– Porque el retrete esta fuera. La gente ya no soporta esas cosas.

– Podrian haber construido un muro para unirlo a la casa, como esta haciendo usted.

– No lo hago por mi. Es por mi mujer y mi hijo.

– ?Me cago en la!, ?no ira a traer una mujer aqui?

– No creo. Vendran de paso.

– Pero ?y ella? Ella no dormira aqui, ?verdad? ?Ella?

Adamsberg fruncio el ceno mientras la mano del viejo se posaba sobre su brazo, buscando su atencion.

– No se crea usted mas listo que nadie -dijo el anciano bajando el tono de voz-. Venda. Hay cosas que se nos escapan. Que estan fuera de nuestro alcance.

– ?Que cosas?

Lucio movio los labios, mascullando su cigarrillo apagado.

– ?Ve esto? -dijo levantando el brazo derecho.

– Si -contesto Adamsberg con respeto.

– Lo perdi a los nueve anos, en la Guerra Civil.

– Si.

– Y a veces me pica. Me pica el trozo que me falta, sesenta y nueve anos despues. En un sitio muy preciso, siempre el mismo -dijo el viejo senalando un punto en el aire-. Mi madre sabia por que: es la picadura de la arana. Cuando perdi el brazo, no habia acabado de rascarme. Asi que me sigue picando.

– Si, claro -dijo Adamsberg, removiendo en silencio el cemento.

– Porque la picadura no habia terminado su vida, ?entiende? Exige lo que es suyo, se venga. ?No le recuerda a nada?

– A las estrellas -sugirio Adamsberg-. Brillan despues de muertas.

– Si, por que no -admitio el viejo, sorprendido-. O el sentimiento: por ejemplo, un chico que sigue enamorado de una chica, o al reves, cuando todo se ha ido al garete. ?Entiende lo que le quiero decir?

– Si.

– Y ?por que sigue enamorado el chico, o ella? ?Como se explica?

– No lo se -dijo Adamsberg, paciente.

Entre rafaga y rafaga, el tenue sol de marzo le calentaba suavemente la espalda, y estaba a gusto, alli, fabricando un muro en ese jardin abandonado. Lucio Velasco Paz podia hablarle todo lo que quisiera, no le molestaba en absoluto.

– Pues muy sencillo: porque el sentimiento no ha terminado su vida. Esas cosas existen fuera de nosotros. Hay que esperar a que se acaben, hay que rascarse hasta el final. Y, si uno muere antes de haber terminado de vivir, pasa lo mismo. Los asesinados siguen vagando por ahi, unos canallas que no paran de venir a picarnos.

– Picaduras de arana -sugirio Adamsberg, cerrando el circulo.

– Aparecidos -dijo el viejo con gravedad-. ?Comprende ahora por que nadie queria su casa? Porque tiene fantasmas, hombre.

Adamsberg acabo de limpiar el cuezo y se froto las manos.

– ?Por que no? -dijo-. No me molesta. Estoy acostumbrado a las cosas que se me escapan.

Lucio alzo el menton y contemplo a Adamsberg con cierta tristeza.

– Hombre, tu si que no te le escaparas, si vas de listo. ?Que te crees? ?Que puedes mas que ella?

– ?Ella? ?Es una mujer?

– Es una aparecida del siglo de antes de antes, de la epoca de antes de la Revolucion. Una vieja inmundicia, una sombra.

El comisario paso lentamente la mano por la superficie rugosa de los bloques de hormigon.

– ?Ah, si? -pregunto, subitamente pensativo-. ?Una sombra?

II

Adamsberg preparaba el cafe en la gran sala-cocina, todavia poco acostumbrado al lugar. La luz entraba por los vidrios de la ventana, iluminando las antiguas baldosas, de un rojo mate, unas baldosas del siglo de antes de antes. Olores a humedad, a madera quemada, a hule nuevo, algo que, buscando bien, se asociaba a su casa de la montana.

Puso dos tazas desparejadas en la mesa, justo donde el sol dibujaba un rectangulo. Su vecino se habia sentado muy recto y se apretaba la rodilla con los dedos de su unica mano. Una mano ancha, como para estrangular un buey con el pulgar y el indice, que parecia haber duplicado de volumen para compensar la ausencia de la otra.

– ?No tendra un algo para acompanar el cafe? ?Sin que sea una molestia?

Lucio echo una mirada suspicaz al jardin, mientras Adamsberg buscaba cualquier tipo de alcohol en las cajas de carton aun apiladas.

– ?Su hija no le deja? -pregunto.

– No me anima a ello.

– ?A ver esto? ?Que es? -pregunto Adamsberg sacando una botella de una de las cajas.

– Un Sauternes -juzgo el viejo entornando los ojos como un ornitologo identificando de lejos un pajaro-. Es un poco temprano para un Sauternes.

– No tengo nada mas.

– Pues nos arreglaremos con eso -decreto el viejo.

Adamsberg le sirvio un vaso y se instalo junto a el, exponiendo su espalda al cuadrado de sol.

– ?Que es lo que sabe exactamente? -pregunto Lucio.

– Que la anterior propietaria se ahorco en la habitacion de arriba -dijo Adamsberg senalando el techo con el dedo-. Por eso nadie queria esta casa. A mi, en cambio, me da igual.

– ?Porque tiene vistos a muchos ahorcados?

– Alguno. Pero a mi los muertos nunca me han dado problemas. Me los dan sus asesinos.

– Pero, hombre, no estamos hablando de muertos de verdad, hablamos de los otros, de los que no se van. Ella nunca se fue.

– ?La ahorcada?

– La ahorcada se fue -explico Lucio echandose un lingotazo, como para celebrar el acontecimiento-. ?Sabe por que se mato?

– No.

– La casa la volvio loca. Todas las mujeres que viven aqui acaban minadas por la Sombra. Y se mueren de eso.

– ?La Sombra?

– La aparecida del convento. Por eso el callejon se llama calle de las Corujas.

– No entiendo -dijo Adamsberg sirviendo el cafe.

– Habia aqui un antiguo monasterio de mujeres, en el siglo de antes de antes. Eran unas monjas de las que no podian hablar.

– Serian cartujas.

– Eso es. Y se decia la calle de las Cartujas. Pero luego acabo siendo de las Corujas.

– ?Sin que tuviera nada que ver con las lechuzas? -pregunto Adamsberg, decepcionado.

– No, son las monjas. Pero «cartujas» cuesta mas de pronunciar. Car-tu-jas -anadio Lucio aplicandose.

– Cartujas -repitio lentamente Adamsberg.

– ?Lo ve? Es dificil. Todo esto para decirle que, en aquellos tiempos, una de esas cartujas mancillo esta casa. Con el diablo, al parecer. Pero bueno, de eso no hay pruebas.

– ?De que tiene usted pruebas, senor Velasco? -pregunto Adamsberg sonriendo.

– Puede llamarme Lucio. Pruebas haylas. Hubo un proceso en aquel entonces, en 1771, y el convento fue abandonado, y la casa purificada. La cartuja se hacia llamar Santa Clarisa. A cambio de una ceremonia y de un dinero, prometia a las mujeres que irian al paraiso. Lo que no sabian las viejas era que el viaje era inmediato.

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