vieja manta. Lucio corto los cordones y las llevo una a una a las mamas. Lanzaba a la madre una mirada inquieta.

– ?Que es eso de la mano? ?Como duermes a la gente?

Adamsberg sacudio la cabeza, ignorante.

– No lo se. Cuando pongo a alguien la mano en la cabeza, se duerme. Eso es todo.

– ?Es lo que le haces a tu crio?

– Si. A veces, la gente tambien se queda dormida cuando hablo. He llegado a dormir incluso a sospechosos durante el interrogatorio.

– ?Pues hazselo a la madre! ?Apurate, duermela!

– ?Pero bueno, Lucio! ?No quieres enterarte de que tengo un tren que tomar?

– Hay que calmar a la madre.

A Adamsberg le importaba un carajo la gata, pero no la mirada negra del viejo fija en el. Acaricio la cabeza - increiblemente suave- de la gata, porque era verdad: no le quedaba mas remedio. Los jadeos del animal fueron apaciguandose mientras los dedos de Adamsberg rodaban como canicas desde el morro hasta las orejas. Lucio ladeo la cabeza, con aire experto.

– Hombre, ya se ha dormido.

Adamsberg alzo lentamente su mano, se la limpio en la hierba humeda y se alejo caminando hacia atras.

Mientras avanzaba en la Estacion del Norte, sentia las sustancias secandose y endureciendose entre los dedos y bajo las unas. Llevaba veinte minutos de retraso. Danglard se dirigia hacia el apretando el paso. Siempre daba la impresion de que las piernas de Danglard, mal hechas, iban a descoyuntarse de rodillas abajo cuando trataba de correr. Adamsberg levanto una mano para interrumpir su carrera y los reproches.

– Ya lo se. Se me ha cruzado una cosa en el camino, y he tenido que aceptarla, so pena de rascarme toda la vida.

Danglard estaba tan acostumbrado a las frases incomprensibles de Adamsberg que rara vez se molestaba en hacer preguntas. Como tantos otros de la Brigada, desistia, sabiendo separar lo interesante de lo inutil. Sin aliento, senalo el puesto de registro, dio media vuelta y se fue. Mientras lo seguia sin acelerar, Adamsberg intentaba recordar el color de la gata. ?Blanca con manchas grises? ?Con manchas rojizas?

2

– En su pais tambien pasan cosas raras -dijo en ingles el superintendente Rastock a sus colegas de Paris.

– ?Que dice? -pregunto Adamsberg.

– Que en nuestro pais tambien pasan cosas raras -tradujo Danglard.

– Es verdad -dijo Adamsberg sin interesarse por la conversacion.

Lo que le importaba de momento era andar. Era Londres en junio y era de noche, queria andar. Esos dos dias de coloquio empezaban a agotar sus nervios. Quedarse sentado durante horas era una de las pocas pruebas capaces de romper su flema, de hacerle experimentar ese extrano estado que los demas llamaban «impaciencia» o «febrilidad» y que normalmente le resultaba inaccesible. El dia anterior habia conseguido escaparse tres veces, habia dado una vuelta chapucera por el barrio, habia memorizado las alineaciones de fachadas de ladrillo, las perspectivas de columnas blancas, las farolas en negro y oro, habia dado unos pasos por una callejuela que se llamaba St Johns Mews, y dios sabe como podia pronunciarse algo como «Mews». Alli un grupo de gaviotas habia alzado el vuelo gritando en ingles. Pero sus ausencias habian llamado la atencion. Hoy habia tenido que aguantar en su asiento, reacio a los discursos de sus colegas, incapaz de seguir el ritmo rapido del interprete. El hall estaba saturado de policias, de maderos que desplegaban grandes cantidades de ingenio para estrechar las mallas de la red destinada a «armonizar el flujo migratorio», a rodear Europa con una infranqueable verja. Siempre habia preferido lo fluido a lo solido, lo flexible a lo estatico, por lo que Adamsberg se amoldaba naturalmente a los movimientos de ese «flujo» y buscaba con el las maneras de desbordar las fortificaciones que iban perfeccionandose ante sus ojos.

