Al despuntar el dia empezo a caer la nieve y no remitio hasta mediodia. Los rusos experimentaron alegria y tristeza. Rusia habia soplado en su direccion, arrojando bajo sus miserables y doloridos pies un panuelo maternal. Los techos de los barracones estaban emblanquecidos y, a lo lejos, cobraban un aspecto familiar, aldeano.

Pero aquella alegria, que habia resplandecido por un instante, se confundio con la tristeza y acabo por ahogarse.

A Mostovskoi se le acerco un guardia, un soldado espanol llamado Andrea. Le informo, chapurreando un frances macarronico, de que un amigo suyo, empleado en la administracion del campo, habia visto un papel donde se hablaba de un viejo de nacionalidad rusa, pero no habia tenido tiempo de leerlo puesto que el superior de la oficina se lo habia arrebatado de las manos.

«Mi vida pende de ese trozo de papel», penso Mostovskoi, y se alegro de sentirse tan sereno.

– Pero no importa -le susurro Andrea-; averiguaremos lo que hay ahi escrito.

– ?Por el comandante del campo? -pregunto Guardi, y sus enormes pupilas negras refulgieron en la penumbra-. ?O por Liss, el representante del SD?

A Mostovskoi le sorprendia que el Guardi de dia y el Guardi de noche fueran tan diferentes. Durante el dia el sacerdote hablaba de la sopa, de los recien llegados, pactaba intercambios de raciones con los vecinos, se acordaba de la comida italiana, picante y con sabor a ajo. Los prisioneros de guerra del Ejercito Rojo conocedores de su expresion preferida, al encontrarse con el en la plaza del Lager, le gritaban de lejos: «Tio Padre, tutti kaputi», y sonreian como si aquellas palabras les infundieran esperanza. Le llamaban tio Padre, creyendo que Padre era su nombre.

Una vez, entrada la noche, los oficiales y los comisarios sovieticos que se encontraban en el bloque especial empezaron a gastar bromas sobre Guardi, preguntandose si de verdad habia mantenido el voto de castidad.

Guardi, con el semblante serio, escucho aquella mezcolanza fragmentaria de palabras francesas, alemanas y rusas.

Luego hablo el, y Mostovskoi le tradujo. Los revolucionarios rusos iban al presidio y al patibulo por sus ideales. ?Por que, entonces, dudaban de que un hombre pudiera renunciar a la intimidad con las mujeres por ideales religiosos? Eso no tenia ni punto de comparacion con el sacrificio de la propia vida.

– No lo estara diciendo en serio -observo el comisario de brigada Osipov.

Por la noche, cuando los prisioneros empezaban a dormirse, Guardi se convertia en otro hombre. Se arrodillaba en el catre y rezaba. Parecia que en sus ojos extasiados, en aquel terciopelo negro y penetrante, podian ahogarse todos los sufrimientos de la ciudad-presidio. Los tendones de su cuello moreno se tensaban como si estuviera haciendo un esfuerzo fisico; su rostro largo e indolente adoptaba una expresion de obstinacion sombria y feliz. Rezaba durante mucho rato, y Mijail Sidorovich se dormia arrullado por el bisbiseo suave y apresurado del italiano. Por lo general, Mostovskoi se despertaba una o dos horas mas tarde, y, para entonces, Guardi ya dormia. El italiano tenia un sueno agitado, como si trataran de acoplarse sus dos naturalezas: la diurna y la nocturna. Roncaba, chasqueaba los labios, rechinaba los dientes, expulsaba gases intestinales estruendosamente y de repente entonaba, arrastrando la voz, hermosas palabras de una oracion que hablaba de la misericordia de Dios y la Santa Virgen.

Nunca reprochaba al viejo comunista ruso su ateismo y a menudo le hacia preguntas sobre la Rusia sovietica.

El italiano, mientras escuchaba a Mostovskoi, asentia con la cabeza, como si aprobara el cierre de iglesias y monasterios y las nacionalizaciones de las tierras que pertenecian al Santo Sinodo. Con sus ojos negros miraba fijamente al viejo comunista, y Mijail Sidorovich le preguntaba, irritado:

– Vous me comprenez?

Guardi sonreia con su sonrisa habitual, la misma con la que hablaba de ragu y salsa de tomate.

– Je comprends tout ce que vous dites, je ne comprends pas seulement pourquoi vous dites cela.

A los prisioneros de guerra rusos que se encontraban en el bloque especial no se les eximia del trabajo, motivo por el cual Mostovskoi no los veia ni conversaba con ellos hasta muy avanzada la tarde, o bien por la noche. El general Gudz y el comisario de brigada Osipov eran los unicos que no trabajaban.

