Hoy me es dificil acordarme de los sentimientos que nos animaban. Me parece que en ese ritual del trapecio y del escorpion habia algo respetuoso, un respeto, evidentemente, inspirado por el temor. Al igual que las hormigas, los escorpiones eran los verdaderos habitantes del lugar, nosotros solo podiamos ser locatarios indeseables e inevitables, destinados a irnos. En una palabra, colonos.

Banso

Un dia, los escorpiones protagonizaron una escena dramatica, cuyo recuerdo aun hoy hace palpitar mi corazon. Mi padre (debia de ser un domingo a la manana, porque estaba en casa) habia descubierto un escorpion de la variedad blanca en un placard. En realidad, una hembra escorpion, que transportaba su cria en el lomo. Mi padre hubiera podido aplastarla con un golpe de su famosa sandalia. No lo hizo. Fue a buscar a su farmacia un frasco de alcohol de 90° con el que rocio al escorpion y encendio un fosforo. Por una razon que ignoro, el fuego primero prendio alrededor del animal, formando un circulo de llamas azules, y la hembra escorpion se detuvo en una postura tragica, con las pinzas alzadas hacia el cielo, el cuerpo tirante, y alzo por encima de sus hijos su aguijon de veneno en la punta de la glandula perfectamente visible. Un segundo chorro de alcohol la abraso de golpe. Todo esto no pudo durar mas de unos segundos, y, sin embargo, tengo la impresion de haber estado mucho tiempo mirando su muerte. La hembra escorpion giro varias veces sobre si misma con la cola agitada por un espasmo. Sus crias ya estaban muertas y caian de su cuerpo encogidas. Despues se inmovilizo con las pinzas dobladas sobre el pecho en un gesto de resignacion, y las altas llamas se apagaron.

Todas las noches, en una especie de revancha del mundo animal, miriadas de insectos voladores invadian la cabana. Algunas tardes, antes de la lluvia, eran un ejercito. Mi padre cerraba las puertas y los postigos (en las pocas ventanas no habia vidrios) y desplegaba los mosquiteros por encima de las camas y de las hamacas. Era una guerra perdida por adelantado. En el comedor, nos apurabamos a tomar la sopa de mani para alcanzar el refugio de los mosquiteros. Los insectos llegaban por oleadas, se los escuchaba estrellarse contra los postigos, atraidos por la luz de la lampara de petroleo. Pasaban por los intersticios de los postigos y por debajo de las puertas. Daban vueltas enloquecidamente por la sala, alrededor de la lampara, y se quemaban contra el vidrio. En las paredes, donde se reflejaba la luz, los lagartos lanzaban sus gritos cada vez que tragaban una presa. No se por que, me parece que en ningun otro lugar senti esa impresion de familia, de formar parte de una celula. Despues de las jornadas ardientes, de correr por la sabana, despues de la tormenta y los relampagos, esta sala sofocante se volvia semejante al camarote de un barco cerrado contra la noche, mientras afuera se desencadenaba el mundo de los insectos. Ahi estaba verdaderamente protegido, como en el interior de una gruta. El olor de la sopa de mani, de la de yuca fermentada, del pan de mandioca, la voz de mi padre con su acento cantarino, mientras contaba las anecdotas de su jornada en el hospital, y el sentimiento del peligro afuera, el ejercito de mariposas nocturnas que golpeaban los postigos, los lagartos excitados, la noche caliente, tensa, no una noche de reposo y abandono como en otra epoca, sino una noche febril y agobiante. Y el gusto de la quinina en la boca, esa pildora extraordinariamente pequena y amarga que habia que tragar con un vaso de agua tibia filtrada antes de acostarse, para prevenir la malaria. Si, creo que nunca habia conocido tales momentos de intimidad, tal mezcla de lo ritual y lo familiar. Tan lejos del comedor de mi abuela, del lujo tranquilizador de los viejos sillones de cuero, de las conversaciones adormecedoras y de la sopera humeante, decorada con una guirnalda de acebo, en la noche calma y lejana de la ciudad.

El africano

Mi padre habia llegado a Africa en 1928, despues de pasar dos anos en la Guyana inglesa como medico itinerante por los rios. Se fue a comienzos de la decada de 1950, cuando el ejercito considero que habia superado la edad de la jubilacion y que ya no podia trabajar. Mas de veinte anos durante los cuales vivio en la naturaleza (una palabra que se decia entonces y que hoy ya no se usa), unico medico en territorios grandes como paises enteros, donde tenia a su cargo la salud de miles de personas.

El hombre con el que me encontre en 1948, cuando yo tenia ocho anos, estaba desgastado, envejecido prematuramente por el clima ecuatorial, se habia vuelto irritable debido a la teofilina que tomaba para luchar contra sus crisis de asma, y la soledad lo habia amargado por haber vivido todos los anos de la guerra apartado del mundo, sin noticias de su familia, imposibilitado de abandonar su puesto para ir a socorrer a su mujer y a sus hijos y hasta de enviarles dinero.

