saber el frances algo sobre Highgate? En cambio, ningun problema con Adamsberg, a quien ese rodeo no molestaba en absoluto. El comisario parecia deambular en un estado de duermevela apacible y conciliador, hasta el punto de que cabia preguntarse si su oficio mismo captaba su atencion. Por el contrario, los ojos de su joven adjunto, pegados a la ventanilla, se agrandaban sobre Londres. En opinion de Radstock, ese Estalere era casi cretino, y le extranaba que se hubiera autorizado su presencia en el coloquio.

– ?Por que no ha enviado a dos de sus hombres? -pregunto Danglard, que seguia con expresion de disgusto.

– No puedo desplazar a un equipo para una vision de Clyde-Fox, Danglerd. No deja de ser un hombre que quiso comerse las fotos de su madre. Y no queda mas remedio que ir a comprobar, ?o si?

Si, Danglard no se sentia obligado a nada. Feliz de estar alli, feliz de revestir el aspecto de un ingles, feliz de que una mujer se hubiera fijado en el desde el primer dia del coloquio. Hacia anos que habia dejado de esperar ese milagro y, entumecido como estaba desde su renunciacion fatalista a las mujeres, no habia provocado nada. Fue ella la que vino a hablarle, sonreirle, multiplicando los pretextos para cruzarse con el. Si no se equivocaba. Danglard se preguntaba como era posible, y se interrogaba hasta la tortura. Pasaba revista, sin descanso, a los fragiles signos que pudieran infirmar o confirmar su esperanza. Los clasificaba, los evaluaba, sopesaba su fiabilidad como quien palpa el hielo antes de poner un pie encima. Probaba su consistencia, su posible contenido, trataba de saber si si o si no. Hasta que todos esos signos acababan por perder toda sustancia a fuerza de ser examinados por la mente. Necesitaba otros nuevos, indicadores suplementarios. Y a esas horas, esa mujer estaba sin duda en el bar del hotel con los demas congresistas. Arrastrado a la expedicion de Radstock, iba a perder la ocasion de verla.

– ?Por que hay que comprobar? El lord estaba como una cuba.

– Porque es en Highgate -mascullo el superintendente.

Danglard se arrepintio. La intensidad de sus cavilaciones acerca de la mujer y de los signos le habia impedido reaccionar al nombre de «Highgate». Alzo el rostro para responder, pero Radstock lo detuvo con un gesto.

– No, Danglerd, usted no lo puede entender -dijo en el tono aspero, triste y definitivo de un viejo soldado que no puede compartir su guerra-. Usted no estuvo en Highgate. Yo si.

– Pero entiendo que no quiera volver alli y que, aun asi, vaya.

– Me extranaria, Danglerd, sin animo de ofender.

– Se lo que ocurrio en Highgate.

Radstock le lanzo una mirada sorprendida.

– Danglard lo sabe todo -explico tranquilamente Estalere desde el fondo del coche.

A su lado en el asiento de atras, Adamsberg los escuchaba, captaba palabras. Estaba claro que Danglard sabia sobre Highgate cantidad de cosas que el, Adamsberg, ignoraba por completo. Era normal, si es que podia considerarse normal la prodigiosa extension de sus conocimientos. El comandante era mucho mas que lo que se suele llamar un «hombre de cultura». Era un ser de una erudicion excepcional y estaba a la cabeza de una compleja red de saberes infinitos que, en opinion de Adamsberg, habian acabado constituyendolo enteramente, sustituyendo uno a uno a todos sus organos, hasta el punto en que cabia preguntarse como podia Danglard caminar como un tipo casi normal. Por eso andaba tan mal y nunca deambulaba. En cambio, seguro que conocia el nombre del individuo que se habia comido el armario. Adamsberg observo el perfil blando de Danglard, en ese instante agitado por el estremecimiento que en el indicaba el paso de la ciencia. Sin lugar a dudas, el comandante estaba rememorando a gran velocidad su gran libro del saber sobre Highgate. Al tiempo que una preocupacion lacerante ralentizaba su concentracion. La mujer del coloquio, naturalmente, que arrastraba su mente a una voragine de preguntas. Adamsberg volvio la mirada hacia el colega britanico, cuyo nombre era imposible de memorizar. Stock. Ese no estaba pensando en una mujer ni explorando sus conocimientos. Stock tenia miedo, sencillamente.