Mostovskoi solia hablar con un hombre extrano, de edad indeterminada, cuyo nombre era Ikonnikov-Morzh. Dormia en el peor lugar del barracon: cerca de la puerta de entrada, donde soplaba una corriente de aire helado y habia un enorme cubo con una tapa ruidosa, el recipiente para los orines.

Los prisioneros rusos habian apodado a Ikonnikov «el viejo paracaidista» [3], lo consideraban un yurodivi [4] y lo trataban con una piedad aprensiva. Estaba dotado de aquella resistencia extraordinaria que solo poseen los locos y los idiotas. Jamas se resfriaba, aunque al acostarse nunca se despojaba de la ropa mojada por la lluvia otonal. Y seguramente solo la voz de un loco podria sonar asi de clara y sonora.

Mostovskoi lo habia conocido de la siguiente manera. Un dia Ikonnikov se le acerco y se quedo mirandole fijamente, en silencio.

– ?Que hay de bueno, camarada? -pregunto Mijail Sidorovich Mostovskoi, que esbozo una sonrisa burlona cuando Ikonnikov, con acento declamatorio, profirio:

– ?De bueno? ?Y que es el bien?

De repente, estas palabras transportaron a Mostovskoi a la infancia, cuando su hermano mayor, de regreso del seminario, discutia con su padre sobre cuestiones teologicas.

– Es un viejo dilema muy manido -dijo Mostovskoi-. Le dieron vueltas ya los budistas y los primeros cristianos. Tambien los marxistas se han afanado lo suyo.

– ?Y han encontrado la solucion? -pregunto Ikonnikov en un tono que provoco la risa de Mostovskoi.

– Bueno, el Ejercito Rojo -replico Mostovskoi- lo esta resolviendo ahora. Pero perdone, percibo en su voz un eco de misticismo, algo que no se comprende bien si corresponde a un pope o a un tolstoista.

– No podria ser de otra manera -dijo Ikonnikov-, he sido tolstoista.

– ?No me diga! -exclamo Mostovskoi. Aquel extrano individuo despertaba su interes.

– ?Sabe? -continuo Ikonnikov-. Estoy convencido de que las persecuciones que los bolcheviques acometieron contra la Iglesia despues de la Revolucion han beneficiado a la fe cristiana. Antes de la Revolucion la Iglesia se hallaba en un estado lamentable.

Mijail Sidorovich observo afablemente:

– ?Usted es un verdadero dialectico! He aqui que yo tambien, en mis anos de vejez, tengo la oportunidad de presenciar un milagro evangelico.

– No -respondio Ikonnikov con aire sombrio-. Para ustedes el fin justifica los medios, y los medios que emplean son despiadados. Yo no soy un dialectico y usted no esta asistiendo a ningun milagro.

– Muy bien -contesto Mostovskoi, repentinamente irritado-, ?en que puedo ayudarle?

Ikonnikov, adoptando como un soldado la posicion de firmes, dijo:

– ?No se ria de mi! -Su voz triste ahora sono tragica-. No me he acercado a usted para bromear. El quince de septiembre del ano pasado fui testigo de la ejecucion de veinte mil judios, entre ellos mujeres, ninos y ancianos. Ese dia comprendi que Dios nunca permitiria algo asi y que, por tanto, Dios no existia. En la actual tiniebla, veo claramente vuestra fuerza y el terrible mal contra el que lucha…

– Vamos a ver, hablemos -dijo Mijail Sidorovich.

Ikonnikov trabajaba en el Plantage, en los pantanos cercanos al campo donde estaban construyendo un enorme sistema de tubos de hormigon para canalizar el rio y los arroyos de agua sucia, y asi drenar la depresion. A los hombres que eran enviados a trabajar alli -en su mayoria mal considerados por las autoridades- se les llamaba Moorsoldaten, soldados del pantano.

Las manos de Ikonnikov eran pequenas, de dedos finos y unas infantiles. Regresaba del trabajo cubierto de barro, todo empapado se acercaba al catre de Mostovskoi y le preguntaba:

– ?Puedo sentarme a su lado?

Se sentaba, y sonriendo, sin mirar a su interlocutor, se pasaba una mano por la frente. Tenia una frente asombrosa; no era muy grande, pero si abombada y clara, tanto que parecia que viviera una vida independiente de las orejas sucias, el cuello marron oscuro y las manos con las unas rotas. A los prisioneros de guerra sovieticos, hombres con historias personales sencillas, les parecia un hombre oscuro y perturbador.

Desde los tiempos de Pedro el Grande, los antepasados de Ikonnikov, generacion tras generacion, habian sido sacerdotes. Solo la ultima habia elegido otro camino: todos los hermanos de Ikonnikov, por deseo paterno, habian

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