—Que nunca tienen otro objetivo que incrementar el prestigio de esta casa.
Desde que habia regresado a Venecia acompanado de Adalbert, casi tres meses antes, Aldo, efectivamente, se habia volcado en el trabajo. Mientras que el arqueologo volvia a Paris, tras haber aceptado una propuesta para hacer una gira de conferencias, el habia recorrido Italia, la Costa Azul y parte de Suiza con la secreta esperanza de encontrar alguna pista del rubi en los diversos actos a los que acudia y las visitas a clientes que realizaba. En realidad, buscaba sobre todo el rastro de Sigismond Solmanski. No dudaba ni por un instante que era el jefe de la banda de gansteres americanos de cuyas fechorias habia sido victima. Adalbert, por su parte, hacia lo mismo en las diferentes ciudades de Europa a las que iba. Durante un tiempo, sin embargo, Aldo creyo que no le costaria mucho encontrar su pista.
Cuando llego a su casa procedente de Praga, Anielka no estaba; se encontraba cenando en el Lido en compania de su cunada, que habia ido a descansar alli unos dias. Una estancia que no parecia hacer ninguna gracia a Celina, quien, sin siquiera dar tiempo a su senor de ir a darse un bano, habia empezado a soltar una apasionada filipica en la que ni Zaccaria, su esposo, ni Guy Buteau, consiguieron introducir una sola palabra. Ni tampoco, dicho sea de paso, el propio Aldo.
—?Que verguenza! ?Esa mujer se comporta aqui como si estuviera en su casa! ?Que salga, que vaya a ver a unos y otros, eso me da igual, es cosa suya, pero que invite a sus supuestos amigos, eso no lo soporto! Y desde que ha llegado esa cunada…, no tengo nada contra ella, no, es extranjera, pero muy amable y bastante panfila…, pues desde que esta aqui, como decia, la «princesa» ha dado dos grandes recepciones en su honor. Pero ya te imaginaras que, cuando vino a anunciarme la primera, le dije lo que pensaba y que no debia contar conmigo para agasajar a su cuadrilla. Porque ahora tiene una cuadrilla, compuesta por unos cuantos pisaverdes que se la comen con los ojos, a ella y sus joyas, y por dos o tres cabezas de chorlito entre las que lamento constatar que esta tu prima Adriana. A mi me parece que esa ha perdido el juicio: lleva el pelo corto, ensena las piernas y de noche se pone una especie de camisas que no tapan gran cosa… Pero, volviendo a la primera fiesta, mi negativa a encargarme de organizaria no inmuto a la bella dama: lo encargo todo al Savoy, incluidos los camareros. ?Personal extra aqui! ?Te das cuenta? Un verdadero escandalo que me hizo llorar durante tres noches y enfadarme con Zaccaria, porque el se nego a abandonar su puesto y recibio a toda esa gente…
—Habia que vigilar un poco —aventuro la voz timida del mayordomo, cuya mascara napoleonica parecia caer cuando debia enfrentarse a los arrebatos de colera de su esposa.
—Los angeles y la Virgen se habrian encargado de hacerlo solos. Yo se lo habia pedido y siempre me han escuchado. Asi que deberias…
Aldo se decidio a participar en el combate:
—?Para un momento, Celina! A mi tambien me gustaria que se oyese mi voz y tengo preguntas importantes que hacer. Pero antes ve a prepararme un cafe; hablaremos despues. —Acto seguido, volviendose hacia su viejo mayordomo, anadio—: Hiciste bien, Zaccaria. No puedo quitarle la razon a Celina; esta en su derecho de negar sus servicios culinarios. Pero la casa la dejo en tus manos.
—Hicimos lo que pudimos, las muchachas y yo…, me refiero a las doncellas Livia y Prisca. Y el senor Buteau tambien me ayudo. Se instalo en su despacho e impedia el acceso alli y a la tienda.
—Os lo agradezco a los dos. Pero, dime una cosa: ?cuando ha llegado esa americana?
—Hace quince dias. Su marido la acompanaba.
Aldo dio un bote en el asiento donde se recuperaba del cansancio de un viaje muy pesado para un convaleciente.
—?Estaba aqui? ?Sigismond Solmanski?… ?Se ha atrevido a venir a mi casa?
—Bueno, no ha estado instalado en el palacio. Ni la condesa tampoco. Primero se alojaron en el Bauer Grunwald y luego, cuando el se marcho, su mujer se traslado al Lido, que le parece mucho mas alegre.
—?Y adonde ha ido?
Zaccaria abrio los brazos en un gesto de ignorancia. Celina volvio en ese momento con una bandeja llena y anuncio que las doncellas estaban preparando una habitacion para el
—Si quieres hablar con la polaca, esta aqui —anadio el genio familiar de los Morosini—. Espera despierta a su senora para ayudarla a… desvestirse. ?Como si fuera un gran trabajo quitarse una especie de camisa adornada con perlas, debajo de la cual no lleva practicamente nada!
—No, no merece la pena —dijo Morosini, consciente del temor que inspiraba a esa mujer consagrada a su senora hasta mas alla de la muerte—. Nunca consigo sacarle mas que una letania incomprensible.
Se le estaba ocurriendo una idea de la que hizo participe a Vidal-Pellicorne: ?y si fuera a saludar a la cunada de su esposa momentanea para expresarle su pesar por no haber podido recibirla personalmente? Conocia lo suficiente a las americanas para imaginar que esta apreciaria su gesto.
Mientras tanto, tal vez Adalbert consiguiera enterarse de algunos detalles hablando con Anielka.
Al dia siguiente, hacia las once y media llego al embarcadero del Lido pilotando el mismo su
Si temia que le pusieran objeciones para recibirlo, sus temores desaparecieron enseguida. Apenas acababa de entablar conversacion con el director, al que conocia desde hacia mucho, cuando vio llegar a una joven vestida de pique blanco, empunando una raqueta de tenis y con el cabello rubio, un tanto alborotado, a duras penas sujeto por una cinta blanca. Al llegar a la altura de Aldo, al que miraba con unos grandes ojos azules muy abiertos, se sonrojo, se puso nerviosa y, al tratar de hacer una vaga reverencia, estuvo a punto de enredarse los pies, calzados con calcetines y zapatillas blancos, con la raqueta.
—Soy Ethel Solmans… ka —dijo, insegura todavia sobre las terminaciones polacas, con una voz cuyo acento nasal
No parecia salir de su asombro y observaba con una curiosidad ingenua pero claramente admirativa la alta silueta elegante y con clase, el alargado rostro de perfil arrogante coronado de cabellos morenos delicadamente plateados en las sienes, los brillantes ojos azul acero y la indolente sonrisa del recien llegado, que se inclino cortesmente ante ella:
—En efecto, condesa. Encantado de presentarle mis respetos.