hombres…

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Venia fatigado y huyendo. Como su raza acosada y fugitiva. Sin embargo pudo en el mas el asombro que el cansancio y se irguio sobre su caballo lunarejo, sacudiendo la nieve del poncho e inmovil contemplo el incendio.

– ?Huecubu…! -rezongo-, ya llegaste…

Asi estuvo un tiempo, la nieve cayendole suavemente sobre los hombros, diluyendolo contra el fondo de las montanas, casi irreal en el paisaje inanimado. Al costado de su caballo, echados en la nieve que empezaba a acumularse, se enroscaron dos agiles perros lebreros.

Era Llanlil un hermoso indigena patagonico. Un gigante cobrizo de lacia y abundante cabellera negra. De rasgos energicos y armoniosamente proporcionados. Mas que su porte varonil, resplandecian extranos los ojos densamente azules de mirada penetrante. Viva, ardiente y dolorosa mirada en contraste con sus lerdos ademanes y gestos parsimoniosos. Toda la potencia todavia indomita se refugiaba en aquellos ojos avizores, persistentes, que, como el bosque y la montana, guardaban su secreto en un marco imponente y salvaje y tenian la azul profundidad de un cielo anochecido.

* Descendiente de araucanos, en su sangre dormian generaciones de caciques, bravios capitanes que cimentaron su rudo dominio a punta de coraje sobre los hombres y las fieras. Llanlil aparentaba la cautela del puma, presta al salto repentino sobre la victima elegida, pero tambien la nobleza que solo hiere cuando es ofendida su gallarda libertad.

Mas tarde, con la segura eficiencia adquirida en la practica constante, realizo una cantidad de tareas para asegurarse abrigo y descanso; en el espacio cubierto de una roca saliente acomodo la modesta montura y sus escasos enseres, tapo todo con un cuero, encendio un pequeno fuego a pesar de la nevazon, y con ayuda de un palo aguzado arrimo a las llamas un trozo de guanaco que comenzo a asarse lentamente.

El caballo triscaba en el pasto suave y humedo con una serena conformidad muy semejante a la exhibida por su amo. Sobre una pequena loma a la derecha, ya enteramente cubierta de nieve, los perros se perseguian entre los coihues, sobre cuyos troncos cilindricos resbalaban como perlas titilantes los copos blancos. Una gran liebre asomo curiosa sus largas orejas detras de unos arbustos, casi en el declive opuesto de la loma y se oculto veloz ante el peligro. Los perros atiesaron instantaneamente y sin vacilar rodearon a increible velocidad el faldeo, y desaparecieron entre las matas. Momentos despues la aterrorizada liebre cruzo disparando frente al refugio de Llanlil, quien acuclillado cerca del fuego la observo con aparente indiferencia, pero sus ojos acerados no perdian un solo movimiento de la carrera; uno de los perros cruzo tambien siguiendo a su presa, el otro seguramente aguardaba el retorno de la liebre; esta aparecio de nuevo por la mitad de la loma, zigzagueando, quebrando fantastica pero inutilmente su loca carrera. Su acosador repetia sus movimientos con igual rapidez y exactitud. La distancia disminuia entre los actores de la lucha. El segundo perro aparecio un momento y corto el paso a la liebre; volvio esta a bajar la loma, para refugiarse inmovil y echada detras de un arbol, pero un ladrido cercano la hizo saltar con terror y reanudar la fuga. De golpe fue alcanzada por un certero manotazo del perro y quedo pataleando debilmente sobre la nieve. Los perros saltaron ladrando jubilosos y mirando hacia su amo. Llanlil lanzo un corto silbido y un feliz cazador tomo delicadamente entre sus fauces al roedor, llevandolo en triunfo hasta su dueno.

Al mediodia la nieve continuaba cayendo suavemente y la ausencia de sonidos acrecia la majestuosa calma del paisaje. La claridad tenuemente amortiguada creaba una sedante ilusion de infinita paz. Llanlil seguia acuclillado ante el fuego mientras los perros, sentados sobre sus cuartos traseros, golpeaban la nieve con la cola, las orejas tiesas, escuchando los rumores inaudibles al hombre. Del otro lado del lago el incendio se apagaba lentamente. No se veian ya troncos arrastrados por la corriente. Los arboles, como derruidas columnas de una silenciosa catedral devastada por el fuego, mostraban sus negros esqueletos de desgranadas ramas. La nieve, acumulandose en la parte superior, iba dibujando venas blancas sobre la madera quemada.

