hierbas que nos cegaban, saltando por encima de las rocas, por la tierra seca y resquebrajada por el calor, hasta las ciudades de las termitas. El corazon nos latia, la violencia desbordaba nuestro aliento, agarrabamos piedras, palos y golpeabamos, golpeabamos, haciamos derrumbar paredes de esas catedrales, por nada, simplemente por la felicidad de ver subir las nubes de polvo, escuchar desmoronarse las torres, para que el palo resonara sobre las paredes endurecidas y quedaran al aire las galerias rojas como venas donde hormigueaba una vida palida, color nacar. Pero tal vez al escribirlo hago demasiado literario, demasiado simbolico el furor que dominaba nuestros brazos cuando golpeabamos los termiteros. Solo eramos dos ninos que habian atravesado el encierro de cinco anos de guerra, educados en un entorno de mujeres, en una mezcla de temor y astucia, donde el unico destello era la voz de mi abuela maldiciendo a los 'boches'. Esos dias en los que corriamos entre las altas hierbas en Ogoja eran nuestra primera libertad. La sabana, la tormenta que se formaba cada tarde, la quemadura del sol en la cabeza, y esa expresion demasiado fuerte, casi caricaturesca de la naturaleza animal, era lo que llenaba nuestros pequenos pechos y nos lanzaba contra la muralla de los termes, esos negros castillos que se levantaban hacia el cielo. Creo que desde ese entonces no volvi a sentir semejante entusiasmo. Semejante necesidad de calcular y de dominar. Era un momento de nuestras vidas, solo un momento, sin ninguna explicacion, sin pesar, sin futuro y casi sin memoria.

He pensado que habria sucedido de otra manera si nos hubieramos quedado en Ogoja, si nos hubieramos vuelto semejantes a los africanos. Habria aprendido a percibir, a sentir. Como los chicos del pueblo habria aprendido a hablar con los seres vivos, a ver lo que habia de divino en los termes. Hasta creo que despues de un tiempo los habria olvidado.

Habia un apuro, una urgencia. Habiamos llegado de la otra punta del mundo (porque Niza era la otra punta del mundo). Habiamos ido desde un departamento en el sexto piso de un edificio burgues, rodeado por un jardin en el que los chicos no tenian derecho a jugar, a vivir en Africa ecuatorial, a orillas de un rio barroso, rodeados por la selva. No sabiamos que ibamos a volver a irnos. Tal vez habiamos pensado, como todos los ninos, que ibamos a morir alli. Del otro lado del mar, el mundo se habia inmovilizado en el silencio. Una abuela con sus cuentos, un abuelo con el acento cantarino de la isla Mauricio, los companeros de juego, de clase, todo se habia congelado como los juguetes que se guardan en una valija, como los miedos que a veces se dejan en el fondo de los placares. La llanura herbosa habia cancelado todo con el aliento caliente de la tarde. La llanura herbosa tenia el poder de hacer latir nuestros corazones, de hacer nacer el furor y dejarnos cada crepusculo doloridos, muertos de cansancio en el borde de nuestras hamacas.

Las hormigas eran la contracara de ese furor. Lo contrario de la llanura herbosa, de la violencia destructora. ?Habia hormigas antes de Ogoja? No me acuerdo. O bien esas 'hormigas de Argentina', un polvo negro que invadia cada noche la cocina de mi abuela, y unia con caminos minusculos las jardineras con rosales en equilibrio sobre la canaleta y el monton de basura que quemaba en la caldera.

En Ogoja, las hormigas eran insectos monstruosos de la variedad exsectoide, que cavaban sus nidos a diez metros de profundidad debajo del cesped del jardin, donde debian de vivir cientos de miles de individuos. De manera contraria a los termes, suaves e indefensos, incapaces en su ceguera de causar el menor mal, salvo roer la madera agusanada de las casas y los troncos de los arboles caidos, las hormigas eran rojas, feroces, tenian ojos y mandibulas y eran capaces de segregar veneno y atacar a quien se encontrara en su camino. Ellas eran las verdaderas duenas de Ogoja.

Conservo el recuerdo agudo de mi primer encuentro con las hormigas, en los dias siguientes a mi llegada. Estaba en el jardin, no lejos de la casa. No habia notado el crater que senalaba la entrada del hormiguero. De pronto, sin que me hubiera dado cuenta, estaba rodeado por miles de insectos. ?De donde venian? Debi haber entrado en la zona vacia que rodeaba el orificio de sus galerias. Me acuerdo mas del miedo que senti que de las hormigas. Me quede inmovil, incapaz de huir, incapaz de pensar, en el suelo, que de pronto era movedizo y formaba una alfombra de caparazones, patas y antenas que giraba alrededor de mi y me cenia con su torbellino; vi a las hormigas que empezaban a subir por mis zapatos y se hundian en el tejido de esos famosos calcetines de lana impuestos por mi padre. En el mismo momento senti el ardor de las primeras picaduras, en los tobillos y en las piernas. Una espantosa impresion, la obsesion de ser comido vivo. Duro unos segundos, unos minutos, un tiempo tan largo como una pesadilla. No lo recuerdo, pero debi gritar, tal vez aullar, porque, un instante despues, me socorrio mi madre que me llevo en brazos y, alrededor de mi, frente a la terraza de la casa, estaban mi hermano y los chicos del pueblo que me miraban en silencio ?o se reian? ?Dijeron: Small boy him cry! Mi madre me quito los calcetines dandolos vuelta con delicadeza, como quien quita una piel muerta; como si hubiera sido azotado por ramas espinosas vi mis piernas cubiertas de puntos oscuros en los que brillaba una gota de sangre: eran las cabezas de las hormigas pegadas a la piel, porque sus cuerpos habian sido arrancados en el momento en que mi madre me quitaba los calcetines. Sus mandibulas estaban hundidas profundamente y hubo que sacarlas con una aguja mojada en alcohol.

