si quisieran estrellarse contra las faldas de la Contraviesa, la cadena montanosa que, por el sur, encierra el fertil valle recorrido por los rios Guadalfeo, Adra y Andarax, todos ellos regados por infinidad de afluentes que descienden de las cumbres nevadas. Mas alla de la Contraviesa, las tierras de las Alpujarras se extienden hasta el mar Mediterraneo. Bajo el timido sol del invierno, cerca de doscientos hombres, mujeres y ninos —la mayoria arrastrando los pies, casi todos en silencio— se dirigieron hacia la iglesia y se congregaron a sus puertas.
El templo, de piedra ocre y carente de adorno exterior alguno, constaba de un unico y sencillo cuerpo rectangular, en uno de cuyos costados se alzaba la recia torre que alojaba la campana. Junto al edificio se abria una plaza sobre las intrincadas canadas que descendian hacia el valle desde Sierra Nevada. Desde la plaza, en direccion a la sierra, nacian estrechas callejuelas bordeadas por una multitud de casas encaladas con pizarra pulverizada: viviendas de uno o dos pisos, de puertas y ventanas muy pequenas, terrados planos y chimeneas redondas coronadas por caparazones en forma de seta. Dispuestos sobre los terrados pimientos, higos y uvas se secaban al sol. Las calles escalaban sinuosamente las laderas de la montana, de forma que los terrados de las de abajo alcanzaban los cimientos de las superiores, como si se montasen unas sobre otras.
En la plaza, frente a las puertas de la iglesia, un grupo formado por algunos ninos y varios cristianos viejos de la veintena que vivia en el pueblo observaba a una anciana subida en lo alto de una escalera que estaba apoyada en la fachada principal del templo. La mujer tiritaba y castaneteaba con los escasos dientes que le quedaban. Los moriscos accedieron a la iglesia sin desviar la mirada hacia su hermana en la fe, que llevaba alli encaramada desde el amanecer, aferrada al ultimo travesano, soportando sin abrigo el frio del invierno. La campana repicaba, y uno de los ninos senalo a la mujer, que temblaba al son de los badajazos, intentando mantener el equilibrio. Unas risas rompieron el silencio.
—?Bruja! —se oyo entre las carcajadas.
Un par de pedradas dieron en el cuerpo de la anciana al tiempo que los pies de la escalera se llenaban de escupitajos.
Ceso el repique de la campana; los cristianos que todavia quedaban fuera se apresuraron a entrar en la iglesia. En su interior, a un par de pasos del altar y de cara a los fieles, un hombreton moreno y curtido por el sol permanecia de rodillas sin capa ni abrigo, con una soga al cuello y los brazos en cruz: sostenia un cirio encendido en cada mano.
Dias atras aquel mismo hombre habia entregado a la anciana de la escalera la camisa de su mujer enferma para que la lavase en una fuente de cuyas aguas se decia que tenian poderes curativos. En aquella fuentecilla natural, oculta entre las rocas y la tupida vegetacion de la fragosa sierra, jamas se lavaba la ropa. Don Martin, el cura del pueblo, sorprendio a la mujer mientras lavaba esa unica camisa y no dudo de que se trataba de algun sortilegio. El castigo no tardo en llegar: la anciana debia pasar la manana del domingo subida en la escalera, expuesta al escarnio publico. El ingenuo morisco que habia solicitado el encantamiento fue condenado a hacer penitencia mientras escuchaba misa de rodillas, y de esa guisa podian contemplarlo entonces los alli presentes.
Nada mas acceder al templo los hombres se separaron de sus mujeres y estas con sus hijos, ocuparon las filas delanteras. El penitente arrodillado tenia la mirada perdida. Todos lo conocian: era un buen hombre; cuidaba de sus tierras y del par de vacas que poseia. ?Solo pretendia ayudar a su mujer enferma! Poco a poco los hombres se situaron, ordenadamente, detras de las mujeres. En el momento en que todos hubieron ocupado sus puestos accedieron al altar el cura, don Martin, el beneficiado, don Salvador y Andres, el sacristan. Don Martin, orondo, de tez blanquecina y mejillas sonrosadas, ataviado con una casulla de seda bordada en oro, se acomodo en un sitial