– ?Desea que la acompane un coche patrulla? -dijo al tiempo que me tendia la nota.
Lo mire con expresion cenuda.
– No, he venido con mi coche.
Comprobe la direccion y repare en que se hallaba proxima a mi domicilio.
– Lo encontrare -afirme.
El hombre se alejo tan silencioso como habia llegado. Calzaba zapatos con suela de crepe y llevaba los bolsillos vacios, por lo que nada sonaba ni tintineaba a su paso y, como los cocodrilos, se presentaba y desaparecia de modo inadvertido, sin hacerse anunciar. A algunos colegas les parecia exasperante.
Meti un mono en una bolsa de lona junto con mis botas de caucho con la esperanza de no precisarlos y cogi mi ordenador portatil, la cartera y la funda de cantimplora bordada que utilizaba como monedero veraniego. Aun me prometia a mi misma no regresar hasta el lunes, pero una voz interior me auguraba todo lo contrario.
Cuando llega el verano a Montreal, irrumpe como una rumbera: con algodones de vivos colores que se arremolinan en el aire, muslos entrevistos y cuerpos brillantes de sudor. Es un festejo obsceno que comienza en junio y se prolonga hasta septiembre.
La gente acoge la estacion con entusiasmo y deleite. La vida se desarrolla al aire libre. Tras el prolongado y desapacible invierno, reaparecen los cafes en las terrazas, ciclistas y patinadores compiten en los carriles destinados a bicicletas, los festivales se suceden en las calles y la multitud pasea por las aceras formando ondulantes dibujos.
?Cuan distinto es el verano en San Lorenzo del de mi estado natal de Carolina del Norte! Alli la gente descansa languidamente en tumbonas en las playas o en los porches de casas de montana o de las afueras, y las delimitaciones entre primavera, verano y otono resultan dificiles de establecer sin ayuda del calendario. Mas que la gelidez invernal, lo que me sorprendio el primer ano que pase en el norte fue este insolente renacer de la primavera, que desterro la nostalgia experimentada durante la prolongada y sombria estacion fria.
Tales pensamientos rondaban por mi mente mientras circulaba bajo el puente de JacquesCartier y giraba en direccion oeste hacia Viger. Pase junto a la fabrica de cerveza Molson, que se extendia a lo largo del rio a mi izquierda, y por la torre redonda del edificio de Radio Canada, y pense en la gente que estaria alli adentro atrapada: ocupantes de colmenas industriales que sin duda ansiaban liberarse tanto como yo. Imagine que, bajo los efectos de junio, observarian los rayos de sol tras los rectangulos acristalados, sonarian con barcas, bicicletas y zapatillas deportivas y consultarian sus relojes.
Baje el cristal de la ventanilla y conecte la radio.
– Aujourd'hui je vois la vie avec les yeux du coeur -cantaba Gerry Boulet.
«Hoy veo la vida con los ojos del corazon», traduje mentalmente de modo automatico. Podia imaginar al interprete, un hombre fogoso de ojos negros, con la cabeza coronada por una marana de rizos, que cantaba con apasionamiento y habia fallecido a los cuarenta y cuatro anos.
Enterramientos historicos. Todos los antropologos forenses nos enfrentamos a tales casos. Viejos huesos exhumados por perros, obreros de la construccion, riadas primaverales y sepultureros. La oficina del juez de instruccion es la supervisora de la muerte en la provincia de Quebec. Si alguien fallece de modo indebido, sin hallarse bajo los cuidados de un medico ni en el lecho, el juez desea conocer la razon, y asimismo le interesa averiguar si tal muerte amenaza con arrastrar a otras consigo y, aunque exige una explicacion de los fallecimientos violentos, inesperados o inoportunos, los cadaveres antiguos son de escaso interes para el. Aunque su muerte haya clamado justicia en otros tiempos o anunciado una inminente epidemia, sus voces han permanecido silenciadas durante demasiado tiempo y, una vez establecida su antiguedad, tales hallazgos son entregados a los arqueologos. Tal prometia ser aquel caso. ?Yo asi lo esperaba!
Estuve zigzagueando por el embotellamiento circulatorio del centro de la ciudad y al cabo de un cuarto de hora llegue a la direccion facilitada por LaManche. Le Grand Seminaire, vestigio de las vastas propiedades de la iglesia catolica, ocupa una amplia extension de terreno en el nucleo de Montreal. Centreville, centro de la ciudad. Mi vecindario. La pequena ciudadela urbana perdura como una isla de verdor en un mar de altisimos edificios de cemento y se mantiene como mudo testimonio de aquella institucion en otros tiempos poderosa. Muros de piedra rematados por torres de vigilancia rodean sombrios castillos grises, zonas de cesped muy cuidadas y vastos espacios que se han vuelto agrestes.