Una anecdota, una simple anecdota. ?Por que conservo esa marca, como si todavia sintiera las picaduras de las hormigas guerreras, como si todo hubiera sucedido ayer? Sin duda, esta mezclado con leyenda y ensonacion. Mi madre cuenta que, antes de mi nacimiento, viajaba a caballo por el oeste de Camerun, donde mi padre era medico itinerante. De noche acampaban en 'cabanas de paso', simples chozas de ramas y palmeras al borde del camino, donde colgaban sus hamacas. Una noche, los portadores fueron a despertarlos. Tenian antorchas encendidas, hablaban en voz baja y les dijeron a mi padre y a mi madre que se levantaran pronto. Cuando mi madre lo contaba, decia que lo primero que la habia alarmado fue el silencio, por todas partes, alrededor, en la selva, y los cuchicheos de los portadores. Cuando estuvo de pie vio, a la luz de las antorchas, una colonia de hormigas (esas mismas hormigas rojas escoltadas por guerreros) que habia salido de la selva y que empezaba a atravesar la choza. Una columna, mas bien un rio denso, que avanzaba lentamente, sin detenerse, sin preocuparse por los obstaculos, hacia adelante, cada hormiga pegada a la otra, devorando y quebrando todo a su paso. Mi padre y mi madre tuvieron el tiempo justo para reunir sus cosas, la ropa, las bolsas de comida y de medicamentos. Un momento despues, el rio tenebroso se deslizo a traves de la choza.

?Cuantas veces escuche a mi madre contar esta historia? Hasta el punto de creer que me habia sucedido, de mezclar el rio devorador con el torbellino de hormigas que me habia asaltado. El movimiento giratorio de los insectos alrededor de mi no me abandono y quede fijado en un sueno, escuchaba el silencio, un silencio agudo, estridente, mas espantoso que ningun otro ruido en el mundo. El silencio de las hormigas.

En Ogoja, los insectos estaban por todas partes. Insectos de dia, insectos de noche. Los que repugnan a los adultos no tienen el mismo efecto sobre los ninos. No necesito hacer grandes esfuerzos de imaginacion para ver surgir otra vez, cada noche, los ejercitos de cucarachas, las curianas como las llamaba mi abuelo, protagonistas de una adivinanza: kankarla, nabit napas kilot, 'tiene traje pero no lleva calzon'. Salian de las grietas del suelo, de las planchas de madera del techo, corrian al lado de la cocina. Mi padre las detestaba. Todas las noches recorria la casa con la linterna electrica en una mano y la sandalia en la otra para una caza vana e interminable. Estaba persuadido de que las cucarachas eran el origen de muchas enfermedades, incluido el cancer. Me acuerdo de escucharlo decir: '?Cepillense bien las unas de los pies, si no las curianas las roeran durante la noche!'.

Para nosotros, los chicos, eran insectos como los otros. Las cazabamos y las capturabamos, sin duda para soltarlas al lado de la habitacion de los padres. Eran gordas, de un marron rojizo y muy brillantes. Volaban pesadamente.

Habiamos descubierto otros companeros de juego: los escorpiones.

Eran menos numerosos que las cucarachas pero teniamos nuestra reserva. Mi padre, que temia nuestra agitacion, habia instalado al pie de la veranda, en el lado mas alejado de su habitacion, dos trapecios hechos con cabos de soga y viejos mangos de herramientas. Utilizabamos los trapecios para un ejercicio especial: colgados de las piernas con la cabeza hacia abajo, levantabamos con delicadeza la capa de paja que mi padre habia puesto para amortiguar una eventual caida, y mirabamos a los escorpiones inmoviles, en una postura defensiva, con las pinzas levantadas y la cola apuntando su dardo. Los escorpiones que vivian debajo de la alfombra por lo general eran pequenos, negros y probablemente inofensivos. Pero cada tanto, a la manana, habian sido reemplazados por un ejemplar mas grande, de color blanco tirando a amarillo, y por instinto sabiamos que esa variedad podia ser venenosa. El juego consistia en molestar a esos animales, desde lo alto del trapecio, con una brizna de hierba o una ramita y mirarlos dar vuelta como imantados, alrededor de la mano que los agredia. Nunca pinchaban el instrumento. Sus ojos endurecidos sabian diferenciar entre el objeto y la mano que lo sostenia. Para darle emocion al asunto, cada tanto, habia que dejar la ramita y adelantar la mano, para retirarla con prontitud en el momento en que la cola del escorpion azotaba.

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