infierno y la cabeza de Jack Tres-Dedos estaba tan perforada a balazos que empezo a desmigajarse y la tiraron por el camino. Perseguido por las moscas y el mal olor, el capitan Harry Love comprendio que debia preservar los despojos o no llegaria con ellos a San Francisco a cobrar su merecida recompensa, asi es que los puso en sendos frascos de ginebra. Fue recibido como un heroe: habia librado a California del peor bandido de su historia. Pero el asunto no era del todo claro, senalo Jacob Freemont en su reportaje, la historia olia a confabulacion. De partida, nadie podia probar que los hechos ocurrieron como decian Harry Love y sus hombres, y resultaba algo sospechoso que despues de tres meses de infructuosa busqueda, cayeran siete mexicanos justo cuando el capitan mas los necesitaba. Tampoco habia quien pudiera identificar a Joaquin Murieta; el se presento a ver la cabeza y no pudo asegurar que fuera la del bandido que conocio, aunque habia cierto parecido, dijo.

Durante semanas exhibieron en San Francisco los despojos del presunto Joaquin Murieta y la mano de su abominable secuaz Jack Tres Dedos, antes de llevarlas en viaje triunfal por el resto de California. Las colas de curiosos daban vuelta a la manzana y no quedo nadie sin ver de cerca tan siniestros trofeos. Eliza fue de las primeras en presentarse y Tao Chi?en la acompano, porque no quiso que pasara sola por semejante prueba, a pesar de que habia recibido la noticia con pasmosa calma. Despues de una eterna espera al sol, llego finalmente su turno y entraron al edificio. Eliza se aferro a la mano de Tao Chi?en y avanzo decidida, sin pensar en el rio de sudor que le empapaba el vestido y el temblor que le sacudia los huesos. Se encontraron en una sala sombria, mal alumbrada por cirios amarillos que despedian un halito sepulcral. Panos negros cubrian las paredes y en un rincon habian instalado a un esforzado pianista, quien machacaba unos acordes funebres con mas resignacion que verdadero sentimiento. Sobre una mesa, tambien cubierta de trapos de catafalco, habian instalado los dos frascos de vidrio. Eliza cerro los ojos y se dejo conducir por Tao Chi?en, segura de que los golpes de tambor de su corazon acallaban los acordes del piano. Se detuvieron, sintio la presion de la mano de su amigo en la suya, aspiro una bocanada de aire y abrio los ojos. Miro la cabeza por unos segundos y enseguida se dejo arrastrar hacia afuera.

– ?Era el? -pregunto Tao Chi?en.

– Ya estoy libre… -replico ella sin soltarle la mano.

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