los dos hombres se separaron para volver a encontrarse la noche del 16 de octubre.

11. El cumpleanos de Dianora

Fieles al estilo de las fachadas, los salones de recepcion de la «villa» Kledermann se inspiraban en la Italia del Renacimiento para su decoracion interior. Columnas de marmol, techos con artesones iluminados y dorados, muebles severos y alfombras antiguas ofrecian un digno marco a algunos bellisimos lienzos: un Rafael, dos Carpaccio, un Tintoretto, un Tiziano y un Botticelli, que confirmaban la riqueza de la casa todavia mas que la suntuosidad ambiental. Aldo felicito a Kledermann cuando, tras haber dado una vuelta por el salon, volvio hacia el.

—Se diria que no solo colecciona joyas.

—Bueno, es una pequena coleccion hecha sobre todo para tratar de retener mas a menudo a mi hija en esta casa, que no es de su gusto.

—A su mujer si le gusta, supongo.

—Decir eso es quedarse corto. A Dianora le encanta. Dice que esta hecha a su medida. Yo, personalmente, estaria muy a gusto en un chale en la montana, siempre y cuando pudiera instalar alli mi camara acorazada.

—En cualquier caso, espero que se encuentre bien. ?No recibe a los invitados con usted?

—Esta noche no. Usted que la conoce desde hace tiempo seguramente sabra que le gusta crear expectacion. De modo que aparecera cuando todos los invitados a la cena hayan llegado.

La velada se dividia en dos partes, una costumbre bastante frecuente en Europa: una cena para las personalidades importantes y los intimos —unos sesenta— y un baile que contaria con una asistencia diez veces mayor.

Adalbert hizo, con la mayor naturalidad del mundo, la pregunta que a Aldo le quemaba la lengua:

—Tengo la impresion de que vamos a asistir a una fiesta magnifica. ?Veremos a la senorita Lisa?

—Me extranaria. Mi nina salvaje detesta estos «grandes montajes mundanos», como ella los llama, casi tanto como este marco, que le parece demasiado suntuoso. Le ha mandado a mi mujer unas flores magnificas acompanadas de unas palabras afectuosas, pero no creo que vaya mas alla de eso.

—?Y donde esta en estos momentos? —pregunto Morosini, que empezaba a envalentonarse.

—Deberia preguntarselo al florista de la Bahnhofstrasse. Yo no tengo ni la menor idea… Senor embajador, senora, es un gran honor recibirlos esta noche —anadio el banquero, dando la bienvenida a una pareja que solo podia ser inglesa.

Naturalmente, los dos amigos se habian apartado de inmediato y estaban dando otra vuelta por los salones, decorados para la ocasion con una infinidad de rosas y orquideas, realzadas, al igual que las mujeres presentes, por la iluminacion, de la que habia sido desterrada la fria electricidad. Unos enormes candelabros de pie cargados de largas velas eran los unicos admitidos a lo que debia ser el triunfo de Dianora. Un verdadero ejercito de sirvientes con librea al estilo ingles, bajo las ordenes del imponente mayordomo, velaban por el confort de los invitados, entre los que la flor y nata de la banca y la industria suizas se codeaba con diplomaticos extranjeros y hombres de letras. Ningun artista, pintor o actor figuraba entre esta multitud de elegancia diversa, pero cuyas mujeres lucian valiosas joyas, algunas de ellas antiguas. Quiza los invitados al baile serian menos estirados, pero por el momento estaban entre personas importantes y serias.

Aldo no habia tenido ninguna dificultad en localizar a Ulrich nada mas llegar; tal como habia predicho, el ganster, transformado en sirviente de aspecto intachable, habia conseguido que lo contrataran y se ocupaba del guardarropa situado junto a la gran escalera, donde se amontonaba ya una fortuna en pieles. Ulrich se limito a intercambiar con el una mirada. Estaba acordado que, durante el baile, Morosini acompanaria a su extrano socio al despacho del banquero y le daria las indicaciones necesarias.

Por los salones circulaban sirvientes con bandejas cargadas de copas de champan. Adalbert cogio dos y ofrecio una a su amigo.

—?Conoces a alguien? —pregunto.

—Absolutamente a nadie. No estamos en Paris, en Londres o en Viena, y no tengo ningun pariente, ni siquiera lejano, a quien presentarte. ?Te sientes solo?

—El anonimato tiene sus ventajas. Es bastante relajante. ?Tu crees que veremos el rubi esta noche?

—Supongo. En cualquier caso, el emisario de nuestro amigo ha hecho gala de una discrecion y una habilidad ejemplares. Nadie ha visto nada de nada.

—No. Theobald y Romuald se han relevado para vigilar la entrada de Cartier, pero no les ha llamado la atencion nada. El tal Ulrich tenia razon: tratar de interceptar la joya en Paris era imposible… ?Dios bendito!

Todas las conversaciones se habian interrumpido y la piadosa exclamacion de Adalbert resono en el subito silencio, resumiendo el estupor admirativo de los invitados: Dianora acababa de aparecer en la entrada de los salones.

Su largo vestido de terciopelo negro, provisto de una pequena cola, era de una sobriedad absoluta y Aldo, con el corazon encogido, vio por un instante el retrato de su madre pintado por Sargent, que era uno de los ornamentos mas hermosos de su palacio de Venecia. El vestido que Dianora llevaba esa noche, al igual que el de la difunta princesa Isabelle Morosini, dejaba desnudos los brazos, el cuello y los hombros, mientras que un ligero drapeado cubria el pecho y se repetia en la cintura. Dianora habia admirado tiempo atras ese retrato y se habia acordado de el al encargar su atuendo para esa noche. ?Que mejor estuche que su carne luminosa podia ofrecer, efectivamente, al fabuloso rubi que brillaba en su escote? Porque alli estaba el rubi de Juana la Loca, lanzando sus destellos maleficos en medio de una guirnalda compuesta de magnificos diamantes y de otros dos rubies mas pequenos. Contrariamente a la costumbre, en los brazos y las orejas de la joven no brillaba ninguna joya. Ninguna tampoco en la seda plateada de su magnifica cabellera, recogida en un mono alto para dejar despejado el largo cuello. Como unico recordatorio del fascinante color de la joya, unos zapatos de saten purpura asomaban bajo el oleaje oscuro del vestido al ritmo de sus pasos. La belleza de Dianora esa noche dejaba sin respiracion a todas aquellas personas que la miraban avanzar sonriente. Su esposo se habia acercado a ella enseguida y, despues de haberle besado la mano, la conducia hacia sus invitados mas importantes.

—?Echame una mano! —susurro Vidal-Pellicorne, que no andaba mal de memoria—. ?Tu madre lleva el zafiro

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