En los tiempos gloriosos de la Iglesia, las familias enviaban alli a sus hijos a miles a fin de prepararlos para el sacerdocio. Aun acuden algunos, pero en numero muy reducido. Los edificios mas grandes han sido alquilados y albergan escuelas e instituciones con objetivos mas seglares, donde los faxes y las conexiones a Internet sustituyen a los manuscritos y a los discursos teologicos como paradigma de trabajo. Tal vez sea una buena metafora para la sociedad moderna: la comunicacion entre nosotros nos absorbe demasiado para preocuparnos por un creador todopoderoso.
Me detuve en una callecita frente a los jardines del seminario y mire en direccion este a lo largo de Sherbrooke, hacia la porcion de la propiedad cedida a la sazon a Le College de Montreal. No adverti nada insolito. Saque un codo por la ventanilla y observe en direccion opuesta. El polvoriento y recalentado metal estaba ardiendo, y retire rapidamente el brazo, como un cangrejo al que golpearan con un palo.
Alli estaban. Juxtapuestos de modo incongruente contra una petrea torre medieval distingui un coche patrulla azul y blanco con la leyenda «POLICE-COMMUNAUTE URBAINE DE MONTREAL» grabada en un lateral, que bloqueaba la entrada oeste del recinto, y un camion gris de HydroQuebec aparcado delante de el, del cual, como apendices de una estacion espacial, surgian las escaleras y el equipo. Junto al camion, un policia uniformado hablaba con dos hombres que vestian traje de faena.
Gire a la izquierda y me introduje en el trafico que se dirigia hacia la parte oeste de Sherbrooke, aliviada al no advertir la presencia de periodistas. En Montreal un encuentro con la prensa puede significar un doble calvario, puesto que los periodicos aparecen en frances y en ingles. No soy especialmente cortes cuando me acosan en un idioma, pero frente a un ataque dual puedo resultar muy antipatica.
LaManche tenia razon. Yo ya habia visitado aquellos jardines el verano anterior. Recordaba el caso: unos huesos exhumados durante la reparacion de un conducto de agua. Enterramientos en ataudes del viejo cementerio de una propiedad eclesiastica. Avisaron al arqueologo y se cerro el caso. Con suerte se repetiria la situacion.
Mientras maniobraba mi Mazda delante del camion y lo aparcaba, los tres hombres interrumpieron su conversacion para mirarme. Al apearme del vehiculo el policia se inmovilizo un instante como si considerara la cuestion y luego avanzo a mi encuentro con cara de pocos amigos. Eran las cuatro y cuarto; probablemente habia concluido su turno y hubiera preferido no estar alli. Bien, tampoco yo estaba por mi gusto.
– Tendra que marcharse,
Acompanaba sus palabras con amplios ademanes y me senalaba la direccion por la que yo debia partir, como si despejara moscas de una ensalada de patatas.
– Soy la doctora Brennan -dije al tiempo que cerraba de un portazo-, del Laboratorio de Medicina Legal.
– ?La envia el juez de instruccion?
Su tono habria despertado envidia a un interrogador de la KGB.
– Si. Soy la antropologa forense -prosegui como una profesora de segundo grado-. Me encargo de los casos de desenterramientos y de esqueletos. Espero que esto me califique para ello.
Y le tendi mi tarjeta de identificacion. El hombre, a su vez, lucia en el bolsillo de la camisa un pequeno rectangulo de laton donde figuraba la inscripcion «agente Groulx».
Observo la foto y luego a mi. Mi aspecto no era muy convincente. Me habia propuesto trabajar todo el dia en la reconstruccion del craneo y llevaba ropas apropiadas para tal tarea. Vestia unos tejanos descoloridos de color tostado, una camisa de tela vaquera con las mangas enrolladas hasta los codos y calentadores en lugar de calcetines. Me habia recogido los cabellos con un pasador, pero algunos mechones, perdida la lucha contra la gravidez, flotaban alrededor de mi rostro y por mi cuello. Ademas, iba manchada con fragmentos de pegamento. Mas que una antropologa forense debia de parecer un ama de casa de mediana edad obligada a abandonar el empapelado de una pared.
Examino largo rato la tarjeta y me la devolvio sin comentarios. Evidentemente no era lo que esperaba.
– ?Ha visto usted los restos? -le pregunte.
– No. Protejo la zona.
El hizo un ademan para senalar a los dos hombres, que nos observaban tras interrumpir su