El colega de New Scotland Yard, Radstock, parecia muy experto en redes, pero no tan obnubilado por la cuestion de su rendimiento. Iba a jubilarse al cabo de menos de un ano, con la idea muy britanica de ir a pescar cosas en un lago alla arriba, segun Danglard, que comprendia todo y lo traducia todo, incluido lo que Adamsberg no tenia deseos de saber. Adamsberg habria querido que su colaborador se ahorrara sus traducciones inutiles, pero Danglard disfrutaba de tan pocos placeres, y parecia tan feliz de revolcarse en la lengua inglesa como un jabali en un barro de calidad, que Adamsberg prefirio no quitarle ni una miga de gozo. Alli el comandante Danglard parecia bienaventurado, casi liviano, enderezando su cuerpo blando, hinchiendo sus hombros caidos, ganando una prestancia que lo volvia casi notable. Acaso estuviera abrigando la esperanza de jubilarse un dia con ese nuevo amigo para ir a pescar cosas en el lago de alla arriba.

Radstock aprovechaba la buena voluntad de Danglard para contarle en detalle su vida en el Yard, pero tambien cantidad de anecdotas «subidas de tono» que consideraba propias para gustar a invitados franceses. Danglard lo habia escuchado durante toda la comida sin mostrar hastio, y sin dejar de fijarse en la calidad del vino. Radstock llamaba al comandante «Danglerd», y los dos maderos se animaban mutuamente, proveyendose el uno al otro de historias y bebida, dejando a Adamsberg a la zaga. Adamsberg era el unico de los cien polis que no conocia ni los rudimentos de la lengua siquiera. Convivia, pues, como marginal, tal como lo habia deseado, y pocos se habian enterado de quien era exactamente. Junto a el seguia el joven cabo Estalere, de ojos verdes siempre agrandados por una sorpresa cronica. Adamsberg habia querido incluirlo en esa mision. Habia dicho que el caso de Estalere se arreglaria y, de tanto en cuando, empleaba energia en conseguirlo.

Con las manos en los bolsillos y elegantemente vestido, Adamsberg disfrutaba plenamente de esa larga caminata mientras Radstock iba de calle en calle para hacerles los honores mostrandoles las singularidades de la vida londinense de noche. Aqui, una mujer que dormia bajo un techo de paraguas cosidos unos con otros, abrazada a un teddy bear de mas de un metro. «Un osito de peluche», habia traducido Danglard. «Ya lo habia entendido», habia contestado Adamsberg.

– Y alli -dijo Radstock senalando una avenida perpendicular- tenemos al lord Clyde-Fox. El ejemplo de lo que llaman ustedes el aristocrata excentrico. A decir verdad, no nos quedan muchos, se reproducen poco. Este es todavia joven.

Radstock se detuvo para darles tiempo de admirar al personaje, con la satisfaccion de quien presenta una pieza excepcional a sus huespedes. Adamsberg y Danglard lo contemplaron docilmente. Alto y flaco, lord Clyde- Fox bailaba torpemente sin moverse del sitio, rayando la caida, apoyandose en un pie y luego en el otro. Otro hombre fumaba un puro a diez pasos de el, tambaleante, observando los apuros de su companero.

– Interesante -dijo Danglard con cortesia.

– Suele andar por estos parajes, pero no todas las noches -dijo Radstock, como si sus colegas se estuvieran beneficiando de un autentico golpe de suerte-. Nos apreciamos. Cordial, siempre dice alguna cosa amable. Es una referencia en la noche, una luz familiar. A estas horas, vuelve de su paseo, y trata de regresar a su casa.

– ?Borracho? -pregunto Danglard.

– Nunca del todo. Tiene pundonor por explorar los limites, todos los limites, y afianzarse en ellos. Afirma que, circulando por las lineas divisorias, en equilibrio entre las dos vertientes, tiene garantizado el sufrimiento sin aburrirse nunca. ?Todo bien, Clyde-Fox?

– ?Todo bien, Radstock? -contesto el hombre agitando una mano.

– Agradable -comento el superintendente-. Bueno, tiene sus dias. Cuando murio su madre, hace dos anos, quiso comerse toda una caja de fotografias de ella. Su hermana intervino bastante salvajemente, y la cosa acabo mal. Ella, una noche de hospital; el, una noche en la comisaria. El lord estaba rabioso por que no le dejaran zamparse esas fotos.

– ?Comerselas de verdad? -pregunto Estalere.

– De verdad. Pero ?que son unas cuantas fotos? Dicen que una vez, en Francia, un tipo quiso comerse un

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