constituia un acontecimiento—, Moritz Kledermann reanudo su discurso interrumpido.
—Con ese motivo, deseo regalarle un collar de rubies y diamantes. Se que quiere tener unos bonitos rubies desde hace tiempo, y el azar, por decirlo de algun modo, ha traido hasta mis manos una piedra excepcional, seguramente procedente de las Indias, a juzgar por el color, pero sin duda muy antigua. Sin embargo, pese a mis conocimientos en historia de las joyas, y reconocera que son amplios, no consigo averiguar de donde ha salido. El hecho de que se trate de un cabujon me hizo suponer por un momento que podia ser otro resto del tesoro de los duques de Borgona, pero…
—?Lo ha traido? —pregunto con voz ronca Aldo, a quien acababa de secarsele la garganta.
El banquero observo a su interlocutor con una mezcla de sorpresa y de conmiseracion.
—Querido principe, deberia saber que uno no anda por ahi con una pieza de esa importancia en el bolsillo, y menos, permitame que se lo diga, en su pais, donde los extranjeros son sometidos a severisimos controles.
—?Puede describirme esa piedra?
—Naturalmente. Alrededor de treinta quilates…, ah, y si he mencionado antes al Temerario es porque ese rubi tiene aproximadamente la misma forma y el mismo tamano que la Rosa de York, ese condenado diamante que nos causo tantos quebraderos de cabeza a los dos.
Esta vez, a Aldo le dio un vuelco el corazon: no podia creer que fuera… Seria demasiado bonito, ademas de que, a primera vista, era absolutamente imposible.
—?Como la ha conseguido?
—De la manera mas sencilla. Un hombre, un americano de origen italiano, vino a ofrecermela. Es ese tipo de cosas que suceden cuando eres conocido como un apasionado coleccionista. El la habia adquirido en una subasta en Austria.
—?Un hombrecillo moreno con gafas de montura negra? —lo interrumpio Morosini.
Kledermann no intento disimular su sorpresa:
—?Es usted brujo o conoce a ese hombre?
—Creo que lo he visto en alguna parte —dijo Aldo, que no tenia ningun interes en contar sus ultimas aventuras—. ?Su rubi esta montado en un colgante?
—No. Ha debido de estar montado en algo, pero lo han desengastado. Con gran esmero, por cierto. ?En que esta pensando?
—En una piedra que formaba parte del tesoro del emperador Rodolfo II y cuyo rastro he buscado durante mucho tiempo, aunque ignoro su nombre. Y… ?la compro?
—Por supuesto, pero me permitira que no le diga el precio. Pienso convertirla en la pieza principal del regalo que le reservo a mi mujer y, como es natural, estaria encantado si pudiera decirme algo mas sobre la historia de esa joya.
—No estoy seguro. Para eso tendria que verla.
—La vera, amigo mio, la vera. Su visita me causaria un inmenso placer, sobre todo si pudiera encontrarme la segunda parte de lo que he venido a buscar. Antes le he hablado de un collar, y he pensado que quizas usted tuviera algunos rubies, mas pequenos pero tambien antiguos, que se pudieran combinar con diamantes para hacer una pieza unica y digna de la belleza de mi esposa. Creo que usted la conoce, ?no?
—Asi es. Nos vimos varias veces cuando ella era condesa Vendramin. Pero ?esta seguro de que su esposa quiere rubies? Cuando vivia aqui, le encantaban las perlas, los diamantes y las esmeraldas, que favorecian su belleza nordica.
—Y siguen gustandole, pero usted sabe tan bien como yo lo volubles que son las mujeres. La mia solo suena con rubies desde que vio los de la begum Aga Khan. Afirma que sobre su piel parecerian sangre sobre nieve — anadio Kledermann riendo, divertido.
?Sangre sobre nieve! Esa loca de Dianora y su fastuoso marido no imaginaban hasta que punto esa imagen de un romanticismo un poco manido podia hacerse realidad, si la bella Dianora colgaba un dia de su cuello de cisne el rubi de Juana la Loca y del sadico Julio.
—?Cuando se va? —pregunto de pronto.
—Esta tarde, ya se lo dije. Tomo a las cinco el tren para Innsbruck, donde enlazare con el
—Voy con usted.
El tono era de los que no admiten discusion. Ante la expresion un tanto desconcertada de su visitante, Aldo anadio con mas suavidad:
—Si su aniversario es dentro de quince dias, debo ver ya el rubi que ha adquirido. En cuanto a los que yo puedo ofrecerle, recientemente compre en Roma un collar que creo que le gustara.
Armado con varias llaves, se dirigio a su antigua caja forrada de hierro, cuyas cerraduras abrio antes de accionar discretamente el dispositivo de acero moderno que reforzaba interiormente las protecciones originales. Saco de alli un estuche ancho en el que, sobre un lecho de terciopelo amarillento, descansaba un conjunto de perlas, diamantes y, sobre todo, bellisimos balajes —rubies de color morado— montados sobre entrelazos de oro tipicamente renacentistas. Kledermann profirio una exclamacion admirativa que Morosini se apresuro a explotar:
—Es bonito, ?verdad? Esta joya pertenecio a Julia Farnesio, la joven amante del papa Alejandro VI Borgia. Fue encargado para ella. ?No cree que bastaria para contentar a la senora Kledermann?
El banquero saco del estuche el collar, que cubrio sus manos de esplendor. Acaricio una a una las piedras con esos gestos amorosos, singularmente delicados, que solo puede dispensar la verdadera pasion por las joyas.
—?Es una maravilla! —murmuro—. Seria una lastima desmontarlo. ?Cuanto pide por el?
—Nada. Le propongo cambiarselo por el cabujon.