, divertido por esa precaucion que le parecia pueril.
—No, en absoluto. Esta habitacion solo se cierra con llave cuando deseo entrar en la camara acorazada; en realidad, hacer girar esta llave es lo que permite abrir la puerta blindada. Ahora lo vera.
El banquero cruzo el despacho y, cogiendo una pequena llave que llevaba colgada del cuello, bajo la pechera de la camisa, la introdujo en una moldura de la biblioteca que ocupaba el fondo de la estancia: una gruesa puerta forrada de acero giro lentamente sobre unos goznes invisibles, arrastrando consigo la lograda decoracion de falsos libros.
—Espero que sepa apreciar su suerte —dijo Kledermann sonriendo—. No habra mas de media docena de personas que hayan entrado aqui. Acompaneme.
La camara acorazada debia de haber sido de considerables dimensiones, pero el espacio quedaba reducido por las cajas fuertes que revestian las paredes.
—Cada una tiene una combinacion diferente —prosiguio el banquero—. Y solo yo las conozco. Las transmitire a mi hija cuando llegue el momento.
Sus largos dedos manipulaban con rapidez dos grandes discos colocados en la primera caja, de acuerdo con el codigo establecido: a la derecha, a la izquierda, otra vez y otra mas. Se oia un tableteo, hasta que al cabo de un momento la gruesa hoja se abrio, dejando a la vista un monton de estuches.
—Aqui hay una parte de las joyas de Catalina la Grande y algunas alhajas rusas mas.
Entre sus manos, un estuche forrado de terciopelo violeta mostro un extraordinario collar de diamantes, un par de pendientes y dos pulseras. Morosini abrio los ojos con asombro: el conocia ese aderezo porque lo habia admirado antes de la guerra en el cuello de una gran duquesa emparentada con la familia imperial y cuya subita desaparicion permitia suponer que habia podido ser asesinada. Habia pertenecido a la Semiramis del norte, pero Aldo le nego su admiracion: le horrorizaban lo que en la profesion se conocia como «joyas rojas», las que se habian obtenido derramando sangre. No pudo evitar decir con severidad:
—?Como ha conseguido este aderezo? Se a quien pertenecia antes de la guerra y…
—?Y se pregunta si se lo compre al asesino de la gran duquesa Natacha? Tranquilicese, fue ella misma quien me lo vendio… antes de desaparecer en Sudamerica con su mayordomo, del que se habia enamorado perdidamente. Lo que acabo de revelarle es un secreto, pero creo que no me hara lamentar haberle ensenado estas joyas.
—Puede estar seguro. Nuestro secreto profesional es tan exigente como el de los medicos.
—Confieso que, pese a su reputacion, no crei ni por un instante que las reconoceria —dijo Kledermann, riendo—. Dicho esto, la gran duquesa hizo muy bien en irse a America antes de la revolucion bolchevique. Por lo menos salvo su vida y parte de su fortuna.
Despues de los diamantes, Morosini pudo admirar el famoso aderezo de amatistas, celebre en la reducida hermandad de los grandes coleccionistas, y algunas fruslerias mas de menor importancia antes de pasar a explorar otras cajas fuertes y otros estuches. Vio la admirable esmeralda que habia pertenecido al ultimo emperador azteca y que Hernan Cortes habia traido de Mexico, dos de los dieciocho Mazarinos, una pulsera hecha con grandes diamantes procedentes del famoso Collar de la Reina, desmontadoy vendido en Inglaterra por la pareja La Motte, unos preciosos zafiros que habian pertenecido a la reina Hortensia, los prendedores de diamantes de Du Barry, unas fantasticas esmeraldas que habian brillado en el pecho de Aurengzeb, uno de los collares de perlas de la Reina Virgen y muchas maravillas mas que Aldo, deslumbrado y sobre todo atonito, contemplaba boquiabierto: no imaginaba que la coleccion Kledermann pudiese ser tan importante. Una de las cajas guardaba todavia sus secretos.
—Aqui estan las joyas de mi mujer —dijo el banquero—. Son mucho mas bonitas cuando ella las lleva. Pero parece sorprendido…
—Si, lo admito. Solo conozco tres colecciones en todo el mundo comparables a la suya.
—Confieso que he puesto mucho empeno en ello, pero el merito no es solo mio. Mi abuelo fue quien empezo la coleccion, y le siguio mi padre. Bien, aqui esta lo que le compre a ese americano.
Acababa de abrir otro estuche de terciopelo negro: cual el ojo de un ciclope puesto al rojo vivo en las forjas infernales, el rubi de Juana la Loca miro a Morosini.
Este lo cogio con dos dedos y no necesito un examen muy profundo para asegurarse de que era la piedra que tanto le habia costado encontrar.
—No cabe ninguna duda —dijo—. Es la joya que me robaron en Praga.
Para mas seguridad —aunque era improbable, no habia que descartar la posibilidad de una falsificacion—, salio al despacho, se saco del bolsillo una lupa de joyero, la alojo en la cuenca de un ojo y se inclino bajo la luz de