– Porque tendria que presentarse como prueba el informe que usted retiro, o, por lo menos, usted tendria que prestar declaracion en cuanto a su existencia y contenido. A fin de justificar la conducta de Filippi y la ira de su padre. O el miedo, o lo que fuera.
Moro se puso una mano en la frente, con un ademan que a Brunetti se le antojo artificial.
– ?Mi informe? -pregunto al fin.
– Si; sobre los suministros al ejercito.
Moro retiro la mano.
– No hay tal informe, comisario. Por lo menos, sobre los suministros al ejercito, ni lo que ellos puedan imaginar que yo hubiera preparado. Aquello lo abandone cuando dispararon contra mi esposa.
Asombro a Brunetti que Moro hablara con aquella naturalidad, como si fuera del dominio publico que a su mujer le habian disparado deliberadamente.
– Empece a investigar sus gastos y adonde iba el dinero tan pronto como fui nombrado para la comision. Adonde iba el dinero estaba claro: su arrogancia los hace unos contables muy chapuceros, y era facil seguirles el rastro, incluso para un medico. Pero entonces dispararon contra mi esposa.
– Lo dice como si el hecho no admitiera duda -dijo Brunetti.
Moro lo miro fijamente y dijo con frialdad:
– No la admite. Ya me habian llamado por telefono antes de que ella llegara al hospital. Y yo accedi a abandonar mi investigacion. Entonces se me sugirio que me retirara de la politica. Y yo obedeci, comisario. Me retire.
– ?Usted sabia que ellos le habian disparado? -pregunto Brunetti, aunque no tenia idea de quienes eran «ellos», por lo menos, una idea lo bastante concreta como para asociarla a un nombre determinado.
– Desde luego -dijo Moro, y volvia a haber sarcasmo en su voz-. Hasta ahi habia llegado en mi investigacion.
– Pero entonces, ?por que se separo de su esposa? -pregunto Brunetti.
– Para asegurarme de que la dejaban en paz.
– ?Y su hija? -pregunto Brunetti con repentina curiosidad.
– En lugar seguro -dijo Moro por toda respuesta.
– Entonces, ?por que poner a su hijo en la academia? -pregunto Brunetti, pero en el momento de decirlo se le ocurrio que tal vez Moro pensara que la mejor proteccion para su hijo fuera exponerlo a la vista de todos. Los que atentaron contra su esposa se lo pensarian dos veces antes de dar lugar a una mala publicidad para la academia, o quiza creyo poder burlarlos.
La cara de Moro tuvo un movimiento que acaso un dia pudiera haber sido una sonrisa.
– Es que no pude impedirlo, comisario. Ese fue el mayor fracaso de mi vida, que Ernesto quisiera ser soldado. Pero desde nino no deseo otra cosa. Y no pude quitarselo de la cabeza.
– Pero, ?por que tenian que matarlo? -pregunto Brunetti.
Cuando respondio Moro, a Brunetti le parecio que sentia alivio por poder hablar de aquello por fin.
– Porque son unos estupidos, y no creyeron que fuera tan facil detenerme. Que soy un cobarde y no me resistiria. -Se quedo un rato pensativo y agrego-: O quiza Ernesto fuera menos cobarde que yo. El sabia que un dia yo pense hacer un informe, y quiza les amenazo con el.
Aunque el despacho estaba frio, Brunetti vio gotas de sudor que resbalaban por las sienes y la barbilla de Moro, que las enjugo con el dorso de la mano. Entonces dijo:
– Nunca lo sabre.
Los dos hombres permanecieron mucho rato en silencio, sin moverse; solo Moro, de vez en cuando, trataba de enjugar el sudor. Cuando al fin su cara volvio a estar seca, Brunetti pregunto:
– ?Que quiere que haga,
Moro levanto la cara y miro a Brunetti con unos ojos que, durante la media hora ultima, se habian entristecido aun mas.
– ?Quiere que yo decida por usted?
– No; no es eso. O no es solo eso. Deseo que usted decida por usted. Y por su familia.
– ?Y usted hara lo que yo diga? -pregunto Moro.
– Si.
– ?Sin consideracion por la ley ni la justicia? -Puso enfasis en la ultima palabra, un enfasis muy acido.
– Si.
– ?Por que? ?Es que no le interesa la justicia? -Ahora el enojo de Moro era palpable.
Brunetti no tenia paciencia para eso, ya no.
– Aqui no hay justicia,
– Pues vamos a dejarlo -dijo Moro, exhausto-. Y dejemoslo tambien a el.
Todo lo que de noble habia en Brunetci le instaba a decir algo que consolara a aquel hombre, pero, por mas que buscaba, no encontraba palabras. Penso en la hija de Moro y en la suya propia. Penso en su propio hijo, en el hijo de Filippi, y en el de Moro. Y entonces acudieron las palabras:
– Pobre muchacho.
Donna Leon