de un motor Ford de eje largo. A bordo de su piragua, acompanado por el equipo, enfermeros, piloto, guia e interprete, remontaba los rios: el Mazaruni, el Esequibo, el Kupurung y el Demerara.
Tomaba fotos. Con su Leica con fuelle coleccionaba cliches en blanco y negro que representaban mejor que las palabras su alejamiento y su entusiasmo ante la belleza de ese nuevo mundo. Para el, la naturaleza tropical no era un descubrimiento. En Mauricio, en los barrancos, debajo del puente de Moka, el rio Terre Rouge no era diferente de lo que encontraba rio arriba. Pero ese pais era inmenso y todavia no pertenecia totalmente a los hombres. En sus fotos aparecian la soledad, el abandono, la impresion de haber llegado a la orilla mas lejana del mundo. Desde el desembarcadero de Berbice, fotografio la extension color humo por la que se deslizaba una piragua, contra un pueblo de palastro cubierto de arboles enclenques. Su casa, una especie de chalet de tablas sobre pilotes, al borde una ruta vacia, flanqueada por una unica palmera absurda. O tambien la ciudad de Georgetown, silenciosa y dormida en el calor, las casas blancas con los postigos cerrados al sol, rodeadas de las mismas palmeras, emblemas obsesivos de los tropicos.
Las fotos que le gustaba sacar a mi padre son las que muestran el interior del continente, la fuerza inaudita de los rapidos que su piragua debia remontar, impulsada por rollizos, al lado de escalones de piedra o agua en cascada, con las paredes sombrias de la selva en cada orilla. Las caidas de Kaburi, en el Mazaruni, el hospital de Kamakusa, las casas de madera a lo largo del rio y los negocios de los buscadores de diamantes. Y, de pronto, una bonanza en un brazo del Mazaruni, un espejo de agua que centellaba y arrastraba a la ensonacion. En la foto aparecia la roda de la piragua que bajaba por el rio, yo la miraba y sentia el viento, el olor del agua; a pesar del fragor del motor escuchaba el rechinar incesante de los insectos en la selva, percibia la inquietud que nacia al acercarse la noche. En la desembocadura del rio Demerara, un sistema de poleas cargaba el azucar demerara a bordo de cargueros oxidados. Y en una playa, donde van a morir las olas de la estela, dos ninos indios me miraban, uno de unos seis anos y su hermana apenas un poco mayor, los dos con el vientre distendido por la parasitosis, los cabellos muy negros cortados a la taza, al ras de las cejas, como yo a su edad. De su estadia en Guyana mi padre solo traera el recuerdo de esos dos ninos indios, de pie al borde del rio, que lo observaban haciendo alguna mueca a causa del sol. Y esas imagenes de un mundo todavia salvaje entrevisto a lo largo de los rios. Un mundo misterioso y fragil donde reinaban las enfermedades, el miedo, la violencia de los buscadores de oro y de tesoros, donde se escuchaba el canto de la desesperanza del mundo amerindio que estaba por desaparecer. ?Si todavia viven en que se habran convertido ese chico y esa chica? Deben ser viejos, cercanos al termino de la existencia.
Mas tarde, mucho tiempo despues, fui a mi vez al pais de los indios, a los rios. Conoci ninos semejantes. Sin duda, el mundo habia cambiado mucho, los rios y las selvas eran menos puras que en la epoca de la juventud de mi padre. Sin embargo, me parecio comprender el sentimiento de aventura que experimento al desembarcar en el puerto de Georgetown. Yo tambien compre una piragua, viaje de pie en la proa, con los dedos de los pies separados para agarrarme mejor al borde, balanceando la larga percha en mis manos, mirando los cormoranes que volaban delante de mi, escuchando el viento que soplaba en mis orejas y los ecos del motor fuera de borda que se hundian detras de mi en el espesor de la selva. Al observar la foto que habia tomado mi padre delante de la piragua, reconocia la proa con la punta un poco cuadrada, la cuerda de amarre enroscada y, colocada a traves en el casco, para servir ocasionalmente de banqueta, el
Cuando volvi de las tierras indias, mi padre ya estaba enfermo, encerrado en su silencio obstinado. Recuerdo el brillo de sus ojos cuando le conte que habia hablado de el con los indios, y que lo invitaban a volver a los rios, que a cambio de su saber y de sus medicamentos le ofrecian casa y comida durante todo el tiempo que quisiera. Sonrio apenas y creo que dijo: 'Hace diez anos hubiera ido'. Era demasiado tarde, el tiempo no se remonta ni aun en los suenos.
Guyana preparo a mi padre para Africa. Despues de todo el tiempo que paso en los rios, no podia volver a Europa, menos aun a la isla Mauricio, ese pequeno pais donde se sentia limitado entre gente egoista y vanidosa. Se acababa de crear un puesto en Africa occidental, bajo mandato britanico, en la franja de tierra quitada a Alemania al final de la Primera Guerra Mundial que comprendia el este de Nigeria y el oeste de Camerun. Mi padre se presento como voluntario. A comienzos de 1928, estaba en un barco que recorria la costa de Africa con destino a Victoria, en la bahia de Biafra.