La mayor prueba de amor que les dio a los suyos fue cuando, en plena guerra, cruzo el desierto hasta Argelia para intentar reunirse con su mujer y sus hijos y ponerlos a salvo en Africa. Fue detenido antes de llegar a Argel y debio volver a Nigeria. Solo al final de la guerra pudo ver de nuevo a su mujer y conocer a sus hijos en una breve visita de la que no conservo ningun recuerdo. Largos anos de alejamiento y de silencio, durante los cuales siguio ejerciendo su oficio de medico en urgencias, sin medicamentos, sin material, mientras en todo el mundo la gente se mataba entre si. Debia ser mas que dificil, debia ser insostenible, desesperante. Nunca hablo de eso. Nunca dio a entender que hubiera habido en su experiencia algo excepcional. Todo lo que pude saber de ese periodo es lo que me conto mi madre, o que a veces dijo en un suspiro: 'Esos anos de la guerra, lejos uno del otro, fue duro…'. Aun asi no hablaba de si misma. Queria expresar la angustia de una mujer sola, atrapada en la guerra, sin recursos y con dos chicos pequenos. Imagino que para muchas mujeres en Francia debio ser dificil, con un marido prisionero en Alemania, o desaparecido sin dejar huellas. Por eso, sin duda, esa epoca terrible me ha parecido normal. Los hombres no estaban alli; a mi alrededor, solo habia mujeres y gente muy mayor. Solo mucho tiempo despues, cuando el egoismo natural de los chicos se habia borrado, comprendi: mi madre, al vivir lejos de mi padre debido a la guerra, habia ejercido un heroismo sin enfasis, no por inconciencia o resignacion (aunque la fe religiosa pudo haberle sido de gran ayuda), sino por la fuerza que esa inhumanidad hacia nacer en ella.

?Era la guerra, ese interminable silencio, lo que habia hecho de mi padre un hombre pesimista y sombrio, autoritario, que habiamos aprendido a temer mas que a amar? ?Era Africa? Y de ser asi, ?que Africa? No por cierto la que se percibe en la actualidad, en la literatura o en el cine, ruidosa, desordenada, juvenil, familiar, con sus aldeas donde reinan las matronas, los contadores de cuentos, donde a cada instante se expresa la voluntad admirable de sobrevivir en condiciones que parecerian insuperables para los habitantes de las regiones mas favorecidas. Esa Africa, sin ninguna duda, ya existia antes de la guerra. Me imagino Douala, Port Harcourt, con las calles colmadas de vehiculos, los mercados por donde corren los ninos brillantes de sudor, los grupos de mujeres que hablan a la sombra de los arboles. Las grandes ciudades, Onitsha y su mercado con narraciones populares, el ruido de los barcos que empujan sus troncos por el gran rio. Lagos, Ibadan, Cotonou, la mezcla de costumbres, de pueblos, de lenguas, el lado divertido, caricaturesco de la sociedad colonial, los hombres de negocio con trajes y sombreros, paraguas negros impecablemente plegados, los salones recalentados donde se abanicaban las inglesas con trajes escotados, las terrazas de los clubes en las que los agentes de la Lloyd's, de la Glynn Mills, de la Barclays, fumaban sus cigarros intercambiando palabras sobre el tiempo que hacia -oldchap, this is a tough country- y los criados con uniformes y guantes blancos que circulaban en silencio llevando cocteles en bandejas de plata.

Un dia mi padre me conto como habia decidido irse al fin del mundo al terminar sus estudios de medicina en el hospital Saint Joseph en el barrio Elephant amp; Castle, en Londres. Al ser becario del gobierno tenia que hacer un trabajo para la comunidad. Lo destinaron, entonces, al departamento de enfermedades tropicales del hospital de Southampton. Tomo el tren, bajo en Southampton y se instalo en una pension. Como su servicio solo empezaba tres dias mas tarde, paseo por la ciudad y fue a ver los barcos que partian. Al volver a la pension lo esperaba una carta, unas palabras muy secas del jefe del hospital que decian: 'Senor, todavia no he recibido su tarjeta'. Mi padre hizo imprimir las famosas tarjetas (todavia tengo una), solo su nombre, sin direccion ni titulo, y pidio un destino al Ministerio de las colonias. Unos dias mas tarde se embarco con destino a Georgetown, en Guyana. Salvo en dos breves licencias, para su casamiento y luego para el nacimiento de sus hijos, no volveria a Europa hasta el final de su vida activa.

He tratado de imaginar lo que habria podido ser su vida (y por lo tanto la mia) si, en lugar de huir, hubiera aceptado la autoridad del jefe de clinica de Southampton; se habria instalado como medico de campo en el

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