Greg Bear
La fragua de Dios
INTROITO:
KYRIE ELEISON
Arthur Gordon estaba de pie en la oscuridad junto a la orilla del rio Rogue, tras alejarse una docena de metros de su casa y su familia y sus invitados, cansado momentaneamente de compania. Media metro ochenta y cinco de estatura, y no perdia mas que un par de centimetros a causa de la ligera curvatura de sus hombros. Su pelo tenia un color castano polvo, sus cejas eran ligeramente mas oscuras. Estaba bien proporcionado y poseia la cantidad suficiente de musculos, pero le faltaba cualquier asomo de grasa; los musculos se asomaban claramente debajo de su piel, dandole una apariencia de delgadez.
Esa misma delgadez anadia intensidad y, falsamente, un asomo de villania a su rostro. Cuando sonreia, parecia como si estuviera pensando en algo desagradable o planeando alguna maldad. Pero, cuando hablaba o reia, esa impresion se despejaba rapidamente. Su voz era intensa, clara y tranquila. Era y siempre habia sido — incluso en su ano y medio en Washington, D.C.— el mas gentil de los hombres.
Las ropas que llevaba Arthur Gordon tendian a ser docentes. Su atuendo preferido era un viejo par de pantalones de pana marron —ahora los llevaba—, una chaqueta a tono, y una camisa de manga larga azul. Los zapatos que se alineaban en su armario eran pocos y resistentes, calzado deportivo para llevar en torno a la casa, de recia puntera reforzada con cuero marron o negro.
Su unica ostentacion era una ancha hebilla rectangular que mostraba un Saturno turquesa y estrellas plateadas incrustados en madera de palisandro sobre montanas de cobre y arce. En realidad se habia dedicado poco a la astronomia durante los ultimos cinco anos, pero mantenia siempre esa descripcion de su trabajo cerca de su corazon y rapida a sus labios, pensando todavia que era la mas noble de las profesiones.
Arrodillado en la estrellada sombra de fresnos y arces, hundio sus dedos en la intensa y negra costra de humus incrustada de hojas. Cerro los ojos, olio el agua y el aroma parecido al te de las hojas en descomposicion y el limpido aroma jabonoso del humedo aire. Estar solo era reconsiderar. Estar solo y saber que podia volver atras, podia volver en cualquier momento a Francine y a su hijo Marty, era un extasis que dificilmente podia eludir.
El viento silbaba por entre las ramas sobre su cabeza. Alzo la vista, miro por entre las negras siluetas de las hojas de los arces y vio un denso derramarse de estrellas. Conocia cada constelacion, conocia como habian nacido las estrellas (tanto como cualquiera) y como habian envejecido y como, unas cuantas, habian muerto. Sin embargo, las estrellas raras veces seguian siendo algo mas que luces sobre un terciopelo azul profundo. Solo una vez de tanto en tanto podia llenarlas de contenido y verlas como lo que eran, lejanas participantes de un intrincado juego.
Sonaron voces entre los arboles. En el amplio porche de la casa de una sola planta, que formaba una boveda sobre recias columnas de cemento por encima del dosel de helechos y arboles, Francine les decia algo acerca de pescar a su hermana Danielle y a su cunado Grant.
—A los hombres les gustan los hobbies llenos de entranas y grasa —dijo Danielle con su voz dulce y aguda, con aquel ligero acento de Carolina del Norte que Francine casi habia abandonado por completo.
—Tonterias —contraataco cordialmente Grant, puro Iowa—. La emocion reside en matar inocentes criaturas de Dios.
Debajo de Arthur, el rio fluia con un suave susurrar. Aun agachado, se deslizo orilla abajo sobre los tacones de sus enlodados zapatos deportivos y hundio las manos de largos dedos en la fria agua.
—Maldita sea —dijo maravillado, sintiendo que se le humedecian los ojos—. Amo todo esto.