El mismo viaje que hice, veinte anos mas tarde, con mi madre y mi hermano para reunimos con mi padre en Nigeria despues de la guerra. Pero el no era un nino que se dejaba llevar por la corriente de los acontecimientos. Tenia entonces treinta y dos anos, era un hombre endurecido por dos anos de experiencia medica en America tropical, conocia la enfermedad y la muerte y se codeaba con ellas, cada dia, con urgencia y sin proteccion. Su hermano Eugene, que habia sido medico en Africa antes que el, le dijo por cierto: no es un pais facil. Sin duda, Nigeria, ocupada por el ejercito britanico, estaba 'pacificada'. Pero era una region donde la guerra era permanente, guerra de los hombres entre si, guerra de la pobreza, guerra de los malos sueldos y de la corrupcion heredados de la colonizacion, y, sobre todo, guerra microbiana. En Calabar, en Camerun, el enemigo ya no era el Aro Chuku y su oraculo, ni los ejercitos de los fulanis y sus largas carabinas llegadas de Arabia. Los enemigos se llamaban kwashiorkor, bacilo virgula, tenia, bilharzia, viruela, disenteria amebiana. Frente a estos enemigos, su equipo medico debio parecerle muy pobre a mi padre. Escalpelo, pinzas Clamp, trepanador, estetoscopio, torniquetes y algunos instrumentos basicos, como la jeringa de laton con la que mas tarde me puso las vacunas. No existian los antibioticos ni la cortisona. Las sulfamidas eran raras y los polvos y unguentos se parecian a pociones de brujo. La cantidad de vacunas, para combatir las epidemias, era muy limitada, y el territorio que debia recorrer para librar esta batalla contra las enfermedades, inmenso. Al lado de lo que le esperaba a mi padre en Africa, las expediciones para remontar los rios de Guyana debieron de parecerle paseos. Se quedara en Africa occidental veintidos anos, hasta el limite de sus fuerzas. Alli conocera todo, desde el entusiasmo del comienzo, el descubrimiento de los grandes rios, el Niger, el Benue, hasta las tierras altas de Camerun. Compartira el amor y la aventura con su mujer, a caballo por los senderos de montana. Despues la soledad y la angustia de la guerra, hasta el desgaste, hasta la amargura de los ultimos momentos, ese sentimiento de haber superado la medida de una vida.
Todo esto lo comprendi solo mucho mas tarde cuando parti, como el, para viajar por otro mundo. No lo lei en los pocos objetos, mascaras, estatuitas y algunos muebles que trajo del pais ibo y de las llanuras herbosas de Camerun. Tampoco mirando las fotos que tomo durante los primeros anos, cuando llego a Africa. Lo supe al redescubrir, al aprender a leer mejor los objetos de la vida cotidiana que nunca lo habian abandonado ni aun en su jubilacion en Francia: esas tazas, esos platos de metal esmaltado de azul y blanco hechos en Suecia, los cubiertos de aluminio con los que habia comido durante todos esos anos, esos bols encastrados que usaba en el campo y en las cabanas de paso. Y todos los otros objetos, marcados, abollados por el traqueteo, que conservaban las huellas de las lluvias diluvianas y la decoloracion especial del sol en el ecuador, objetos de los que se habia negado a desprenderse y que, a sus ojos, valian mas que cualquier chucheria o recuerdo folclorico. Sus valijas de madera con precintos de hierro cuyos goznes y cerraduras habia pintado varias veces y sobre las que todavia se leia la direccion del puerto de destino final: General Hospital, Victoria, Cameroons. Ademas de esos bultos dignos de un viajero de la epoca de Kipling o de Julio Verne, tenia toda una serie de cajones de lustrabotas y panes de jabon negro, lamparas de petroleo, quemadores de alcohol, y las grandes cajas de galletitas 'Marie' de hierro en las que guardo, hasta el final de su vida, el te y el azucar en polvo. Tambien su instrumental de cirujano que utilizaba en Francia para cocinar: cortaba el pollo con el escalpelo y servia con una pinza Clamp. Y por fin, los muebles, no esos famosos taburetes y los tronos monoxilos del arte negro. Preferia su viejo sillon plegadizo de tela y bambu que habia transportado de una cabana de paso a otra por todos los caminos de montana, y la pequena mesa con tabla de rollizo que servia de soporte para su radio, con la cual, al final de su vida, escuchaba cada tarde a las siete las informaciones de la BBC:
Era como si nunca hubiera dejado Africa. A su regreso a Francia habia conservado las costumbres de su oficio, levantarse a las seis, vestirse (siempre con su pantalon de tela caqui), zapatos lustrados, sombrero en la cabeza, para ir a hacer las compras al mercado como antes hacia la visita a las camas del hospital y regreso a su casa a las ocho para preparar la comida con la minucia de una intervencion quirurgica. Habia conservado todas las manias de los ex militares. El hombre que habia recibido el entrenamiento de medico para paises lejanos: ser ambidestro, capaz de operarse a si mismo utilizando un espejo o de reducir su hernia. El hombre con las manos callosas de los cirujanos, que podia serruchar un hueso o entablillar, que sabia hacer nudos y empalmes, ese