Cuando llegaban con la bolsa llena, las degollaba. Asi mato a siete. Siete,
Lucio se echo a reir con su risa de crio, y se rehizo.
– No hay que bromear con los demonios -dijo-. Vaya, me pica el brazo, es mi castigo.
Adamsberg lo miro agitar los dedos al aire, esperando tranquilamente la continuacion.
– ?Le alivia rascarse?
– De momento, luego vuelve a picarme. La noche del 3 de enero de 1771, una vieja fue a ver a Clarisa para comprar el paraiso. Pero su hijo, desconfiado y agarrado, la acompanaba. Era curtidor. Mato a la santa. Asi - mostro Lucio asestando un punetazo a la mesa- La aplasto con sus manos de coloso. ?Ha seguido la historia?
– Si.
– Si no, puedo volver a contarsela.
– No, Lucio, continue.
– Solo que esa mala bestia de Clarisa nunca llego a irse del todo. Porque tenia veintiseis anos, ?entiende? Asi que todas las mujeres que vivieron aqui a partir de entonces salieron con los pies por delante y de muerte violenta. Antes de Madelaine (la ahorcada), hubo una senora Jeunet, en los anos sesenta. Cayo sin motivo de la ventana de arriba. Y antes de la Jeunet, una tal Marie-Louise a quien encontraron con la cabeza metida en el horno de carbon, durante la guerra. Mi padre las conocio a las dos. Solo tuvieron problemas.
Los dos hombres asintieron juntos, Lucio Velasco con gravedad, Adamsberg con cierto placer. El comisario no queria herir al viejo. Y, en el fondo, esa buena historia de fantasmas les convenia a ambos, y la hacian durar tanto tiempo como el azucar al fondo del cafe. Los horrores de Santa Clarisa intensificaban la existencia de Lucio y distraian momentaneamente la de Adamsberg de los asesinatos triviales que tenia entre manos. Ese espectro femenino era mucho mas poetico que los dos tipos cosidos a punaladas la semana pasada en Porte de la Chapelle. Estuvo en un tris de contar su propia historia a Lucio, ya que el viejo espanol parecia tener una opinion segura acerca de todas las cosas. Le gustaba ese sabio guason de una sola mano, salvo en lo referente a la radio que zumbaba constantemente en su bolsillo. Obedeciendo a un gesto de Lucio, Adamsberg le lleno el vaso.
– Si todos los asesinados andan flotando por ahi, ?cuantos fantasmas habra en mi casa? ?Santa Clarisa y sus siete victimas? ?Mas las dos mujeres que conocio su padre, mas Madelaine? ?Once? ?O mas?
– Solo esta Clarisa -afirmo Lucio-. Sus victimas eran demasiado viejas, nunca volvieron. A menos que esten en sus propias casas, que tambien es posible.
– Si.
– Lo de las otras tres es distinto. No fueron asesinadas, sino poseidas. En cambio, Santa Clarisa no habia acabado de vivir cuando el curtidor la aplasto con sus punos. ?Entiende ahora por que nunca han derribado la casa? Porque Clarisa habria ido a instalarse a otro sitio. En mi casa, por ejemplo. Y todo el mundo, en el barrio, prefiere saber donde tiene su guarida.
– Aqui.
Lucio asintio guinando un ojo.
– Y mientras nadie ponga los pies aqui, no pasa nada.
– O sea que es hogarena, en cierto modo.
– Ni siquiera baja al jardin. Espera a sus victimas alla arriba, en el desvan. Y ahora vuelve a tener compania.
– Yo.
– Usted -confirmo Lucio-. Pero usted es hombre, no le dara mucho la lata. A quienes vuelve tarumbas es a las mujeres. No traiga aqui a su mujer, hagame caso. O, si no, venda.
– No, Lucio. Me gusta esta casa.
– Cabezota, ?eh? ?De donde viene?
– De los Pirineos.
– Alta montana -dijo Lucio con deferencia-, no vale la pena que trate de convencerlo.
– ?Los conoce?
– ?Y los cuerpos de las siete viejas? ?Los buscaron en la epoca del proceso?
– No. En aquellos tiempos, en el siglo de antes de antes, no se investigaba como ahora. Deben de estar todavia ahi debajo -dijo Lucio senalando el jardin con el baston-. Por eso no se cava demasiado hondo. No hay que provocar al diablo.
– No, ?para que?
– Usted es como Maria -dijo el viejo sonriendo-, estas cosas le divierten. Pero,
Lucio vacio el vaso de Sauternes y se rasco la picadura.
– Ha envejecido mucho -dijo casi con asco.
– Son muchos anos… -respondio Adamsberg.
– Claro. Tiene la cara arrugada como una nuez vieja.
– ?Donde estaba?
– En el piso de arriba. Iba y venia por la habitacion de encima.
– Va a ser mi despacho.
– ?Y donde pondra el dormitorio?
– Al lado.
– Pues no le falta valor -dijo Lucio levantandose-. ?No habre sido muy bestia, por lo menos? Maria no quiere que sea bestia.
– En absoluto -respondio Adamsberg, que de repente se encontraba con un lote de siete cadaveres bajo los pies y una fantasma con cara de nuez.
– Mejor. Quiza consiga usted aplacarla. Aunque dicen que solo un hombre muy viejo podra con ella. Pero eso son leyendas, no se crea usted todo lo que le cuenten.
Una vez solo, Adamsberg engullo el fondo de su cafe frio. Luego alzo la mirada hacia el techo, y escucho.
III
Despues de una noche serena en compania de Santa Clarisa, el comisario Adamsberg empujo la puerta del Instituto Forense. Hacia nueve dias que dos hombres habian sido degollados en Porte de la Chapelle, a pocos cientos de metros uno de otro. Dos pringados, dos bandidos de poca monta que trapicheaban en el Mercado de las Pulgas, habia dicho el policia del sector de la zona a modo de presentacion. Adamsberg estaba empenado en volver a verlos desde que el inspector Mortier, de la Brigada de Estupefacientes, habia manifestado el deseo de quitarselos.
– Un par de colgaos degollados en Porte de la Chapelle son cosa mia, Adamsberg -habia declarado Mortier-. Sobre todo habiendo un negrata en el lote. ?A que esperas para pasarmelos? ?A que nieve?
– A entender por que tienen tierra debajo de las unas.
– Porque eran unos guarros.
– Porque estuvieron cavando. Y la tierra es cosa de la Brigada Criminal y cosa mia.
– ?Nunca has visto imbeciles escondiendo mierda en las jardineras? Pierdes el tiempo, Adamsberg.
– Me da igual. Me gusta.
Los dos cuerpos desnudos estaban tendidos uno junto a otro, un grandullon blanco, un grandullon negro, uno velludo, el otro no, cada cual bajo su neon de la morgue. Dispuestos con los pies juntos y los brazos pegados al cuerpo, parecian haber adquirido en la muerte una formalidad de colegiales totalmente inedita. A decir verdad, pensaba Adamsberg contemplando sus dociles posturas, los dos hombres habian llevado una existencia llena de clasicismo, por lo avara que es la vida en cuestion de originalidad. Jornadas organizadas, con mananas dedicadas a dormir, tardes consagradas al trapicheo, noches destinadas a las chicas y domingos a las madres. En el margen,