Al dia siguiente Llanlil lio los bartulos y llevando al caballo de la brida descendio la ondulada pendiente, seguido siempre por los perros. La nieve saltaba en una blanda lluvia al menor choque y ahogaba los pasos del viajero. Cuando llego al nacimiento del rio, busco Llanlil un paso seguro, y sin temor a las aguas terriblemente frias, vadeo la corriente, no sin grandes esfuerzos y al cabo de ser arrastrado un largo trecho. Los perros gemian con terror y uno de ellos a duras penas alcanzo la opuesta orilla; alli permanecio tembloroso, fijos los mansos ojos en su dueno. Poco despues un alegre fuego entre las rocas los reunia en apretado circulo.

Fueron pasando los dias, sin otra actividad que el acoso de alguna liebre solitaria. Llanlil no daba senales de impaciencia. Esperaba con su seguro instinto de cazador el retorno de los pobladores del bosque. Cuando los primeros fueron llegando, armo con palos y cueros su toldo al abrigo de un cerro y luego coloco en puntos distantes las trampas para los zorros. Excavo para ello hoyos en la tierra helada, introdujo las trampas de hierro dentado, como grandes mandibulas, disimulandolas con ramas tiernas y hojas, fabrico a su alrededor corralitos de neneo y, en algunos casos, sujeto sobre las trampas, en las ramas mas bajas de los chacayes restos de liebres y, en otros, arrastro trozos sangrantes en varias direcciones para atraer su presa a los corrales.

Despues se alejo del bosque y escalo los cerros del oeste, para contemplar desde alli el variado espectaculo del paisaje que, aplanandose a lo lejos, mostraba la meseta arida y desierta. A gran distancia pacian los guanacos libres y confiados bajo la vigilancia y proteccion de los capitanejos que, algo separados de sus manadas de hembras, erguian sus cabezas oteando la salvaje extension de la meseta. Las persistentes nubes otonales, entonces bajas y amenazantes, aplastaban la perspectiva, aumentando la impresion de grandeza e imponencia de las pampas. El rio, culebreante, se extendia en el amplio valle desbordando su cauce en numerosos brazos de agua de curso caprichoso. Los terrenos bajos y pantanosos, de tierra negra aflorada de mallines cubiertos de fina hierba intensamente verde, puntuada de junquillos y hierba de la liebre, escondian sus abismos mortales. En los terrenos mas firmes, el junco, el carrizo y las cortaderas albergaban variadas especies de volatiles y zancudas. Los montanosos parajes, liberados del azote del fuego, se animaban nuevamente entre la garruleria de los pajaros, encabezados por estridentes loros de verde y brillante plumaje que poblaban los arboles antes silenciosos. En las ramas del coihue, el llau llau 2 amarillo se adheria pacientemente formando nudos como tumores fibrosos.

Llanlil contemplaba todo y se hundia en sus impenetrables pensamientos, sus pasos solitarios no producian el menor ruido sobre la capa de hojas que formaban el suelo del bosque, cuando, al atardecer, retornaba a su toldo. El bosque, iluminado apenas por la furtiva claridad verdosa de la luz, se tornaba espectral y dramatico, con sus grandes arboles, entre los que caian blancos filamentos como un celaje lunar. Las rojas flores del copihue se balanceaban suspendidas de los troncos de cipreses y nires como vegetales lamparas de fuego. Un picamadero inesperadamente rompio el hechizo con el fulminante tac… tac de sus picotazos sobre los duros troncos. Los perros grunian entonces sordamente abalanzandose en direccion del sonido, pero en seguida retornaban, graves y serenos, como contagiados del embrujo de la hora moribunda, en aquel mundo salvaje y sin embargo entranablemente en armonia con la naturaleza. La tierra, interiormente calida todavia del reciente verano, absorbia la nieve prematura, que se manchaba rapidamente con plumarazos de barro. En los humedos calveros renacian vigorosamente los helechos gigantescos, con sus debiles tallos profusamente recargados de faldas vegetales.

El indio hacia su acostumbrada recorrida a las trampas y nunca faltaba un zorro preso en alguna de ellas. Desollar con delicadeza y estaquear el cuero de sedoso y largo pelo lo entretenia bastante y asi los dias, que se reducian cada vez pasaban para el, sin sentirlos. Esperaba todavia mas y mejor caza con la llegada del invierno. Aguardaba al pequeno y escurridizo zorro gris de fina piel y larga cola. A los graciosos chulengos y, si tenia suerte, al senor del bosque y las montanas, el huidizo y montaraz puma, galardon codiciado de todo cazador y terror de los perros timoratos.

Una manana, desde su acostumbrado observatorio noto la inquietud de los guanacos y avestruces que. expectantes y alertas, se retiraban de sus parajes habituales. La intranquilidad de los animales se convirtio en lenta y ordenada fuga hacia el norte, y el galope de los guanacos se hizo sostenido y constante. Muy lejos la

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