– Danglard -dijo Adamsberg dando una leve palmada en el hombro a su adjunto-, Stock no tiene ganas de ir a ver los zapatos.

– Ya le he dicho que entiende el grueso del frances corriente. Codifique, comisario.

Adamsberg asintio. Para que no le entendiera Radstock, Danglard le habia aconsejado hablar a gran velocidad en tono monocorde y saltandose silabas, pero el ejercicio era imposible para Adamsberg. Posaba sus palabras con la misma lentitud que sus pasos.

– No le apetece nada ir alli -dijo Danglard en acelerado-. Le trae recuerdos, y no los quiere.

– ?Que es «alli»?

– ?Alli? Uno de los cementerios romanticos mas barrocos de Occidente, una exageracion, un desenfreno artistico y macabro. Sepulturas goticas, mausoleos, esculturas egipcias, excomulgados y asesinos. Todo ello perdido en el follon organizado de los jardines ingleses. Un lugar unico y demasiado unico, un crisol de delirios.

– De acuerdo, Danglard. Pero ?que paso en ese follon?

– Acontecimientos terribles y, a fin de cuentas, poca cosa. Pero es un «poca cosa» que puede pesar mucho para quien lo viera. Por eso el cementerio esta vigilado por las noches. Por eso el colega no va alli solo. Por eso estamos en este coche en lugar de tomar algo tranquilamente en el hotel.

– Tomar algo, pero ?con quien, Danglard?

Danglard torcio el gesto. Ni los filamentos mas tenues de la vida pasaban inadvertidos a los ojos de Adamsberg, aunque esos filamentos fueran susurros, sensaciones infimas, movimientos del aire. El comisario se habia fijado en esa mujer en el coloquio, por supuesto. Y mientras el daba vueltas a los hechos hasta la obsesion esterilizadora, Adamsberg ya debia de tener una impresion formada.

– Con ella -sugirio Adamsberg reanudando en el silencio-. La mujer que mordisquea las patillas de sus gafas rojas, la mujer que lo mira. Lleva un pin donde pone «Abstract». ?Se llama asi?

Danglard sonrio. El que la unica mujer que hubiera buscado su mirada en diez anos pudiera llamarse «Abstracta» le iba dolorosamente bien.

– No. Es su trabajo. Se encarga de reunir y distribuir los resumenes de las conferencias. Resumen se dice abstract.

– Ah, muy bien. Entonces ?como se llama?

– No se lo he preguntado.

– El nombre es lo que hay que saber enseguida.

– Antes quisiera saber que le ronda en la cabeza.

– Porque ?no lo sabe?

– ?Como voy a saberlo? Tendria que preguntarselo. Y saber si se lo puedo preguntar. Y preguntarse que puede uno saber.

Adamsberg suspiro, desistiendo ante los meandros intelectuales de Danglard.

– Pues le ronda algo serio -prosiguio-. Y un vaso mas o menos esta noche no cambiara nada.

– ?Que mujer? -pregunto Radstock en frances, exasperado al constatar que estaban tratando de excluirlo de la conversacion. Y sobre todo al entender que el pequeno comisario de pelo castano y despeinado habia percibido su miedo.

El coche bordeaba ya el cementerio, y Radstock deseo de repente que la escena de lord Clyde-Fox no fuera una vision. Para que el francesito impasible, Adamsberg, tuviera su parte en la pesadilla de Highgate. Que la tomara y la compartieran, God. Y entonces veriamos si el maderillo seguia pareciendo tan tranquilo. Bajo la ventanilla veinte centimetros y asomo la linterna.

– OK -dijo lanzando una mirada a Adamsberg por el retrovisor-. Compartamos.

– ?Que dice?

– Lo invita a compartir Highgate.

– No he pedido nada.

– You have no choice -dijo Radstock con dureza mientras abria la puerta.

– He entendido -dijo Adamsberg interrumpiendo a Danglard con un gesto.

El olor era pestilencial; la escena, chocante; y el mismo Adamsberg se puso rigido, manteniendose a distancia detras de su colega ingles. De los zapatos agrietados, con los cordones desatados, emergian tobillos

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