Sor Canair de Moville (Magh Bile), guia de los peregrinos
Hermano Cian, monje de la abadia de Bangor (Beannchar) y antiguo miembro de la escolta del rey supremo
Sor Muirgel, de la abadia de Moville
Sor Crella de Moville
Sor Ainder de Moville
Sor Gorman de Moville
Hermano Guss de Moville
Hermano Bairne de Moville
Hermano Dathal de Bangor
Hermano Adamrae de Bangor
Hermano Tola de Bangor
Murchad, el capitan
Gurvan, el oficial de cubierta
Wenbrit, el grumete
Drogan, miembro de la tripulacion
Hoel, miembro de la tripulacion
Toca Nia, superviviente de un naufragio
Padre Pol de Uxantis
El
Grian, amiga de Fidelma en Tara
Me alegrare y me gozare en tu piedad,
Pues has visto mi afliccion
Y has considerado las aflicciones de mi alma.
Salmos, 30, 8
CAPITULO I
Por el camino que recorre el cabo abrupto y rocoso, Colla el posadero sofreno al par de asnos robustos que tiraban de un carro demasiado cargado. Era una suave manana otonal y el sol ya ascendia por el este. Un mar en calma se explayaba a los pies del cabo reflejando un cielo surcado apenas por unas nubes blanquecinas. Ya asomaba la brisa del noroeste, moviendo con ella la marea matutina. Desde aquella altura y por el nivel y el tono atenuado del agua, el mar parecia plano y en calma. Sin embargo, los anos de experiencia junto a aquella vasta extension le decian que era solo un espejismo. Desde aquella altura, la vista no distinguia el oleaje ni los escarceos de unas aguas traicioneras e inquietantes.
En el cielo, las aves marinas y costeras revoloteaban, pasando como flechas en medio de una algarabia de trinos matutinos. Los araos se concentraban a lo largo de la costa, preparandose para emigrar los crudos meses de invierno. En aquella epoca del ano aun se veia alguna que otra alca: ya abandonaban los nidos de los acantilados para partir en las proximas semanas. Las pocas aves estivales que quedaban, las mas fuertes, como los cormoranes, desaparecian por momentos para dar paso a las gaviotas. Empezaban a imponerse densas bandadas de gaviotas canas, mas pequenas y apacibles que la gran gaviota hiperborea de lomo negro.
Colla se habia levantado antes del alba para subir con el carro a la abadia de St. Declan, que se erigia en la cumbre del empinado cabo de Ardmore, sobre la aldea de pescadores. Ademas de ser el posadero del lugar, Colla comerciaba con mercaderes que fondeaban sus naves al abrigo del puerto natural de la bahia; mercaderes que zarpaban de las costas de Eireann rumbo a tierras lejanas como Britania, Galia y otras mas remotas.
Aquella manana habia entregado a la abadia cuatro toneles con vino y aceite de oliva que habian llegado con la marea de la noche anterior en un barco mercante galo. A cambio de las mercancias, los industriosos monjes de St. Declan elaboraban bienes de cuero como zapatos, monederos y bolsos, y demas objetos de piel de nutria, ardilla y liebre. Ahora Colla regresaba al puerto para entregar los bienes al mercante galo, que partiria con la marea nocturna. En esta ocasion, el intercambio habia satisfecho bastante al abad, asi como a Colla, pues la comision recibida habia sido lo bastante sustanciosa para que sus rasgos curtidos mudaran en una sonrisa complaciente a su regreso por el sendero del cabo.
No obstante, habia querido hacer un alto para contemplar la vista que se extendia a sus pies. Al mirar abajo despertaba en su interior un ansia de dominacion, un ansia de poder. Desde aquella altura divisaba el minusculo puerto de la ensenada con diversos barcos anclados que se mecian. Se sentia como un rey guardando su reino.
Una rafaga de viento frio del noroeste lo estremecio e interrumpio sus ensonaciones. Aquella manana habia notado un leve cambio en la brisa, que era cada vez mas intensa y fresca. Hacia una hora que habia salido el sol, y la marea estaba cambiando. De un momento a otro despertaria tambien el trasiego en el puerto. Colla atizo a los asnos con las riendas y, con atencion, condujo el carro y la carga por el camino escarpado y sinuoso que descendia a la bahia arenosa.
Se fijo en las siluetas negras de un par de enormes barcos de altura, los
Dio un respingo al oir un chasquido explosivo por encima del alboroto general de las aves y el fragor distante del mar. Un clamor escandaloso respondio al chasquido, lo que espanto a las aves marinas, que alzaron el vuelo sobre la bahia entre graznidos de contrariedad. Era el ruido y la actividad que Colla estaba esperando. Con ojos vivarachos, vio que un de los
Colla aguzo la vista para identificar la nave, aunque sabia que solo una embarcacion zarparia con la marea de aquella manana. Era el