Algo avanzo torpemente cerca de el en la oscuridad, olisqueando y lloriqueando. Arthur se tenso, luego reconocio el ansioso gimotear. Gauge, el labrador color chocolate de Marty, con sus tres meses recien cumplidos, le habia seguido hasta el rio. Arthur sintio el frio hocico del cachorro contra su mano tendida y rasco la cabeza y las orejas del perro.
—?Por que has venido todo el camino hasta aqui? ?Te ha abandonado tu joven amo? ?Nadie te presta atencion?
Gauge se sento en el suelo, agitando las ancas, meneando la cola entre las empapadas hojas. Los humedos ojos castano marmol del cachorro reflejaban un destello gemelo de las estrellas.
—Llama a tus companeros salvajes —dijo Arthur al cachorro—. Ahi fuera, en la tierra no invadida por el hombre. —Gauge avanzo y hundio las patas delanteras en el agua.
Arthur habia tenido tres perros en su vida. Habia heredado el primero, una vieja perra collie de muy dudosos antecedentes, cuando tenia la edad de Marty, a la muerte de su padre. La collie habia sido el corazon y el alma de su padre, y esa relacion habia pasado a el antes incluso de que pudiera apreciar completamente el privilegio. Al cabo de un tiempo, Arthur se habia preguntado si su padre no habria puesto de alguna forma una parte de si mismo en el viejo animal, tan atenta y protectora era para con el la perra. Esperaba que Marty pudiera encontrar ese tipo de intimidad con Gauge.
Los perros pueden suavizar a un chico demasiado arisco, o abrir a uno demasiado timido. Arthur se habia suavizado. Marty —un muchacho brillante, tranquilo, de ocho anos, espectralmente delgado— ya se estaba abriendo.
Ahora estaba jugando con su prima en el cobertizo debajo y al este del patio. Becky, una hermosa diablilla con mas energia aparente que sentido comun —cosa excusable a su edad—, habia traido un titere que era un mono. Para darle voz producia agudos sonidos charloteantes, mas pajariles que simiescos.
La risa de Marty, excitada y algo femenina, cruzo las copas de los arboles. Se sentia irremediablemente atraido por Becky. Alli, en aquel aislamiento —sin otra persona que la distrajera—, ella no lo rechazaba, pero le incordiaba a menudo, con una voz voz llena de dignidad, por sus «tontas» maneras. «Tontas» significaba un gran numero de cosas, ninguna de ellas buena. Marty aceptaba esos comentarios con un parpadeante silencio, demasiado joven para comprender lo profundamente que le herian.
Los Gordon llevaban seis meses viviendo en aquella casa en medio del campo, desde el termino del contrato de Arthur como asesor cientifico del presidente de los Estados Unidos. Habia empleado ese tiempo en ponerse al corriente con sus lecturas, devorar todo un mes de periodicos astronomicos y cientificos en un dia, consultar los proyectos aeroespaciales uno o dos dias a la semana, volar al norte a Seattle o al sur a Sunnyvale o El Segundo una vez al mes.
Francine habia regresado alegremente del huracan social de la capital a sus estudios sobre los antiguos pueblos nomadas de las estepas, de los que sabia y comprendia mucho mas de lo que Arthur comprendia las estrellas. Habia estado trabajando en aquel proyecto desde sus dias en Smith, acumulando lenta y firmemente sus pruebas, apuntando hacia la conclusion (muy evidente, creia) de que la gran factoria ecologica de las estepas del Asia central habia desencadenado o estimulado virtualmente todos los grandes movimientos en la historia. Finalmente convertiria todo aquello en un libro; de hecho, tenia ya bastante mas de dos mil paginas de texto en discos. A los ojos de Arthur, parte del encanto de su esposa era esta dicotomia: madre de recursos por fuera, empedernida universitaria por dentro.
El telefono sono tres veces antes de que Francine pudiera trasladarse desde el patio para responder. Su voz le llego a traves de la abierta ventana del dormitorio que miraba al rio:
—Le buscare —dijo al que llamaba.
Arthur suspiro y se puso en pie, sacudiendose la pana que cubria sus rodillas.