en el retrato de Sargent?

—No. Solo un anillo: una esmeralda cuadrada. ?Tu tambien te has dado cuenta de que es el mismo vestido?

De pronto se rompio el silencio. Alguien habia empezado a aplaudir y todo el mundo lo imito con entusiasmo. Pasaron a la mesa rodeados de una verdadera atmosfera de fiesta.

La cena, servida en porcelana antigua de Sajonia, corladura y preciosas copas grabadas en oro, fue lo que debia de ser para los dos extranjeros en tales circunstancias: magnifica, suculenta y aburrida. El caviar, la caza y las trufas se sucedieron, escoltados de asombrosos caldos franceses, pero lo que carecia de atractivo era el vecindario. A Aldo le habia tocado una glotona empedernida, muy amable, eso si, pero cuya conversacion giraba unicamente en torno a la cocina. Su otra vecina de mesa, flaca y seca bajo una cascada de diamantes, no comia nada y hablaba menos aun. Asi pues, el veneciano veia desfilar los platos con una mezcla de alivio y de temor. A medida que avanzaban hacia el postre, se acercaba el momento en que tendria que representar uno de los papeles mas dificiles de su vida: guiar a un ladron hasta los tesoros de un amigo, y hacerlo de manera que no se llevase nada. ?La cosa no era sencilla!

Adalbert, por su parte, se encontraba mejor acompanado: frente a el habia descubierto a un profesor de la Universidad de Viena muy versado en el mundo antiguo, y desde el comienzo de la cena los dos, indiferentes a sus companeras, intercambiaban alegremente hititas, egipcios, fenicios, medas, persas y sumerios con un apasionamiento cuidadosamente alimentado por los sumilleres encargados de sus copas. Estaban tan atrapados por el tema que hicieron falta algunos energicos «?chsss!» para que el burgomaestre de Zurich pudiera dirigir a la senora Kledermann un encantador y breve discurso en honor de su cumpleanos, que les permitia disfrutar a todos de una fiesta tan esplendida. El banquero dijo tambien unas palabras amables para todos y tiernas para su mujer. Finalmente, se levantaron de la mesa a fin de dirigirse al gran salon de baile, situado al otro lado de la gran escalera y decorado con plantas y una profusion de rosas, que daba a un invernadero y a un salon preparado para los jugadores. Una orquesta cingara, cuyos componentes vestian dolmanes rojos con alamares negros, relevo al cuarteto de cuerda que habia acompanado, invisible y presente, la cena. Los invitados al baile empezaban a llegar, trayendo consigo el fresco del aire nocturno. Ulrich y sus companeros estaban muy ocupados en los guardarropas. La aventura estaba prevista para cuando la fiesta estuviese en marcha.

Poco antes de medianoche, Aldo penso que el momento se acercaba y hubiera pagado lo que fuese para evitarlo. La mayoria de los invitados habia llegado. Kledermann se habia concedido la tregua de una partida de bridge con tres caballeros de semblante grave. En cuanto a Dianora, liberada de sus deberes de anfitriona, acababa de aceptar bailar con Aldo.

Era la primera vez que conseguia acercarse a la joven desde el principio de la velada. En ese momento la tenia entre sus brazos mientras bailaban un vals ingles y podia apreciar en su justo valor la luminosidad de su tez, la finura de su piel, la sedosa suavidad de sus cabellos y el fulgor triunfal del rubi resplandeciendo en el centro de su escote. No podia evitar dedicarle un cumplido.

—Cartier ha hecho una maravilla —dijo—, pero habria sido igual de suntuoso con otra piedra.

—?Tu crees? Un rubi de este tamano no se encuentra facilmente, y a mi me parece cautivador.

—Pues a mi me parece detestable. ?Dianora, Dianora! ?Por que no quieres creer que llevando esa maldita piedra estas en peligro?

—No la llevare muy a menudo. Una joya de este valor pasa mucho mas tiempo en las cajas fuertes que sobre su propietaria. En cuanto acabe el baile, volvera a la camara acorazada.

—Y tu no pensaras mas en el. Habras tenido lo que querias: una piedra esplendida, un momento de triunfo. ?Sabes que no voy a dejar de temer por ti?

Ella le dedico la mas deslumbradora de las sonrisas estrechandose un poco contra el.

—?Que agradable es oir eso! ?Vas a pensar en mi sin parar? ?Y quieres que me separe de una joya tan magica?

—?Has olvidado nuestra ultima conversacion? Amas a tu marido, ?no?

—Si, pero eso no quiere decir que renuncie a mimar algunos buenos recuerdos. Y creo que tu me has dado los mas bonitos —anadio, poniendose seria. Pero Aldo habia dejado de mirarla.

Observaba con estupor al trio que, con una sonrisa en los labios, estaba cruzando el umbral de la sala. Un hombre y dos mujeres: Sigismond Solmanski, Ethel y… Anielka. Aldo dejo de bailar.

—?Que hacen aqui? —mascullo entre dientes.

Dianora, sorprendida al principio por la interrupcion, habia seguido la direccion de su mirada.

—?Ellos? Ah, no me acordaba de que hace dos o tres dias me encontre al joven Sigismond y a su esposa y los invite. Somos viejos amigos, ya lo sabes: estaba con el cuando nos encontramos en Varsovia. Lo que no sabia era que su hermana estaba aqui y que pensaba traerla. Pero, ahora que caigo, ?tu no sabias que tu mujer estaba en Zurich?

—No, no lo sabia. Dianora, debes de estar loca para haber invitado a esa gente. ?No es a ti a quien vienen a ver, sino lo que llevas en el cuello!

La senora Kledermann miro unos instantes con inquietud la mascara subitamente tensa y palida de su companero de baile, al tiempo que acercaba una mano al collar.

—?Estas asustandome, Aldo!

—?Por fin!

—Perdona…, debo ir a recibirlos. Es… es mi deber.

Adalbert tambien habia visto al grupo y se abria paso entre la multitud formada por los bailarines para reunirse con su amigo.

—?Que vienen a hacer esos aqui? —murmuro.

—Es una pregunta a la que debes de poder contestar tan bien como yo. En cualquier caso —anadio Morosini con sarcasmo—, lo que si puedes constatar es que, para tratarse de una pobre criatura secuestrada y en peligro de muerte, Anielka no tiene muy mal aspecto.

—Pero ?por que te dijo Ulrich que la habia secuestrado?

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