Desaparecio con una rapidez pasmosa. Seguro de ser capaz de alcanzar y reducir sin dificultades a ese hombrecillo, Aldo se lanzo en su persecucion. El otro se volvio y disparo. Alcanzado por la bala, Aldo se tambaleo y se desplomo justo en el momento en que sonaba otro tiro, disparado sin duda por Butterfield, repuesto de su caida. Antes de desvanecerse, el herido oyo rugir la voz del rabino, pero era como una llamada. Inmediatamente despues sono un grito terrible, un grito de espanto, y quien lo habia proferido era el americano. La ultima impresion de Aldo antes de sumirse en las tinieblas fue que la pared de la sinagoga habia empezado de pronto a moverse.

Cuando emergio de las profundidades, lo que le rodeaba le parecio tan extrano que creyo que habia pasado al otro lado del espejo. Estaba acostado en algo que debia de ser una cama, como corresponde a un herido o a un enfermo, y esa cama se encontraba en una habitacion clara que podia ser el cuarto de un hospital. Sin embargo, el ser humano que se inclinaba sobre el no parecia una enfermera: era el rabino Liwa con su larga y poblada barba, sus cabellos blancos y sus ropajes negros. Debia de estar en algun purgatorio, porque no se encontraba bien. Sentia un dolor en el pecho y unas vagas nauseas. Cerro los ojos con la esperanza de volver a las benefactoras tinieblas donde, privado de conciencia, lo estaba tambien de sufrimiento.

—?Vamos, despierta! —ordeno con dulzura la voz inolvidable que habria podido ser la del Angel del Juicio—. Todavia eres de este mundo y ya va siendo hora de que vuelvas a ocupar tu puesto.

El herido intento hacer algo que esperaba que fuese una sonrisa y murmuro:

—Creia que estaba muerto.

—Podrias estarlo si hubieran apuntado mejor, pero, ?alabado sea el Altisimo!, el proyectil no entro en el corazon y hemos podido extraerlo.

—?Y donde estoy?

—En casa de un amigo, Ebenezer Meisel, que es un hombre rico y un excelente cirujano. Ha sido el quien ha extraido la bala. Es mi vecino y nuestras casas se comunican, lo que me permite venir a verte cuando quiero… Volvere manana.

Morosini comprendio que aquel arreglo presentaba la ventaja de no introducir a la policia en los asuntos del barrio judio y se alegro, pero ahora que estaba recobrando la lucidez las preguntas acudian en tropel, de modo que retuvo por la manga al rabino, que ya estaba dando media vuelta para marcharse.

—Un momento, por favor. ?Tiene noticias del amigo que deje en la puerta de la sinagoga y al que dejaron inconsciente antes de atacarnos?

—Esta bien, no te preocupes. Asegura que los chichones en la cabeza nunca le han asustado. Lo veras enseguida.

—?Y el rubi?… ?Que ha pasado con el rubi?

—Otra vez ha desaparecido. El hombre de las gafas negras huyo con el. Los de aqui han intentado encontrar su rastro, pero se diria que se ha desvanecido en el aire. Nadie lo ha visto.

—?Dios mio! ?Tantos esfuerzos para que dos miserables bribones, sin duda pagados por Solmanski, se lo lleven justo cuando…!

—Solo queda uno. El americano que, en su locura asesina, disparo contra mi, fue abatido. Uno de mis sirvientes se encargo de el.

—Pero ?como…?

El rabino toco la frente de Aldo.

—Estas hablando demasiado. Calmate. Tu amigo te lo contara todo.

Y esta vez salio. Una vez solo, Aldo examino lo que le rodeaba. Entonces se dio cuenta de que lo que habia tomado al despertar por la habitacion de una clinica porque estaba decorada en blanco, parecia mucho mas el dormitorio de una muchacha. Lazos de cinta azul sujetaban las grandes cortinas de seda blanca y, al incorporarse, cosa que le arranco una mueca, vio dos silloncitos del mismo azul, un secreter de madera clara y, entre las ventanas, un espejo, una banqueta y una mesita con frascos sobre el tablero. Curiosamente, la estancia no tenia aspecto de estar habitada. Todo estaba demasiado ordenado, era demasiado perfecto, y no se percibia ninguna presencia: ni una flor en los jarrones de cristal, un pequeno secreter demasiado bien cerrado y, sobre todo, ni el menor rastro de perfume. En cuanto a la mujer que entro poco despues de que se hubiera marchado el rabino, llevando un cuenco humeante sobre una bandeja, no tenia nada de jovencita: rondando la cincuentena, cara cuadrada y cabellos recogidos bajo un gorro tan blanco como el delantal, hacia pensar tanto en una enfermera como en una vigilante de prision.

Sin una palabra, sin una sonrisa, arreglo las almohadas de Aldo para incorporarlo y deposito la bandeja ante el.

—Perdone, pero no tengo hambre —dijo el, sincero y tambien poco tentado por la especie de gachas con leche que le habian llevado (se parecia bastante al porridge ingles), acompanadas de una taza de te.

Sin articular palabra, la mujer fruncio sus pobladas cejas e indico con un dedo perentorio que el herido no tenia otra cosa que hacer mas que comer. Y acto seguido, salio.

Aldo, que habria dado su mano derecha por el buen cafe y los panecillos calientes de Celina, penso que, si queria recuperar fuerzas —?y le faltaban muchas!—, debia alimentarse. De modo que tomo una cucharada con prudencia, comprobo que estaba caliente, dulce, y que olia a vainilla. Y como, por otra parte, era incapaz de apartar el mismo la bandeja, comenzo a ingerir su contenido y se sintio un poco mejor. El te, habia que reconocerlo, era un excelente darjeeling, o sea que, despues de todo, habria podido ser peor. Estaba acabando de comer cuando la puerta se abrio para dejar paso a Adalbert, que desplego una amplia sonrisa ante el espectaculo que se ofrecia a sus ojos.

—Parece que estas mejor. Tienes un poco de mal color de cara, pero supongo que con el tiempo eso se arreglara. En cualquier caso, tu aspecto es mucho mejor que el de ayer por la tarde.

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